martes, 27 de noviembre de 2012

La Bruja Malvada y Cenicienta en el País de las Maravillas

Estoy haciendo la digestión de Las Amantes de Elfriede Jelinek (le dieron el Premio Nobel de literatura en el 2004 -dato que no sabía cuando cogí el libro-). Aún tengo la mala costumbre de escoger lo que leo por la portada: tapa rosa, título Las Amantes... ergo = novela romántica... ¡Ja! Gran error. 

En esta novela la autora se inventa un mundo gris y marginal donde el único destino de las mujeres es el sufrimiento (trabajar y recibir palizas -primero de los padres y luego de los maridos, que por lo general son borrachos-). En este mundo tan tétrico pone a dos personajes: Brigitte y Paula. 

Brigitte trabaja en una fábrica cosiendo las cintas de sujetadores. Su única aspiración en la vida es casarse con su novio Heinz, a quien no ama, por quien siente incluso asco, pero quien tiene un futuro prometedor como empresario (ha estudiado electricidad y piensa montar un negocio). Cuando aparece Susi, una estudiante a quienes los padres de Heinz prefieren como nuera, Brigitte consigue quedarse embarazada, aunque odia a los bebés, y Heinz se casa con ella. Juntos, prosperan.

Paula, estudia confección, aspira a ser costurera, primero para terceras personas, luego, cuando se case con su novio Erich, sólo para su familia. Tiene 15 años, se queda embarazada por accidente, y el novio, al principio, se niega a casarse, luego es convencido por un familiar de Paula. El matrimonio, por falta de medios económicos,  Erich es un borracho, viven en una habitación de la casa de los padres de ella. Tienen otro hijo. Paula anhela tener una casa propia, pero el dinero no les alcanza porque Erich se lo bebe todo; hasta que Paula descubre que puede ganar dinero fácilmente con la prostitución. Es descubierta, se divorcian  y pierde la patria potestad de los hijos. Termina trabajando en la misma fábrica donde lo hacía Brigitte antes de casarse. 

Me ha gustado esta novela. Está escrita con frases que se convierten en párrafos, y cada uno de ellos son como escupitajos al lector. No utiliza mayúsculas, a no ser que quiera resaltar alguna palabra en concreto. También los nombres propios están escritos en su totalidad con minúsculas (me pregunto si su intención es hacer hincapié sobre la insignificancia de los personajes). 



miércoles, 21 de noviembre de 2012

La adopción del Tamagotchi humano

El sábado llovía sobre mojado. El agua caía con tanta fuerza que cada gota parecía querer taladrar el tejado de chapa que cubre parte de la sala (la que está robada a la legalidad del ayuntamiento). Mi nula imaginación me hizo suponer que en el pueblo de mi tita Puri, Bobadilla Estación, también estaría diluviando, y, como Guille se había ido -no vuelve de Barcelona hasta el próximo lunes- y no había ningún trabajo pendiente, decidí ir a verla para intentar servirle de distracción durante el rato de lluvia. Iba a ser una visita corta: desde después de comer, a no más allá de la hora de la merienda; tal vez llevarla a casa de mi madre, si el tiempo seguía malo. Pero en Bobadilla la lluvia era suave, un molesto chirimiri, nada más. Aunque había llamado avisándole de mi llegada, mi tía no estaba en la casa. Dos timbrazos y quien apareció fue su vecina. Me avisó que mi tía estaba en un velatorio. Se ofreció a acompañarme con tanta insistencia que, aunque no me gusta  molestar a extraños y la señora parecía haberse cambiado de ropa para estar cómoda dentro de casa (vestía una bata de medio luto y calzaba zapatillas) le agradecí que me guiara. No llegamos a nuestro destino porque nos encontramos con mi tía en mitad del camino y regresamos a la casa, cada una de ellas aferrada a uno de mis brazos y yo en medio (me da la sensación que mi tía se vuelve más o menos achacosa dependiendo de los males ajenos -puro mimetismo-).

