lunes, 29 de diciembre de 2014

¿Me estoy perdiendo algo?

Hasta hace muy poco en mi casa no se celebraba la Navidad. Este año ha sido diferente. El día 24 vinieron a cenar mis hermanos, cuñadas, sobrina, un par de amigos y un primo de Guille que está pasando con nosotros unos días. El primo de Guille es un poquito raro. Anda algo alicaído porque se divorció este año y es la primera Navidad que pasa sin su mujer y sus hijos. Es albino, tiene descolorida la piel, el pelo y el ánimo. Está bien tenerlo como invitado, para que sea un contrapunto a la felicidad excesiva. Sólo después de echarse en el coleto medio litro de whisky, comenzó a animarse un poco; o tal vez mucho, en comparación a lo tristón que estaba antes de beber. De apenas hablar, pasó a cantarnos a pleno pulmón un extenso repertorio de villancicos en catalán, y mientras en la TV apareció un vídeo de Miley Cyrus. Esa cantante me recuerda a una compañera de piso que tuve en uno de mis primeros años de estudiante. Su físico era muy diferente, pero su comportamiento parece calcado. Hasta escapar de la protección de sus padres había estado tan constreñida, que en cuanto tuvo un poco de libertad, no supo qué hacer con ella. Durante los meses que compartimos techo, la vi tirarse a todo bicho que se meneara, beberse hasta el agua de los floreros y convertir el hedor de la maría en el ambientador de su dormitorio. Podía comprender que le gustara el sexo (también era una de mis debilidades en aquellos tiempos); pero, para qué fornicar estando borracha o colocada si luego no recordaba prácticamente nada (ni siquiera si habían utilizado protección: la de coca-colas que desperdició como espermicida).



Nunca me he emborrachado hasta el extremo de perder el sentido. Lo más que he llegado es a estar achispada. Tampoco me he colocado. ¿Me estoy perdiendo algo? ¿Debería beber hasta que mi personalidad cambie? ¿O aceptar más de una calada de ese porro que en las fiestas suele ofrece alguien? Siempre consideré que me mantengo apartada de las drogas y la bebida porque le tengo mucho aprecio a mis pocas neuronas, pero, es posible que sólo sea una mojigata. 

Haciendo caja

¿Cuánto puede costar un choto, media docena de gallinas y un lechón? Al padre de mi cuñada no le había costado nada porque eran animales que nacieron de otros animales que ya tenía. Tal vez pueda estimarse su precio por el pienso que comieron y el gasto del veterinario; porque dudo que se pueda contabilizar el cariño y el tiempo que les dedicó. La semana pasada se los robaron de madrugada. Un vecino escuchó el jaleo de los animales y llamó a la Guardia Civil. Se personaron dos vehículos con dos parejas. El vecino asegura que aunque vieron luces en el cobertizo donde estaban los animales, no hicieron nada por evitar el robo. Mi cuñada asegura que su padre comprende lo sucedido: no es comprensible que nadie se juegue la vida por un puñado de animales. Mis hermanos se enfadaron, no por lo ocurrido, sino porque entre ambos contabilizaban cuatro paradas por la Guardia Civil para medirle la alcoholemia en los últimos días. Ninguno bebe, no hubo problema. Pero les molesta porque aseguran que se están convirtiendo en un cuerpo dedicado casi exclusivamente a recaudar. Aunque hoy los hechos podría silenciarlos. Los servicios de rescate de montaña de la Guardia Civil estuvieron toda la tarde y noche de ayer buscando a una mujer desaparecida en Sierra Nevada, a pesar de la tormenta. Por desgracia apareció muerta por congelación (la montaña es muy peligrosa).

El que robaran los animales no hizo infelices a todos (sin contar a los que se los comieron). Estaban destinados al almuerzo de Navidad en casa de mi cuñada. Ninguno estaba muy feliz por tener que hincarle el diente a animales cuyos nombres conocían. 

