jueves, 26 de noviembre de 2015

Estructurando el miedo

Desde pequeña me he martirizado pensando con hechos que podían ocurrir más o menos remotamente. ¿Y si hay un terremoto y huyo dejándome a mi madre atrás? ¿Y si soy incapaz de encontrar trabajo y termino convertida en una anciana indigente? El temor más recurrente, con el que me he castigado desde la más tierna infancia, tenía que ver con un supuesto embarazo. Nunca me intentaron engañar con fantasías de cigüeñas o paquetes enviados desde París. Creo que siempre lo supe, o, al menos, no recuerdo un momento de sorpresa en el que pensara: ¡Dios mío, es así como vienen a este mundo los bebés! Al principio me castigaba por culpa del pudor. Sentía de antemano una morbosa vergüenza por tener que exponer a un puñado de extraños mis partes íntimas. Cuando se me pasó la tontería del recato, llegó el miedo a no soportar la sensación de encerrar en las entrañas a un ser extraño y ajeno a mí. Creía que exigiría que me sacaran al bebé en cuanto sintiera las primeras patadas. Y al final llegó el terror a un embarazo no deseo con alguna de mis parejas de la universidad, no siempre propicias para la paternidad o para compartir alguna relación más o menos prolongada. Temores baldíos. Cada vez está más lejos la posibilidad de un embarazo. 

Mi amigo Nacho también comparte la frustración de no tener descendencia propia, aunque en su caso es por la decisión de su mujer. Pero la quiere demasiado como para dejarla por ese tema. Ella es restauradora de arte. Trabaja en un anticuario en París. Se complementan muy bien porque él es ebanista, probablemente el más preciso y quisquilloso que existe en esta parte del mundo. Viven pegados al Sena. El día de los atentados, Nacho estaba en Granada resolviendo un tema de documentos; su mujer, en París, en el taller del anticuario donde trabaja, terminando una reparación urgente. Regresó a casa pasadas las once, más de media hora de caminata, sin enterarse qué había pasado. 

El día 22 Nacho tenía planeado volver a París. Durante esos días se fue creando su propio miedo. Nacho tiene el pasaporte asaeteado por sellos de entradas y salidas de Marruecos. Es senderista y su cordillera, el Atlas. ¿Cómo van a saber los gendarmes que he ido a ver a la montaña y no a Mahoma? se preguntaba. 

Como tiene genes andaluces y los andaluces son más descendientes de quienes fundaron Al-Ándalus que quienes los reivindican en la actualidad, decidió teñirse de rubio para que su aspecto pareciera más del norte de Europa. Pero la barba cerrada que oscurece sus mejillas y mentón, incluso recién afeitado, lo delataba. Al final se marchó con la cabeza y las cejas rapadas. No tuvo problemas en el aeropuerto, que era su temor: que lo retuvieran durante horas para interrogarlo. Aunque a su mujer, que fue a recogerlo, le dio un susto tremendo porque temió que su aspecto se debiera a la quimioterapia y no a una absurda e inútil intención de disimular su aspecto. 

martes, 24 de noviembre de 2015

¿A qué huelen las nubes?

Me gusta el olor a jabón de marsella que queda en la escalera cuando las limpiadoras se han marchado. Siempre me han gustado los olores fuertes. Nunca me han molestado. No me importaba el olor a amoniaco que utilizaba la limpiadora en el primer estudio de arquitectura en el que trabajé y que casi hacía vomitar a mis compañeros. Hasta me gustaba el olor del Zotal con el que solían desinfectar las vaquerizas en el cortijo que había sido de mi familia y que en vida de mi abuela solíamos visitar con regularidad. 

Pocos olores no me gustan. Dicen que son imaginaciones mías, pero creo que soy capaz de percibir el aroma de un hombre maduro en celo (los adolescentes y los jóvenes siempre están en celo y el olor se diluye). Debería gustarme, pero me produce repulsión. Tampoco me gusta el olor de los puros, aunque persigo a las personas que fuman en pipa por las calles (cada vez se ven menos), y escapo de los grupos que fuman maría porque ese hedor se convierte en un sabor persistente que se me queda hincado en el gaznate y es capaz de convertir en insípida cualquier comida. 

Barcelona lleva una semana apestando a estiércol. Huele tan mal y es tan generalizado que hasta ha salido la noticia en el periódico. Ahora ya no sale, pero mi suegra sigue quejándose. Cada mañana, cuando la llamamos para que nos dé los buenos días y nos informe de los pormenores del día anterior, le preguntamos por la peste, como si fuera una dolencia física y propia, como si se tratara de una enfermedad, y ella pormenoriza el mal. Cunado cuelga, Guille se ríe. Está convencido que su madre está almacenando entre las paredes de su piso, aire pestilente, al tener las ventanas y las puertas cerradas a cal y canto. Está convencido que en el resto de la ciudad el olor del aire ha vuelto a la normalidad, y que hiede a contaminación sin que nadie lo perciba porque ya estamos inmunizados. 