La vecina amable fue invitada a pasar un rato con nosotras. Pronto me enteré que ella es la famosa señora de 80 años que no ha recibido subvención para arreglar su casa, aunque está destrozada por las inundaciones de finales de septiembre. Hay gente con más medios que ella y con menos desperfectos que sí le han ayudado para arreglar, al menos, lo más urgente. Le han negado toda clase de ayudas porque, supuestamente, su única hija vive con ella -supongo que para poder desgravar en hacienda por tener al cuidado a un ascendiente-  (aunque no la ha visto en los últimos 10 años -se mudó a Madrid- y de su existencia aún en este mundo se entera porque todas las navidades le manda una postal felicitándola. Un año de estos dejará de recibir postales y ella supondrá que su hija ha muerto).

Cuando llegó la hora de mi marcha, volvió a llover fuerte. Mi tía me pidió que me quedara, no por miedo a que le pasara algo malo a ella si se quedaba sola en la casa, si no por miedo a que yo tuviera un accidente en la carretera (ha aprendido qué significa aguaplaning y le aterra). Acepté y de repente me vi convertida en una de ellas: con una bata color azul eléctrico que mi tía compró por 15 euros en el mercadillo que ponen cerca de las vías del tren dos veces a la semana, unas zapatillas con piel de borrego en su interior que sofocaban mis pies acostumbrados a la desnudez, y arrimada a la candela (un brasero eléctrico bajo la mesa camilla).

Hablaron de la difunta. Mi tía y su vecina son creyentes, imagino que por la misma razón que mi madre: existe tanta injusticia en este mundo que necesitan creer en la justicia divina (que los malos serán castigados; nada de recompensas por estar siempre al lado de Dios y nada de vida después de la muerte). De la difunta afirmaban que se ha ido a descansar. Al parecer el marido la maltrataba. Habladurías con un solo fundamento: el marido quiso gastarle una broma a la mujer y le sustituyó el colirio por un bote de pegamento instantáneo. A la mujer se le perforó el ojo y lo perdió. No hubo denuncias. La inconsciencia del marido fue tomada como una broma que salió mal.

Durante la cena vimos la televisión (la primera no, que ahí son todos unos comeollas) luego jugamos al siete y medio y antes de las once, ya estábamos en la cama.

Al final regresé el lunes al medio día, y por que no me quedaba más remedio, por el trabajo. 

martes, 13 de noviembre de 2012

Piquete informativo

Hoy me toca hacer huelga por:

  • Los dos constructores, uno de Villanueva del Rosario y otro de Antequera, que, desesperados por las deudas y la situación familiar, terminaron suicidándose.
  • Por más de la mitad de compañeros que están en paro y con perspectivas de que aumente la lista.
  • Por los obreros que llevan meses sin trabajo y sólo encuentran salida en delinquir.
  • Por el montón de compañeros que han terminado divorciándose por la precaria situación económica de las parejas.
  • Por los trabajadores, como los chavales de Yamaha, que cobran media jornada y trabajan el día completo.
  • Por los trabajadores, como los de la fotocopiadora, que cobran el paro y trabajan 8  horas diarias para que el jefe les pague 200 euros más al mes.
  • Por la sanidad pública que comienzan a desmantelar.
  • Para que no recorten más en la enseñanza pública.
  • Para que la Iglesia tenga los mismos deberes que un ciudadano normal y corriente y pague el Ibi de sus inmuebles.
  • Para que no recorten las pensiones a los ancianos obligándolos a pagar parte de los medicamentos sin los que su vida sería aún más miserable. 
  • Para que el Congreso no se gaste 20 millones de euros en material administrativo mientras a una señora sin medios económicos se le niega una subvención de 3000 euros para que arregle su casa después de una riada (la vecina de mi tía, la señora tiene 80 años y sólo puede subsistir porque los vecinos le han acondicionado una de las habitaciones de su vivienda).
  • Por todos aquellos que no se atreven a hacer huelga, aunque lo desearían, por miedo a ser despedidos
.... Seguro que a ti se te ocurren miles de razones más para hacer hoy también huelga