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Los buenos siempre ganan

Es la leche la que ha tiene montada el enano gordinflón del Kim Jong-un con una película, La Entrevista, en la que supuestamente, se le parodia, cosa que me parece prácticamente imposible porque, ¿cómo se parodia a un personaje que en la realidad es un chiste? Hasta parece que les ha sido imposible conseguir un doble lo suficientemente cómico para ser el fiel reflejo del dictador. El actor que hace de Kim Jong-un parece un adulto, y no un niño que acabara de ser pillado in fraganti después de haberse tirado una ventosidad. 

Seguramente esta película habría pasado desapercibida para la mayoría de los mortales. Según el tráiler, parece una comedia algo burda y simplona; pero la censura es la mejor de las propagandas (además, gratuita). 


Dicen que es de buen nacido ser agradecido, por lo que Sony, una vez estrenada la película en las salas comerciales del resto de países (parece que en EEUU lo hará sólo una minoría de cines) y de haber contabilizado las ganancias de la película por la compra del DVD, deberían regalarle al dictador, por su ímproba labor como comerciante del filme, unas cuantas toneladas de queso suizo. Desconozco con qué sistema intentan acabar en la película con el tapón (el tirano), pero seguro que no fallan con el queso. De un empacho, lo mandarán al séptimo cielo.

jueves, 18 de diciembre de 2014

¡Yeah!!!!


Nos han contratado para hacer una rehabilitación y reforma en un carmen. Vamos a ganar una miseria, vamos a trabajar y sufrir como posesos, vamos a tener que enfrentarnos a los de cultura del ayuntamiento, los restauradores, los promotores... pero hurgaremos en las entrañas de un edificio con siglos y siglos de historia. Tal vez descubramos misterios escondidos en sus falsos techos, paramentos o suelos. 



lunes, 15 de diciembre de 2014

Personaje en busca de autor

Dice Vladimir Nabokov que es un error identificarnos con los personajes de los libros que leemos. A veces, demasiado a menudo, es imposible seguir esta sugerencia.

En uno de los últimos libros que leí: Como la sombra que se va (ya dije que lo había devorado y que ahora necesitaba regurgitarlo para hacer su digestión) no podía apartar el pensamiento de uno de los personajes, y la buscaba constantemente entre las páginas que iba leyendo, aunque aparece muy poco, apenas se menciona, con una economía en los términos que permite confundir la indiferencia con la asepsia. Se trata de la primera mujer del escritor. Por si misma, merecería una novela; pero escrita con un tratamiento de los hechos visto desde la perspectiva femenina, tal vez por una escritora como Elvira Lindo (esto sería muy morboso) o Almudena Grandes. El personaje, por culpa de los silencios que la rodean, obliga a hacerse muchas preguntas y sentir una curiosidad, al menos en su faceta de personaje. En cuanto el personaje se convierte en persona, el temor a descubrir un dolor real y unos hechos crueles, amedrantan a la curiosidad y hacen que se esconda como una tortuga en la seguridad de su caparazón por miedo a ser devorada por el sadismo (saber que una mujer sufrió, no es divertido). ¿Pero, qué sintió la esposa del escritor? No se habla en la novela de llantos y gritos, de peleas inconclusas por la necesidad de un viaje (a Lisboa), ni razones de enfados cebados porque no está presente la persona que puede, con su razonamiento, facilitar los contrapuntos que la mermen.

En muchas de las novelas de Antonio Muñoz Molina, sobre todo en las primeras, incluso en El Jinete Polaco, existe la idea constante de necesitar huir. En Como la sombra que se va, se descubre la razón de esa necesidad: un trabajo asfixiante en el Ayuntamiento de Granada, una ciudad de provincias, obligaciones familiares... ¿Esa claustrofobia vital era compartida por su esposa? ¿Qué sintió cuando el marido escapa de ese pozo provinciano -Granada es casi como un pueblo grande- y ella es dejada atrás?

