sábado, 12 de abril de 2014

Fortuna

He tenido que leer medio libro para descubrir que el Robert L. al que Margarite Duras cree muerto, tirado en una cuneta, anónimo, con los pies desnudos, es Robert Antelme, el escritor de La Especie Humana. Fue deportado a un campo de concentración donde casi muere. Lo recuperan pesando sólo 37 o 38 Kg, todo huesos, con la piel transparente, lleno de aristas, con un aspecto tan diferente al que tenía, que no podían reconocerlo.



En las páginas que Margarite relata el aspecto del marido moribundo, involuntariamente pienso en cómo tuvo que ver mi madre a mi padre los últimos días de su vida. Existe un paralelismo que aturde. En la dificultad para alimentarlo, la falta de fuerzas; la fiebre, que era como una sentencia a muerte; incluso en los excrementos. El círculo se cierra al recordar que fue el doloroso tratamiento contra el cáncer de la madre de Hitler, por un médico judio, lo que, según algunos historiadores, lo convirtió en un hijo de perra. 

Parecería que me obstino en amargarme con pensamientos tan pesimistas cuando tengo muchas razones para ser feliz. Pero no es así. Pensar en el sufrimiento que otras mujeres han tenido que arrastrar desde una edad temprana hasta el final de sus días, sólo me obliga a ser consciente de la suerte que tengo. Miro a Guille, sonriente incluso cuando duerme (debe de estar teniendo un sueño alegre), y me hace feliz. Trabajar a la intemperie le ha atezado la piel y parece que hubiera vuelto de unas largas vacaciones, lozano.. Me cuesta mucho mantener los dedos sobre las teclas, y no ir hasta la cama y tocarlo, al igual que he estado haciendo desde su regreso, sólo el temor a despertarlo, me retiene. 

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