viernes, 9 de noviembre de 2012

La doble muerte de Angustias

En los velatorios se suele hablar de las bondades del finado. En el de doña Angustias el silencio era sepulcral. Los asistentes se escudriñaban unos a otros, alguien abría la boca, todos lo miraban expectantes, esperando a que una primera frase avivara los recuerdos de los demás, pero sólo se trataba de un bostezo mal disimulado. Doña Angustias tenía la mala leche incrustada en la sangre. Lo sabían bien tres de sus cinco nietos, los tres nacido del matrimonio de su hijo con una mujer que ella no había aprobado por considerarla muy poca cosa. Cuando el hijo murió prematuramente, Rosario, la mujer, quedó a merced de su suegra. El mismo día del entierro del hijo, Angustias exigió a Rosario y su prole que se mudaran de la casa principal a una cabaña de aperos que estaba a medio kilómetro del cortijo. Un muladar, en realidad, con ventanas sin vidrios, puertas desvencijadas, suelo de arena compactada y paredes renegridas por el mal tiro de la única chimenea. Cinco duros al mes ganaba Rosario trabajando en el cortijo todos los días y tres duros le exigía Angustias como alquiler de la cabaña. Rosarito, la hija menor de la familia, aunque han pasado más de 70 años, aún es capaz de recordar la retahíla de vejaciones a las que fue sometida su madre y su familia. La que más le duele: que a su madre le quitaran la alianza de oro que le había comprado su padre. La que le rompe la voz: Ella era pequeña, unos cinco o seis años. Sus dos hermanos estaban bastante enfermos y su madre no había podido ir a trabajar. La mandó a ella a avisar de lo que ocurría y a comprar cuatro huevos. Llevaba el dinero, unos pocos céntimos. Volvió a la casa con sólo dos huevos porque el dinero no había dado para más y su madre se echó a llorar. Rosarito no comprendía por qué lloraba su madre, si ella no había hecho nada malo. Había tenido mucho cuidado con los huevos, no estaban rotos, uno en cada bolsillo. Tuvieron que pasar algunos años para que Rosarito comprendiera que su madre no lloraba por algo que hubiera hecho ella, si no por la mezquindad de su abuela.

Al filo de la media noche ya no quedaba nadie ajeno a la familia en el velatorio de doña Angustias. Los niños fueron mandados a la cama y Encarna, la hija de la difunta, y Rosario, decidieron turnarse velando el cadáver, principalmente por si llegaba alguien, por el miedo a el qué dirán. Encarna, poco acostumbrada a madrugar, haría el primer turno, Rosario el segundo. Cuando Rosario se despertó pasadas las cinco de la madrugada y regresó al salón de la casa vio que sobre el féretro había cuatro pesados sacos llenos de duros de plata. Encarna estaba junto al él, comiéndose las uñas y sin apartar la vista de la tapadera. La maldita no se muere, susurró. Rosario pensó que el cansancio había gastado una mala pasada a su cuñada y le sugirió que se fuera a dormir, pero apenas se había apartado un par de pasos cuando se escuchó el nítido castañetear de la madera y la reacción de Encarna fue la de arrojarse sobre el ataúd. Por favor, no dejes que vuelva aquí fuera -rogó.  

