sábado, 4 de mayo de 2019

La dulce vida

Hay un libro de Antonio Muñoz Molina que me gusta mucho: Plenilunio. Casi de inmediato sabemos quién es el asesino de una niña violada porque escuchamos sus pensamientos, los rumia lleno de odio, mientras que su comportamiento es el de un hijo ejemplar y el de un pescadero afable. 

Tengo la imperfección de la impuntualidad por defecto: llego a los lugares demasiado pronto. Me preocupa hacer esperar a la gente. Pero a las reuniones con los abogados de Guille la invención de problemas con el metro se hizo asidua. Me esforzaba por llegar tarde. Temía encontrar a Guille a la entrada del despacho de los abogados, y no sólo por tener que intercambiar unas palabras con quien se había convertido en un completo extraño. En realidad era pavor. En la segunda reunión, Guille vomitó, lanzando gritos y gotitas de saliva, con la cara tan encarnada que parecía posible que sus mejillas supuraran sangre, todo lo que él consideraba mis defectos y lo que le había amargado mientras yo creía que disfrutábamos de una vida dulce y placentera. Hasta entonces no lo había visto enfadado, ni conmigo ni con nadie.

¿Durante cuánto tiempo rumió su amargura mientras fingía ser un esposo feliz y atento? No he tenido oportunidad de preguntárselo.


martes, 30 de abril de 2019

Morir sin morir

Al cuerpo de mi tía Lucía lo han encarcelado en un asilo regido por monjas. Ella murió hace algunos meses, pero su cuerpo aún no lo sabe y sigue moviéndose con gestos aprendidos desde la infancia, pero sin oposición a lo que otros le obliguen a hacer. Se levanta, se deja lavar, se deja peinar, vestir, come, permanece sentada ante un televisor antiguo y con el volumen muy alto durante horas y defeca u orina donde la necesidad le apremia. Sor María no nos ahorra detalles escatológicos cada vez que mi madre o yo llamamos para informarnos de su salud física. A la voz de sor María soy capaz de ponerle rostro porque he ido un par de veces a visitar a mi tia. Antes de verla, en mi imaginación la monja llevaba un hábito largo, pardo y blanco, como las monjas del internado de mi infancia. En realidad, el de sor María es celeste, entre uniforme de enfermera y de empleada del hogar. 

Esas visitas siempre son dolorosas porque permanezco sentada durante media hora junto a una persona que si me dirige la palabra es para preguntarme quién soy. Aunque se lo explico, no me recuerda, quizás porque en su memoria yo he cambiado tanto como ella para mí. Ya no se parece a mi tía Lucía de las fotografías de los eventos familiares. Su pelo, antes siempre tintado de rubio ceniza, ahora es completamente blanco y su piel, por culpa del encierro, se ha vuelto tan transparente que parece tener tatuadas en las manos el recorrido de caminos infinitos que se pierden bajo las mangas de un vestido que le queda estrecho porque la inmovilidad la ha hinchado, más que engordado. 

A mi abuela le ocurrió lo mismo: primero murió ella y mucho después, su cuerpo. Me pregunto si se dieron cuenta del deterioro de su mente. Me pregunto si me ocurrirá a mí, o, incluso, si me está ocurriendo ya y no soy consciente de ello.