Seguramente este personaje, en la realidad, es mucho menos atractivo a como imagino y el desamor fue mutuo, lento, fundamentado en pequeñas miserias, irreparable a pesar de los hijos en común y la recompensa que le ofrecía la vida al escritor por su cerebro privilegiado (a partir de El Invierno en Lisboa, AMM pudo dejar su trabajo en el Ayuntamiento y tener una vida holgada económicamente). Sin embargo, yo prefiero al personaje imaginado, al que se ha escapado de entre los silencios de la novela. 

sábado, 13 de diciembre de 2014

Jou, jou, jou

Despertar por recibir de lleno un barreño de agua helada en plena cara, sería mucho más placentero que hacerlo como consecuencia de vibrar mis tímpanos ante el estruendo de las fanfarrias de una banda de música de barrio. Si existe la palabra coulrofobia para definir el miedo a los payasos, deberían inventar otra para expresar la aversión a las bandas de música. La que suele acompañar un paso de Semana Santa de alguna iglesia de la zona, se le ocurrió hoy avisarnos del inicio de la Navidad hilando cancioncillas desafinadas a lo largo de toda la mañana. No sé cuándo empezaron. Para quien se tiró toda la noche trabajando, hasta que el cielo estaba completamente iluminado por el sol, oculto tras un grueso manto de nubes, como hice yo, cualquier hora antes de la del almuerzo, se puede considerar madrugada; pero esta ciudad no es plural. Parece respetar sólo a los católicos que tienen una vida diurna. Quienes queremos dormir de día o ignorar la fecha que se aproximan, nos es imposible, por la música, como la de esta mañana, a la que se alió el vacío reciente del Hotel San Antón, convertido en una gigantesca caja de resonancia, y las luces, tan cutres y mortecinas en algunas calles, como las de la San Antón o Alhamar, que recuerdan la iluminación tristona y deteriorada de las ferias de pueblo. También permite recordar a las ferias de pueblo las golosinas que venden en los tenderetes de la Plaza Bib-Rambla: esponjosos algodones de azúcar de color rosa, enormes chupetes de caramelo, calabaza confitada, trozos de coco, almendras garrapiñadas... es como si hubiéramos vuelto al pasado, a tiempos de la infancia. Mientras me dejaba arrastrar por la marea humana (esta tarde todos los habitantes de esta ciudad parecían haberse puesto de acuerdo para tropezarse por las calles del centro), obligada a un paso lento y tortuoso (llegaba tarde a la cita que tenía con una amiga que vive junto a la Catedral), a pedir constantemente disculpa por los empellones que la impaciencia no me permitía evitar; pensé que sólo hacía falta una tómbola ofertando como premio gordo, una bonita muñeca repollo de imitación. 

En la casa de mi amiga me ofrecieron polvorones y una copa de anís. Y esto sólo acaba de empezar...

viernes, 12 de diciembre de 2014

El rastro de la sombra

Esta tarde hemos besado mejillas ahítas de lágrimas; húmedas y pegajosas. Creíamos que la hija de nuestra vecina difunta era una ficción, como la del niño que inventa a un amigo para no sentirse solo. Hablaba a menudo de ella. Decía que trabajaba como maquilladora en algunos teatros y televisiones de Madrid. Le achacaba la compra de todos los utensilios que le ayudaban con sus minusvalías pasajeras: un teléfono con los números gigantescos y que ululaba y encendía luces de todos los colores cuando la llamaban, un carro de la compra cuyas ruedas recordaban a las de un bulldozer, un bastón que antes de llegar al suelo extendía diferentes ramificaciones como si se tratara de un pulpo... 