¿A qué huelen las nubes? Son inodoras, o huelen a ozono si están cargadas de electricidad. 


domingo, 22 de noviembre de 2015

El corazón de Papá Noel (Historieta de Navidad)

La flaca Manuela es feliz. Mira caer la nieve al otro lado de la ventana con los ojos muy abiertos. Jamás había visto nevar tanto. Jamás había tenido unas Navidades blancas. Sabe que el vestido que está estrenando es caro porque hace parecer lleno de curvas su cuerpo de adolescente desnutrida. La mesa ya está puesta. Toda la casa huele a comida, a pavo asado y tarta de chocolate. Bajo el árbol de navidad hay montones de regalos. Aunque no llevan tarjeta, Manuela sabe cuáles son los suyos. Rufino le preguntó aquella misma mañana qué deseaba y ella respondió que tantos anillos como veces habían follado, con enormes pedruscos. Rufino no era hombre de números y Manuela tuvo que extender las dos manos para hacerle saber que habían mantenido relaciones sexuales en diez ocasiones. Aunque la caja fuerte de Rufino contiene tal cantidad de fajos de billetes que suele vomitarlos y arrojarlos al suelo si alguien la abre sin cuidado, y la generosidad se cuenta entre las cualidades de Rufino, su filosofía es: ¿para qué comprarlo si se puede robar?

Cuando Rufino salió de la casa con un cucurucho lleno de salchichas, Manuela supo que su deseo iba a ser satisfecho. Ya lo había visto actuar antes. Se hacía acompañar por media docena de esbirros. Llegaban en tropel a una joyería, saturando la atención de los dependientes y en cuanto alguna joya quedaba sin vigilancia, Rufino la incrustaba en una de sus salchichas y se la tragaba. El corpachón de Rufino tiene el suficiente almacén de grasa para que sirva de aislante a  los detectores anti robo de las entradas de las joyerías. 

La puntualidad es otra de las cualidades de Rufino. A las diez llega a casa luciendo un traje de terciopelo rojo con ribetes blancos de armiño en las mangas y la pechera de la chaqueta. En verdad parece Papá Noel con su enorme panza y la barba canosa que se ha dejado crecer. 

Antes de sentarse a la mesa, Rufino aupa a su amante para que coloque en el ápice del árbol una estrella de plata labrada. Le asegura que si pide un deseo mientras lo hace, se le cumplirá antes de medianoche. Manuela cierra los ojos. Se recuerda echando un par de salchichas más en la olla mientras el cocinero estaba despistado. A Rufino se le dan muy mal los números, y sabe que estaría robando anillos hasta que quedaran salchichas en el cucurucho. Manuela cree que lo hizo impulsada por la avaricia. Pero ahora imagina a Rufino regurgitando las salchichas, sacándoles los anillos de su interior y colocándoselos en sus regordetes dedos, hasta que no queda ninguno libre. Imagina los dos anillos olvidados descendiendo hacia el estómago, siendo liberados poco a poco de su prisión de embutido, hasta quedar libres las aristas vivas y afiladas de los diamantes. Alguien le ha dicho a Manuela que el estómago, al hacer la digestión, es como una lavadora durante el centrifugado. Durante unos segundos la imaginación de Manuela es una laparoscopia, puede ver con nitidez el estómago de Rufino ensangrentado, lleno de cortes, de rajas por los que se escapan los excrementos. 

Cuando Rufino la deposita en el suelo con mucho cuidado y le pregunta si ha pedido un deseo, Manuela responde, después de besarle en la mejilla, que lo ha hecho pensando única y exclusivamente en él. El hombre sonríe gozoso, satisfecho, convencido de que por fin ha encontrado una mujer digna de ser amada. 

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Odio la Navidad. Primeros villancicos por esta zona sin previo aviso, sin permitir la protección de la música propia. 

Días contados

Adentrarse en la casa de mi vecina del segundo, es como hacerlo en un anticuario o en la mansión de una película de miedo en la que sabes que encontrarás tu rostro en alguna de las fotografías de principio del siglo pasado que cuelgan en sus paredes. Hoy bajé para compartir con ella algunos de los limones de la remesa de cítricos que regularmente me hace llegar mi tía del campo. (A 23 céntimos el kilo los venden ellos, de 1.50 a 2.00 € los suelo comprar yo por aquí, aunque de una calidad muy inferior; a 5.00 € los compra un compañero que ahora vive en el centro de París). 

Me gusta mi vecina cuando se olvida de la omnipresencia de Dios. Creo que es ella la que me manda, con una constancia que sobrepasa la terquedad infantil, a un par de beatas para que me den charlas cristianas. Cuando se olvida de Dios, mi vecina es muy interesante. Me cuenta cómo era el barrio y cosas de su pasado. Hoy fue uno de esos días, incitada, sin duda, por el álbum de fotografías que tenía en la mesita baja de la sala de estar y que comencé a hojear sin permiso mientras ella se cambiada la ropa de calle por una más cómoda. Acababa de volver de misa. 