Tres semanas tardó doña Angustias en recuperarse de su falsa muerte. Y aunque las criadas le habían contado con pelos y señales lo ocurrido aquella aciaga madrugada, en la casa nada cambió: Rosario era considerada como una simple criada y Encarna la hija mimada. Tuvieron que transcurrir otros cinco años para que el deseo de Encarna se cumpliera y su madre muriera de forma definitiva. Incluso después de muerta la inquina de Angustias por la nuera parecía hacerse patente. La casa se la dejaba a todos los nietos en usufructo desde el momento que cumplieran 18 años. A la hija le dejaba el contenido de la caja fuerte y a Rosario, dos tinajas de hediondos cuajos. Pero Angustias, además de tener muy mala leche, era rencorosa y desconfiada. Impuso a la hija su presencia, sabiendo que con ello la castigaba y que si lo soportaba era porque pensaba en el premio que recibiría al final; el premio se redujo a un puñado de bisutería y una caja de carne de membrillo llena de fotografías. Pero, ¿dónde estaban las joyas y dinero de doña Angustias? Rosario lo descubrió en cuanto consumió la primera tongada de cuajos en hacer queso. Bajó papel de estraza cuidadosamente colocaba estaban los sacos llenos de duros de plata que Encarna había utilizado para mantener cerrada la tapa del ataúd cuando su madre volvió a la vida.

viernes, 2 de noviembre de 2012

La habitación de los relojes de arena gris

Estos días te fuerzan a pensar en la muerte (en la propia y en las ajenas, en las que ya han sucedido y las que sucederán en un futuro que se adivina inmediato). Imagino a mi sobrinilla ya muy vieja, con más de 90 años, escuálida y enhiesta, caminando por una habitación llena de relojes de arena de color gris, ordenándole a su mayordomo Evaristo que los gire a la vez que los va señalando con la punta de su bastón y nos nombra: Al abuelito, a la abuelita, al tito José, a la tita Queca... a mi marido número uno, a mi marido número dos... a mi marido número siete... La idea de encerrar las cenizas en relojes de arena se la he robado al sr. Sap y él la había leído en no recuerdo qué libro; aunque dice mi madre que las cenizas humanas no son apropiadas para convertirlas en el contenido de un reloj porque resultan demasiado irregulares y pesadas, pero si consiguen convertirlas en diamantes, seguro que alguien inventa una forma de transformar la ceniza irregular en minúsculas esferas perfectas.

Sólo puedo imaginar a mi sobrina cuidando de ese cementerio de relojes de arena porque de momento no tenemos más descendientes. ¿Cuánto tiempo tarda en desaparecer por completo de este mundo, borrarse de toda memoria, quien no tiene familia y no ha hecho nada importante (ni bueno ni malo) durante su vida? Seguro que menos de una generación. Incluso es fácil que se vea relegado al olvido quien sí ha tenido familia numerosa. Llevamos un tiempo (por un tema de herencia) buscando documentación de uno de mis bisabuelos. Apenas sabemos nada de él. Se llamaba Fermín, nació en 1.909 y falleció en 1.941 (32 años de vacío). De él no queda ni siquiera una tumba a la que llevar flores.

De mi padre si, existe un nicho, aunque está vacío (las cenizas, para disgusto de una de sus vecinas, las tiene mi madre en su dormitorio). Ayer fui a llevarle flores. Es muy agradable el paseo desde el centro de la ciudad al cementerio, por medio de los Jardines de la Alhambra. En algunos tramos miras hacia arriba y no ves el cielo, sólo el follaje verde de los árboles.  Es como pasear por un túnel inmenso. Por el módico precio de seis euros un chaval con edad de estar pidiendo chucherías de casa en casa o metiéndole mano a la novia de turno, según lo espabilado que sea; sube por una escalera hasta cinco metros para limpiar el cristal del nicho jugándose la vida (un porrazo desde esa altura puede ser grave). El arnés que lleva y el mosquetón, por la forma de atarse, no serviría de mucho. Muerto por limpiar un nicho vacío. Sería lamentable. Lo hago por mi madre, ella necesita esas pequeños detalles. Creo que piensa que la conciencia de mi padre continúa existiendo en alguna parte y quiere hacerle saber que aún lo recordamos.  El año que viene intentaré convencerla para que no sigamos ese ritual.


El hotel Washington Irving  agonizante
(fotografía tomada camino del cementerio)


La idea de los relojes de arena me ha gustado mucho: ¿qué mayor utilidad para algo inerte que hacer saber a los vivos de lo efímero de la propia existencia?