Después de la misa, un grupo de vecinos fuimos a una cafetería para hablar durante un rato. Nos hubiera gustado arrastrar a la hija pródiga con nosotros para hacerle conocer la dulzura con la que su madre la recordaba; pero se excusó alegando planes previos. Cuando volvimos al bloque, ella y dos adolescentes que parecían el calco la una de la otra, sacaban bolsas y maletas de la casa de la difunta. Fue un alivio saber que se harán cargo de los recuerdos de la mujer. En una ocasión, hace algunos meses, después de que nos insistiera bastante, Guille y yo bajamos a que nos enseñara el álbum de las fotografías de su boda. A sus ochenta y cuatro años, era muy difícil identificarla con la muchacha delgada y esbelta de las fotos, embutida en un vestido tan recatado que parecía el de una niña haciendo la primera comunión. 

Durante dos días la imagen de ese álbum siendo mordisqueado por las ratas y arrugándose por la humedad de un trastero, me ha atormentado. La mayoría de nosotros, después de dos o tres generaciones tras nuestra muerte, apenas dejamos muescas en este mundo. La perduración de las fotografías significa prolongar la existencia de los fantasmas que aparecen en ellas. 

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Las luces y las sombras

El edificio que serpentea a lo largo de casi toda la calle Agustina de Aragón proyecta un ocaso prematuro sobre la fachada de los bloques que tiene enfrente, llenando la tarde de un agradable color de fuego; una luz apacible y tranquila, cuya quietud de agua estancada impide que se busque el origen de las llamas. Es agradable caminar hacia el oeste por esa calle al atardecer, hacia La Vega, escondida tras la tapia llena de grafitis de un solar sin edificar y de la vegetación que crece salvaje, libre de la imposición municipal de las podas regulares. La mayoría de las tardes, La Vega sólo es un cielo iluminado por los colores del atardecer; pero si ha llovido o el aire está lleno de humedad, ese horizonte lejano se llena de una opacidad marina que permite imaginar que muy cerca se puede encontrar un mar gris y embravecido. Hoy el cielo estaba despejado y la ilusión del mar habría resultado ficticia y forzada si mi atención hubiera estado puesta en la lejanía, pero me acompañaba una vecina, o yo la acompañaba a ella, y su conversación y mi intención de mostrarme más sociable con quienes me rodean, requerían de todos mis sentidos. Íbamos en busca de una parroquia. Una vecina murió hace 15 días. Era una mujer muy creyente y, faltando a mi objetividad -sé que cuando alguien muere su única existencia está en nuestro pensamiento-, creí que sería apropiado dar una misa en su honor. Como no le sobrevivió familia, mi vecina y yo quedamos encargadas de hacer los preparativos (la compañía de mi vecina era imprescindible porque las personas que se visten con faldones largos y negros -curas y jueces- me suelen amedrentar). Mi vecina, beata por convicción, me iba instruyendo. Ya no se dan misas conmemorativas expresamente para los difuntos. En una misa ordinaria, dependiendo de la pasta que se suelte, el cura menciona en mayor o menor medida el nombre de la persona que se quiere recordar. Me pregunto cómo la mencionarán por los 30 € que llevábamos en un sobre (diez euros menos cobra una prostituta que suele rondar el callejón de la peste, cerca de mi casa, por una felación -lo sé porque un día se lo ofreció a Guille, sin importarle que fuera acompañado-).

En la calle Agustina de Aragón hay una parroquia, pero seguimos adelante. A ese cura se la tenemos jurada desde que no apareció para darle la extrema unción al marido de la misma vecina que ahora ha muerto.

Mi vecina me señaló un piso que está haciendo esquina, entre las calles Agustina de Aragón y Pintor Zuloaga, con todos los vidrios de sus ventanas esmerilados (hay que protegerse de las luces y las alegrías de este mundo para no caer en las tentaciones). Es un piso de numerarías del Opus Dei, según mi vecina, que parece saberlo todo. El Plan de Vida que deben seguir los miembros del Opus Dei parece una mezcla de Las Cincuentas Sombras de Grey (por el masoquismo) y las obsesiones de un maníaco-compulsivo. Mejor oculto la existencia de ese piso a Guille porque es capaz de intentar salvar a las damiselas en apuros y terminar enchironado.  