Las fotografías eran en blanco y negro, antiguas, de cuando mi vecina era niña. Hace cinco o seis décadas. Es una mujer extraña, de una edad indefinida; la que sólo he preguntado de forma directa una vez, pero ella esquivó la pregunta con mucha coquetería. 

En una de las fotografías mi vecina señala a su yo del pasado. Es la imagen de un coro femenino de adolescentes, todas vestidas igual: pichi a cuadros, camisa blanca, corbata de la misma tela que el pichi y un velo transparente en la cabeza. La fotografía es lo suficientemente buena para distinguir el vello sin depilar de las piernas de una de sus compañeras. Con el tiempo mi vecina ha corregido la falta de garbo que le proporcionaba su constitución larguirucha y flaca. 

En otra de las fotos mi vecina es aún más pequeña. Posa en mitad de una calle que parece pertenecer a un país lejano -mi imaginación la traslada a Cuba-. La calzada está delimitada por un par de hileras de viviendas de dos plantas con modestos jardines delanteros que, sin embargo, están saturados de vegetación: árboles frutales o yedra que trepa por las fachadas hasta llegar a cubrirla. Parece un barrio rico, de clase media alta. Pregunto que dónde se encuentra y mi vecina se extraña que no lo reconozca. La calle está a la espalda de nuestro edificio. Algunas de las casas de la fotografía aún están en pie y sin muchos cambios. 



Cuando me apalanco de nuevo delante del ordenador, investigo. Tardaron en terminar de construir ese barrio. La casa más antigua de las que ha soportado las embestidas del tiempo y la especulación, data de 1935; la más moderna, de 1955. Dos plantas, patio trasero, un sólo dueño y enclavadas en un barrio que llaman La Otra Milla de Oro de Granada. Ninguna tiene protección histórica ni artística. Son solares demasiado golosos. Me temo que todas ellas tienen sus días contados.


sábado, 21 de noviembre de 2015

Cenizas a las cenizas

A Simeón el Estilita lo consideraban santo por vivir durante varias décadas en lo alto de una columna, aunque simplemente se le debería considerar un cotilla. Vivir varios metros por encima de la gente, permite observar con impunidad, es como vivir en una atalaya. Por eso me encanta mi terraza.

Ayer el barrio olía a candela. Supuse que algún vecino comenzaba a tomar medidas prematuras contra la ola de frío polar que los meteorólogos nos llevan prometiendo desde hace algunos días, y habían encendido las chimeneas o las calderas (cerca, en la plazoleta de la calle Alhamar, hay un edificio con una caldera que se alimenta de cáscaras de almednras). Me equivocaba. No tardé en ver que el olor venía del patio de una de las casitas de dos plantas que hay a las espaldas de mi edificio. Una pareja mayor quemaban papeles en un bidón en su patio. Me gusta no saber qué quemaban, así puedo imaginar que la pareja son amantes, que lo llevan siendo desde su adolescencia, pero que ella terminó casada con otro hombre y ahora que ha muerto, queman las cartas de amor que se escribieron durante décadas. La verdad será mucho más prosaica. Es probable que sólo quemaran la documentación fiscal que ya no se ven obligados a guardar. 

Una pavesa llegó a mi atalaya. Estuvo dando vueltas y vueltas en el remolino que se suele formar los días de viento sobre uno de los sumideros de la terraza. Quise atraparla, por si el fuego había protegido alguna palabra o trozo de frase. El movimiento de mis pies desplazaba el aire y la pavesa parecía un animal que huía y se alejaba a voluntad para evitar caer en mis manos. Al final conseguí pisarla. Nada se podía ver en ella, o un trozo de la oscuridad más profunda, nada más. 

Esta mañana amaneció lloviendo. Ya ni siquiera queda el olor a candela.

viernes, 20 de noviembre de 2015

El desfacedor de entuertos

El año que estudiamos en el colegio El Quijote, la profesora no había entendido bien la advertencia de la madre superiora. Los profesores eran informados a principio de curso de mis problemas con la expresión escrita. Se amoldaban con facilidad a mis necesidades (dejarme un diccionario incluso durante los exámenes, leer lo escrito en la pizarra y perdonarme algunas meteduras de pata -mala coordinación entre el género y el número de las palabras, además de sustituir las vocales por números-). 

Aquella profesora creyó que yo era completamente inútil y me obligó, durante algunos días, a colorear dibujos infantiles en la última fila y con el pupitre girado hacia la ventana, para que me distrajera con el paisaje y no molestara a la clase. Como entregaba los ejercicios como los demás, la profesora terminó comprendiendo que no era completamente estúpida, aunque nunca pareció convencida de que yo pudiera llevar el mismo ritmo de aprendizaje que mis compañeras. Cuando respondía alguna pregunta correctamente, me daba la sensación que se quedaba con las ganas de darme unos golpecitos en la cabeza y arrojarme una galleta. Puede que otro profesor me hubiera obligado a un esfuerzo, pero ella no: me perdonó leer interminables párrafos de El Cantar del Mío Cid -lo que agradecí- y varios capítulos de El Quijote -lo que lamenté-. 

Al final terminé leyendo por mi cuenta El Quijote, pero sin poder evitar considerarlo un libro mucho más complejo de lo que es. Lo disfruté, por supuesto, pero no siendo muy consciente de ello. Es una de mis relecturas pendientes. 

Ahora leo Los Trabajos de Persiles y Sigismunda de Cervantes. Cada una de sus frases es como un laberinto que se retuerce y gira y, sin embargo, te lleva de forma directa a su significado; mientras que en la historia se agolpan personajes y hechos sin tregua (me pregunto si es una de las fuentes de la que ha bebido Alice Munro). Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con un libro, ni tanto que un libro no me exigía tanta atención; hasta la música que suelo poner de fondo me entorpece y distrae la lectura. 

Dicen que la ignorancia es atrevida, y de literatura yo sólo tengo pareceres, sensaciones, sin fundamentos aprendidos de estudiosos del tema; por eso me atrevo a preguntar: ¿cómo alguien puede pensar que la forma de escribir de Cervantes requiere una revisión para actualizarla? 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Sosiego

Compramos la cena en un kebab. Shawarma de ternera y salsa blanca para Guille, de pollo, completo, con mucho picante, para mí. Nos entretenemos viendo la televisión mientras esperamos a que estén preparados. No es la primera vez que vamos a ese restaurante. Por lo general tienen puesta una cadena marroquí donde echan películas de una estética extraña y compleja para mi gusto, con actores que sobre actúan, Hoy sintonizaban una cadena nacional, con el informativo nocturno. Hablaban de los atentados de Francia, de los terroristas detenidos. Pusieron vídeos del tiroteo nocturno e imágenes fijas, ya de día, de la detención de los supuestos terroristas. Entre ellas, una que está en todos los periódicos digitales: un terrorista sin pantalones, esposado a las espaldas, con la camiseta ensangrentada y rodeado de policías. ¿Por qué irá medio desnudo?, pregunté sin la esperanza de tener respuesta. 

Era de noche, estaría en la cama matándose a pajas, propuso Guille. La masturbación es pecado para los musulmanes. Los yihadista te incitan a matar a los infieles, pero te llaman pecador si te desahogas contigo mismo -qué contradictorio-. 

Un chaval flaco y con pinta de desvalido, que se comía una hamburguesa enorme sentado a la barra, intervino: Le pillaría cerca la piba que se explotó. Si te vuelas las tripas, todo se pringa con trocitos de tripas y mierda. ¡Qué asco, tíos!

Yo pienso que el terrorista prefirió la desnudez a las evidencias del miedo licuado en sus pantalones. 

El encargado del restaurante también nos dio a conocer su opinión: Si tú huyes, tú te metes en agujeros chicos como guarida de rata. Tu dentro de un agujero y tu ropa fuera. O si tu huyes, policía coge de tu ropa. Tú no te paras, corres. Tu ropa en mano de policía y tú lejos

La conversación se paró en ese punto porque nuestra comida ya estaba lista. Iba a proponer que quizá fue cosa de la policía. Lo desnudaron para asegurarse que no llevaba explosivos y no lo dejaron vestirse para humillarlo.



En realidad no me importa qué ocurrió. Estamos tan acostumbrados a ver en la red o los periódicos los resultados de la fuerza desproporcionada ejercida por la autoridad sobre inocentes; les habría sido tan fácil a los policías franceses masacrar a los terroristas, tal vez vengarse por un amigo o familiar muerto en los atentados; que al conocer los resultados del enfrentamiento entre terroristas y policías, sólo puedo sentir admiración por las fuerza armadas de un país civilizado y deseos de seguir perteneciendo a este mundo.

Buenos días, mediocres

Cuando era adolescente, me enamoré de un vecino, un adulto, militar. Era compacto, todo en uno, cabeza y tórax, sin cuello; se lo engullían los músculos. Aunque estaba en una edad en la que primaba la estética por encima de otras cualidades, de mi vecino me gustaba lo interesante que parecía. De vez en cuando desaparecía durante semanas y regresaba asegurando que había estado en alguna importante misión en las partes más lejos e inimaginables del mundo. Seguramente sus historias tenían una base de verdad, es probable que ni siquiera estuvieran ni levemente adornadas. Poco importa. Era su fascinación por las armas -la destrucción que podía provocar una granada o los destrozos que hacía una bala explosiva- una de las cosas que mi yo adolescente más admiraba y es precisamente lo que mi yo adulta repudia y me obliga a recordar a mi antiguo vecino con una mezcla de tristeza y antipatía.