martes, 9 de diciembre de 2014

Inventario de una colmena

Hacía tiempo, tanto que casi tengo que remontarme a los tiempos de antes de la crisis, para recordar la última vez que me sentía como parte de una comunidad. En el trabajo la relación entre los compañeros aún no se había deteriorado por culpa de los despidos. Los viernes por la tarde salíamos en manada e íbamos a un garito a escuchar jazz en directo, o juntábamos dos o tres mesas en cualquier bar y adquiríamos, momentáneamente, costumbres noctámbulas de latitudes mucho más al sur. Había olvidado esa relación, aunque fuera forzada, de amistad y de sentir preocupación por alguien sólo porque el azar nos había reunido. Ahora me ocurre con una comunidad mucho más menguada que la de los compañeros del trabajo en Barcelona. Mis vecinos, algunos completos desconocidos, que aparecen y desaparecen con la fugacidad de los periodos lectivos, se imponen sin ningún esfuerzo en mis temores de que algo malo les ocurra. Si el ulular de una sirena se detiene en las cercanías del bloque, corro a la terraza para asegurarme que la ambulancia, coche de bomberos o de policía, está aparcado frente a otro bloque, o que, de tener la mala suerte de ser el nuestro el escogido, el problema no es grave. Es preferible los encuentros fortuitos con la mala suerte muy aparatosos (los sangrientos) que los silenciosos (se suele curar antes y tiene menos consecuencias, un tajo en una mano que un ictus o una detención por traficar con drogas). Quizá este temor a que les ocurra algo malo a quienes me rodean ha hecho que ya no evite relacionarme con ellos y acepto con agrado los encuentros fortuitos que se terminan convirtiendo en reuniones improvisadas, en el portal. En el ocurrido esta mañana me enteré que este fin de semana estuvo por aquí la policía. La lucha entre los estudiantes de dos pisos del primero llegaron a extremos insoportables (suelo perderme las movidas más interesantes). Mi vecina del tercero estuvo casi 8 horas encerrada en su cuarto de baño. Las cerrajerías de cierre de seguridad son muy malas y antiguas (hay que tenerlas muy bien engrasadas para que no den problemas). Entró en el baño para ducharse en cuanto su marido se marchó de la casa y no pudo salir hasta que él regresó y abrió desde fuera. Me hubiera gustado hablar con ella para preguntarle la razón por la que giró la llave de seguridad si estaba sola en casa, o por qué no desmontó el pomo (en un baño hay muchas cosas que pueden servir como destornilladores, desde una lima para las uñas a unas tijeras). También me enteré que mi vecino de abajo, el pirómano involuntario, perdió su trabajo; pero está contento porque hacía varios meses que no le pagaban y él no se atrevía a dejar el trabajo creyendo que la situación mejoraría. En cuanto creo que una racha de buena suerte con el trabajo (llevamos semanas enlazando unos con otros), significa el final de de la crisis, aparece la realidad para destruir esa percepción (mi vecino en paro y el Hotel San Antón que cerró ayer).


Lástima que con el cierre no se consiga hacer desaparecer también el edificio

jueves, 4 de diciembre de 2014

La merienda indigesta

Buscaba explicaciones donde no debía. ¿Qué clase de asesino fue James Earl Ray? ¿Odiaba realmente a Martin Luther King por ser un hombre de color negro? ¿Lo odiaba por considerarlo un apóstata, un hombre que iba en contra de lo que predicaba? ¿Temía que con King la primacía de los blancos peligrara? ¿Pensaba que se le iba a aplaudir su ignominia? ¿Que todos los racistas iban a bendecir su acto y protegerlo? ¿O era un majara como el asesino de John Lenon o el noruego que acribilló a un centenar de críos en Noruega para buscar notoriedad, para reclamar sus quince minutos de fama? De Ray me interesaba, principalmente, su racismo. Pero vivió en una época en la que Internet aún no había emponzoñado las almas volviéndolas traslúcidas, o incluso transparentes. Buscaba el racismo lejos, en extraños, para poder comprender qué hace pensar a una persona que es superior a otra; sin saber que lo tenía muy cerca. 