¿Quién podría haber imaginado que un sentimiento derivaría de la admiración a la repulsión? 

Hoy he recibido la llamada mensual de mi tío Fermín. Con el resto de mis tíos y tías suelo tener más relación telefónica, él, aunque es un psiquiatra retirado, siempre está muy ocupado y, a no ser que se produzca en la familia algún evento que lo requiera, sólo suelo escuchar su voz de tarde en tarde; aunque nos tiramos varias horas en ponernos al día. Hablamos de lo divino y lo humano. Hoy le he comentado un temor que me lleva royendo desde hace dos días: ¿puedo cambiar tanto como para convertirme en una fanática religiosa que vea correcto el asesinato de mis semejantes en nombre de Dios -de cualquier Dios, eso es lo de menos-? Ya he cambiado tanto que me resulta imposible recordar a mi yo del pasado sin remordimientos. Evolucionamos. ¿Y si yo lo hago hacia el lado equivocado? Mi tío me tranquiliza. Gran parte de los adeptos europeos al Estado Islámico son carne de cañón para las sectas. Personas mediocres e insignificantes que creen merecer mucho más de lo que les está proporcionando la vida y de repente se encuentran, principalmente en las redes sociales, con alguien que les hace sentir importante, el centro del mundo, el ombligo de la existencia, sin ser conscientes del alto pago que deben hacer por ese ápice de atención interesada. 

No hay peligro (dislexia, dislalia, sin protección paterna...): llevo media vida intentando alcanzar a los mediocres. Ahora que lo he conseguido, no lo voy a echar a perder. 

sábado, 14 de noviembre de 2015

Si nuestros jóvenes héroes caen...

Anoche me dormí con el soniquete de una radio o televisión puesta. No era molesta, aunque resultaba muy evidente en mitad del silencio de la noche. Hablaban en francés y me produjo el mismo efecto que una nana susurrada. Cuando desperté, gracias a las sacudidas de Guille, a una hora tan temprana y desacostumbrada para mí que estuve tentada a inventarme una enfermedad y seguir durmiendo, la somnolencia no me permitió recordar los acontecimientos de la noche anterior. Por alguna razón, probablemente porque éramos un puñado de adultos comportándonos como críos ante la novedad de recoger aceitunas, nadie recordó los atentados de anoche. Es como si hubiéramos vivido durante unas horas aislados completamente de la civilización. Nadie interrumpió nuestro olvido hasta llegar a casa y leer los periódicos. Anoche dejamos de ver las noticias cuando había entre 40 y 60 muertos; el último recuento asciende a 129, uno de ellos granadino. También anoche se hablaba de atentados y esta tarde en más de un lugar se podía escuchar o leer la palabra Guerra. Me parece una barbaridad utilizar esta palabra para definir la situación en la que nos encontramos en Europa en este momento, porque en una guerra hay dos frentes armados que luchan entre sí. Es como si se legitimaran los atentados de ayer. En este caso sólo hay un grupo de descerebrados que se imponen con la fuerza de las armas. 

Hay algún lumbreras que parece querer convertirnos en guerrilleros capaces de lanzarnos contra un Kalashnikov y su pistolero revestido de explosivos. ¿Es esta la solución? Lo dudo. La violencia sólo engendra violencia. Si matas a mi hermano, buscaré venganza. Si encarcelas a mi hermano, me tendré que enfrentar a las miserias que vive en la cárcel y la idea del romanticismo de los pueblos oprimidos, desaparece. Ya hemos visto desaparecer a varias bandas armadas para saber que este sistema funciona, aunque aún se llevará por delante muchas vidas.

¿Existe uno más rápido y eficaz? Sí... 

Caricatura robada de El País digital

pero para éste los malos deberían tener inteligencia.


Con el sudor de tu frente

Ayer fue un poco cruel mi madre: le dije que iba a recoger aceitunas al campo de un amigo que no podía pagar a jornaleros, y me espetó, Ahora aprenderás qué es trabajar. Considera que sólo el trabajo físico reúne todos los requisitos para ser considerado un esfuerzo real (supongo que será consecuencia del: ganarás el pan con el sudor de tu frente). 

Ha sido interesante. Había que sacudir las ramas de los olivos con unas varas muy largas para que se cayera el fruto a unas lonas extendidas a sus pies. Luego, de rodillas, se retiraban todas las ramitas y hojas para que sólo quedaran las olivas, que iban a parar a puñados a los cubos que se vertían en el remolque de un tractor. 

Desde las siete y media  a las dos de la tarde. Se me han amoratado las rodillas a pesar de los vaqueros largos. Se me ha quemado el cogote porque me había hecho dos trenzas y esa parte del cuello quedaba completamente expuesta al sol cuando me agachaba. Se me han raspado las últimas falanges y llenado de padrastros los dedos; pero me he divertido. Aunque, sin duda, si en lugar de una novedad y una experiencia pasajera fuera un trabajo fijo, seguro que maldecía mi suerte. 

Mi amigo nos ha prometido una garrafa de aceite por ayudarlo. Dice que es oscuro, verdoso y amargo; y aunque yo soy más de aceites de oliva refinados y de color oro, seguro que ese me sabe a gloria. 

martes, 10 de noviembre de 2015

La mujer en el laberinto

Este mundo es una mierda.

Ayer por la mañana fui a Alcaudete, un pueblo de Jaén. Nos han contratado para la reforma de un restaurante en un área de servicio. Aprovechando que tenía tiempo, me acerqué a algunas obras que tenemos en ese pueblo. La mayoría aún no se han acabado por problemas económicos del promotor. Otras incluso muestran los primeros deterioros por estar habitadas, aunque no tiene el final de obras -supongo que mantendrá la electricidad de obra, a pesar de saber que pueden ser multados-. Otras, ya terminadas, muestran el deterioro de las inmuebles deshabitados durante mucho tiempo, y varios carteles desvaídos de diferentes inmobiliaria, anunciando que se vende. Pero la que realmente me importaba era una que está al pie del castillo, rodeada de almendros y sauces llorones, tan deteriorada que palmotear su fachada significa echar abajo un trozo del revestimiento arenoso y abombado, dejando al descubierto los ladrillos macizos. La casa pertenecía a un matrimonio relativamente mayor. El hombre, por intermediación de mi antiguo jefe, llamó hace tres años y medio al estudio. Quería que hiciéramos una casa exactamente igual a la que tenía: misma distribución, mismos acabados, mismos huecos... Lo intenté persuadir para que no lo hiciera porque la casa tenía muchos fallos: techos muy bajos, distribución caótica, escaleras peligrosas... Pero el hombre insistió: debía ser exacta, idéntica a la que se iba a demoler porque a su mujer le acaban de diagnosticar Alzhéimer, ellos habían vivido en esa casa desde que se casaron siendo apenas unos adolescentes y el hombre, que se había informado sobre la enfermedad de su esposa, sabía que los recuerdos del pasado son los más duraderos. No quería que se mujer se despertara todas las mañanas preguntándose dónde estaba. 

Fue un trabajo arduo. Me tiré más de dos semanas para encontrar una solería hidráulica parecida a la que quitábamos. Y las puertas se las iba a hacer un carpintero porque, aunque eran muy simples: lisas, contrachapadas, pintadas de color marfil; eran muy bajas: 1.85 m. Eso fue un problema en el colegio porque no querían visar el proyecto por incumplimiento del Código Técnico de la Edificación. El Estado vela por evitar que nos abramos la cabeza de un porrazo contra el dintel de la puerta de nuestra casa. 

El proyecto ha estado visado y con las copias hechas en el estudio desde entonces, sin que nadie viniera a recogerlo a pesar de los muchos mensajes dejados en el teléfono del promotor. 

La vivienda sigue como hace tres años y medio. Tal vez aún más deteriorada porque ya hasta una ráfaga modera de viento es capaz de derribar el revestimiento fofo. La vecina de la vivienda contigua salió al escucharme llamar en la puerta metálica de la entrada principal: el hombre que vivía en la casa murió hace tres años y pocos meses. Su mujer, como estaba enferma y no podía valerse por sí misma, está ahora en un piso con una de sus hijas. Ya nadie va por allí, tampoco los hijos, unos descastados que no quiere acercase a la casa donde nacieron y crecieron.

Mientras volvía a casa, no podía dejar de imaginar a la mujer perdida dentro de un laberinto.  

El niño que mece la cuna

Estos últimos días, con todos mis hermanos y mi madre por aquí, se han impuesto los recuerdos. Algunos sólo les pertenece a ellos porque yo aún no había nacido. Esos me producen una incongruente sensación de deslealtad porque disfrutaron o sufrieron estando juntos sin mí. Otros recuerdos sólo los conozco parcialmente o distorsionados porque intentaban ocultarme los hechos que los produjeron para protegerme. 

Sabía que teníamos mala fama. Siempre éramos culpables de todo lo negativo que ocurría a nuestro alrededor. Desde llenar de casquería una garita donde aseguraban se había suicidado un soldado, a casi matar al perro de nuestro vecino al envolverle el hocico con cinta de embalaje. También acusaron a uno de mis hermanos de tirar huevos podridos contra la fachada trasera del mismo vecino del perro, de robar membrillos de un árbol para comérselos (a ninguno nos gusta el membrillo), y de robar un reloj en la piscina a una vecina (la vecina se llevó un sonoro guantazo de mi madre cuando fueron a casa a disculparse porque el reloj, al final, no estaba perdido). Sólo esas acusaciones llegaron a nuestros oídos, pero supongo que muchas otras, atroces y crueles, debieron de correr de boca en boca porque la sola presencia de mi hermano mayor hizo que uno de nuestros vecinos, un niño que tenía mi misma edad por entonces, unos 7 u 8 años, se orinara en los pantalones. No le dijo nada, no hizo nada. Sólo coincidieron en el camino que llevaba de la piscina a los pabellones. El niño se quedo petrificado, según recuerda mi hermano, rígido, y una mancha oscura se extendió por las perneras de sus pantalones. Cuando el incidente se volvió a repetir, mi hermano quiso hablar con el niño delante de su madre y fue a su casa; pero su buena intención sólo sirvió para darse cuenta que la madre le tenía tanto miedo como el hijo. Al menos ella no se orinó en las bragas.