El último fin de semana que Guille estuvo por aquí, vino a comer el marido de la hermana de mi cuñada. Quería agradecernos haberlo ayudado con su perro el día que él, supuestamente, iba a visitar a un amigo enfermo al hospital  (en realidad sospechamos que fue a un partido de fútbol). La invitación inesperada fue resuelta con comida preparada. Un pollo asado, ensalada y helado, del asadero, regado con una de las dos botellas de vino que nos trajo. Mientras comíamos, nos detalló su idea de cómo sacar de la crisis a España. Quiere que el estado expulse a todos los extranjeros del país porque nos quitan nuestros derechos y nos obligan a pagar más impuestos (en realidad él no los paga porque vive de subvenciones). Dudo que exista quien pueda eliminar de su mente la convicción de que un extranjero está ocupando en este momento el puesto de trabajo que estaba destinado a él. Un puesto de trabajo que no hace sudar pero sí ganar mucho dinero. Debe haberse repetido tantas veces que su situación económica y laboral sería inmejorable si no existiera la inmigración (por necesidad de culpar a otros de su desidia) que suelta su perorata con la convicción de quien es dueño de una verdad irrefutable.

Cuando se fue nuestro invitado, Guille advirtió que hemos de tener cuidado y evitar que coincidan él y mi cuñada, la mujer de mi hermano menor (es de color chocolate -palabras de ella-). Pero yo sonrío imaginando el encuentro (seguro que se lo merienda de un sólo bocado, aunque se le quede atravesado en el gaznate). 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Dos hombres y un destino: Lisboa

En cuanto lo tuve en mis manos y las obligaciones me lo permitieron, fui como una hambrienta satisfaciendo una necesidad primordial: devoré Como la sombra que se va, la última novela de Antonio Muñoz Molina. Ahora la estoy regurgitando poco a poco, comprendiéndola, notando matices, percatándome de detalles y advirtiendo que la única carencia que creía notar en el libro, no es tal. 



En Plenilunio Antonio Muñoz Molina nos mete en la mente del asesino y comprendemos por qué lo hace (vivir pegados a los progenitores a los menosprecia y da asco, ganándose la vida con un trabajo que igualmente le repugna, además de tener un miembro viril pequeño). Pensaba que AMM, en esta novela, iba a hacer lo mismo: meternos en la mente del asesino para que comprendiéramos las razones que lo movieron al asesinato. En un par de ocasiones se menciona que los negros huelen mal, son vagos, y estereotipos semejantes. Pero hay que notar la diferencia entre Plenilunio y Como la sombra que se va. La primera está basada en hechos reales con personajes ficticios; la segunda, en personajes reales con hechos reales y ficticios. 

Sólo la mitad de la novela trata de los días que James Earl Ray pasó en Lisboa. Un error en su huida porque su única forma de sustento era delinquir. En un país donde un extranjero sobresalía como una oveja negra en un rebaño de ovejas blancas, robar para seguir subsistiendo, habría sido como colocarse una diana en la frente. 

La parte más importante de la novela, la que más me ha interesado, es la que el autor habla de sí mismo. Hace una larga confesión con la que parece intentar redimirse de lo hecho muchos años atrás, cuando comenzaba a ser un escritor pero aún no estaba consolidado en el mundo de la literatura y lo ataba a la realidad un trabajo en el Ayuntamiento de Granada, dos hijos, un piso de subvención oficial y una esposa.  Estaba escribiendo su segunda novela: El invierno en Lisboa.  No conocer la ciudad lo tenía paralizado. Un 2 de enero llega a Lisboa, dejando a su esposa, convaleciente aún del parto, a cargo de los dos niños. Cuando regresa a su escritorio en Granada, la escritura fluye como agua de un manantial. 