Cuando pregunté por el origen de tanta mala fama, mi madre señala sin ninguna duda al padre de dos de nuestros mejores amigos de aquella época. Su hijo mayor y mi hermano mediano estaban en la misma clase, en los Carmelitas de Antequera. Mi hermano sacaba buenas notas sin la supervisión de un adulto. Su hijo solía llegar a casa con interminables ristra de chorizos (los profesores solían escribir los suspensos con bolígrafo rojo). La envidia, asegura mi madre, llevó a aquel hombre a inventar patrañas contra nosotros. Me costó mucho trabajo creer a mi madre... hasta esta mañana: al abrir el periódico he leído que en México, un padre enfurecido ha matado al entrenador de baloncesto de su hija pequeña porque no la ha convocado. Ahora los celos adultos hasta me parecen posibles. 

domingo, 8 de noviembre de 2015

El escudero fiel

Mis hermanos guardan con toda nitidez el último encuentro que tuvimos con mi padre lúcido. Él mismo se los hizo notar. Le acaban de poner una transfusión de sangre y bajado la morfina. Por supuesto, yo también estaba, pero mezclo aquella reunión con decenas de muchas otras. No fue propiamente una despedida, no se habló de cosas transcendentales ni serias. Aseguran mis hermanos que mi padre estaba convencido que yo sería peluquera, más en serio que en broma. A mí esa idea me cabreaba mucho porque en el colegio había habido una plaga de piojos e imaginaba que si me hacía peluquera y metía las manos en una cabellera infectada, los bichos me subirían por los brazos como si fueran minúsculas cucarachas. 

Hoy se ha repetido una reunión entre mis hermanos, mi madre y yo que seguramente se tardará una eternidad en repetirse porque mi hermano, el que vive en Londres, se marcha a Los Ángeles con su mujer. Mi hermano mayor recordó aquella encuentro como de pasada, como si fuera un recuerdo más que llena una conversación; pero sospecho que lo hizo adrede para que fuéramos conscientes y disfrutáramos el momento. Su comentario también me permitió comprobar que el dolor de mi madre ha cambiado: hasta hace poco no soportaba escuchar hablar de mi padre, ahora lo tolera. 

La excusa para reunirnos fue la final de MotoGP. No nos gustó el resultado. Las carreras deben ser la máquina y el piloto contra todos los demás. En este caso, y desde hace por lo menos tres carreras, ha sido el piloto, su moto y su escudero. 


sábado, 7 de noviembre de 2015

El lejano pasado

Aún recuerdo con detalle el día que me pasaron por primera vez el programa de dibujo AutoCad. Acababa de empezar la carrera y al principio sólo lo tenía un compañero, un jeta, que con la excusa de habérselo comprado su padre, exigía un pago astronómico por cada copia. A los que no tenían dinero, que le hicieran cuatro o cinco láminas de dibujo. Yo, que no tenía ni dinero ni tiempo, me aguanté hasta que las copias pasaban de mano en mano con completa libertad. Por aquél entonces circulaba la versión 14. Creo que posterior a esa existieron la versión 13 y 12, aunque esas nunca las vi. Por supuesto todas eran piratas, incluso la del compañero que aseguraba que se lo había comprado su padre. Creo que hasta los programas que utilizaban la mayoría de profesores, lo eran. 

Inmediatamente empezaron a llegar nuevas versiones; la 2000, 2004, 2007, 2008, 2010, 2013, 2014... (seguramente habrá habido alguna más intermedia, pero estas son las únicas que yo he utilizado). Algunas personas se han quedado ancladas en el pasado. Se acostumbraron a una versión determinada de AutoCad y no han querido cambiar. Quienes estaban acostumbrados al AutoCad clásico, no han querido sustituirlo por el AutoCad 2010, con una interface bastante diferente (aunque es fácil modificarla y hacer que adquiera el aspecto de AutoCad 2008). 

Estos días que han sido algo convulsos por el problema que tuvimos con los ordenadores quemados -cinco, a la vez, por una sobrecarga en la red producida por un rayo que cayó cerca-. He tenido que trabajar algunos días con ordenadores antiguos que tenía una versión de AutoCad arcaica (la lejana 2007). También estoy colaborando con Guille dibujando drones para sus alumnos de topografía (imparte en una universidad privada de Madrid cursos sobre los drones y la topografía). En esa universidad están utilizando una versión posterior a la 2014, o destinada exclusivamente a los estudiantes, porque siempre que me envían un fichero, tengo que estar solicitando que me la reenvíen en una versión posterior. También dibujo para mis hermanos el chasis anti vuelco para un bugui de carreras. La máquina de control numérico exige dibujos con AutoCad 2000. Y comparto con un compañero de Mijas la rehabilitación de un enorme caserón de su pueblo. Mi compañero es un hombre mayor que siente aversión por las nuevas tecnologías. Se ha quedado anclado en el lejano 2004.