Seguramente las personas directamente implicadas en su deslealtad (por el viaje de tres días a Lisboa en mitad de las fiestas navideñas y dejando un bebé de un mes de vida), hace mucho que le perdonaron. Y esta lectora, la que aún recuerda con entusiasmo El Invierno en Lisboa, le agradece la valentía que, en parte (ya tenía editados dos libros de artículos y Beatus Ille), hizo germinar todo lo que vendría después.


martes, 2 de diciembre de 2014

Un gran día

Después de una semana de más de 50 horas de trabajo, ayer iba a ser un día de sosiego, tranquilidad y pereza. (Inocentes los dirigentes de Podemos, que proclaman las semanas laborales de 35 horas). Sólo tenía que entregar una documentación a primera hora de la mañana. Hace unos años la primera hora de la mañana no pasaba de las siete; ahora, a duras penas llega a las 8 y media. Los días que he optado por hacer novillos, me gusta que una obligación me expele de la cama temprano; en caso contrario, suelo desperdiciar la mañana en ese ensayo de la muerte que se llama dormir. A las nueve era completamente libre, con la posibilidad de regresar con mucha lentitud a casa. Estaba en la zona norte de la ciudad, a donde sólo las obligaciones arrastra a los ciudadanos que vivimos en partes menos marginadas. A las nueve y cinco un amigo me llamaba. Su intención original era invitarme a una reunión que tenía con algunos inversores; pero eso no lo hizo hasta mucho después, cuando sólo quedaba media hora para el acontecimiento. Acababa de esquivar dos ruedas delanteras de un tráiler cuando venía de Málaga a Granada, a la altura de Loja. En eso momento era lo único que ocupaba, comprensiblemente, su mente, y fue lo que me contó. El resto de mi infinita y extensa mañana la engulló con avariciosa gula las necesidades informáticas de un compañero (sólo indicaré que el tono con la música de Psicosis me advierte de sus llamadas y que en una ocasión que se le quedó colgado el portátil, me llamó para preguntarme, todo alarmado, cómo apagarlo). 

A la reunión llegué con el sabor de la comida en la boca y el ruido de líquido descendiendo por mis intestinos, como si se trataran de tuberías vacías. A tres inversores, mi amigo, que es corredor (realmente no sé qué implica su trabajo) y a mí, nos invitaron a visitar un carmen del Albaycín. Los cármenes son como los huevos Kinder: lo sorprendente está dentro, al otro lado de tapias lisas con, como mucho, están invadidas por yedra que chorrea por sus paramentos, forzando a la imaginación a sospechar lo que hay al otro lado. 

Las últimas modificaciones del edificio databan de 1.920 (según el catastro). Se trata de una construcción parcialmente protegida: la carcasa hay que respetarla, pero el interior de la vivienda puede sufrir las modificaciones que se deseen. Lo había deteriorado, a partes iguales, la humedad, el abandono y los okupas. Milagrosamente una cristalera art decó permanecía casi intacta y sólo la vegetación que crecía agreste en el jardín, impedía que el sol de la tarde llenara de colores las paredes y el suelo de la habitación. 

Creo que fui la única del grupo que disfrutó de la visita. Los tres inversores no aceptaban la idea de no poder tirar el edificio completamente, ocupar todo el solar, invadido por un enorme vergel, y construir pequeños apartamentos con terraza que tuvieran vistas a la Alhambra. Mi amigo, el corredor, tuvo mala suerte y una rasilla rota del forjado sanitario cedió bajo su peso. Por fortuna el buen comer satisfecho con delicatessen no produce los mismos efectos que la glotonería satisfecha con comida basura. De haber pesado un poco más y cedido todo el suelo que lo sustentaba, podría haberse hecho bastante daño. 

Ayer tuvo un gran día: esquivó un accidente grave de coche, evitó romperse los tobillos y ninguno de los inversores, tan preocupados por las ganancias que el patrimonio de la humanidad sólo era una molestia para conseguir sus fines; lo tentó haciéndole una oferta.