Para dibujar utilizo la versión 2010, aunque tengo instalada hasta la 2014. Para que mis compañeros no tengan que estar pidiéndome constantemente que envíe la documentación en una versión anterior, lo que hago es obligar a que todos los archivos queden almacenados como una versión muy obsoleta del programa. Para ello hay que escribir en la línea de comandos: Opciones
En la pestaña de Abrir y Guardar, se pulsa sobre el desplegable que hay casi al principio y se seleccionado el AutoCad más antiguo utilizado por nuestros colaboradores. Y así no nos tendremos que preocupar en guardar de forma adecuada el dibujo cada vez que le demos a cerrar. 


Ojo, este truco sólo conviene hacerlo si trabajamos con diferentes colaboradores y la mayoría utilizan AutoCad más antiguo que el nuestro. En caso contrario, o si sólo se van a enviar archivos de tarde en tarde a esas personas, conviene que AutoCad nos guarde los dibujos en la misma versión que estamos utilizando. 

miércoles, 4 de noviembre de 2015

¡Váyase, señor Muñoz!

¿Cómo se puede llamar de forma elegante memo a un pepino de mar? Reconozco que no sé hacerlo. Aunque me eduqué en un colegio de monjas, hasta los 14 años estuve asilvestrada y desde entonces fui influenciada por los amigos motoristas de mis hermanos y los obreros con los que tengo que lidiar casi todos los días. Sin eufemismos, se podría decir que soy más bruta que unas bragas de esparto. Admiro mucho a esas personas que saben destripar a un memo sin pringarse. 

Como respuesta al documental Imprescindible que la televisión española dedicó a Antonio Muñoz Molina, un señor llamado Alberto Olmos ha escrito una crítica (¿eing?) tan absurda e insustancial, tan sin fundamentos, que desde el principio al fin todas las palabras evidencian un ataque a la persona y no a la obra, que es lo que nos debería importar realmente de un escritor. 

Entre las muchas majaderías de la supuesta crítica, sobresale el siguiente párrafo:

Antonio Muñoz Molina debutó de clásico, desde arriba, siendo un caso sintomático de la cultura española en los años noventa, donde primero se volvía uno imprescindible y luego se buscaba el porqué. Llevamos 30 años dentro de la dictadura de la consagración, y por eso hoy no se consagra nadie: no hay sitio.

Aquello fue como el juego de las sillas musicales, que se dejó de jugar cuando una veintena de nombres ocupó los escaños de la gloria y decidió que con ellos terminaba la melodía.

Sin quererlo, el sr. Olmos ha sido sincero en esa parte de su parrafada: ¡Váyase , señor Muñoz! (para que me ponga yo). Como si el puesto que ocupa Muñoz Molina en la literatura española actual fuera transferible. 

En fin, este tío me parece un memo. Ustedes me perdonen por no saber decirlo con delicadeza. 

martes, 3 de noviembre de 2015

El gran salto (historieta) - Segunda parte

Lolita se despojó de las bragas y la falda. No dejó que la tocara, sólo le permitió mirar mientras ella misma se proporcionaba placer. Después utilizó el baño sin cerrar la puerta, sin importarle que la escuchara orinar, como si fueran una pareja antigua y consolidada. Volvió, apresurada, para recuperar la falda y cubrirse con un chubasquero que sacó de su mochila. La ropa interior quedó tirada en el suelo. Antes de irse con uno de esos besos ligeros y efímeros en los labios con los que se suelen despedir los amigos íntimos, Lolita le confesó a su profesor que si se hubiera asustado por su comportamiento, en aquellos mismos momentos estaría encerrada en el trastero de la limpieza, con los ojos hinchados por el llanto.

La esperaban para comer. Sus amigas ya habían llegado a la hamburguesería. Las estuvo observando desde el escaparate hasta que Tania se percató de su presencia y le hizo un gesto con la mano para que se apresurara a unirse al grupo. Durante algunos meses, desde la muerte de su madre, Lo había sido mimada por todas; ahora le tocaba a Lidia: sus padres se estaban divorciando de la peor forma imaginable.

¿Por qué eran amigas? No se parecían en nada. Loreto quiso bendecir la mesa y todas se persignaron aunque ninguna otra era creyente. El novio fantasma de Tania, al que sólo habían visto en un par de fotografías borrosas, ocupó la mayor parte de la conversación. Le siguieron los quejidos de Cristi, por su trabajo de mierda limpiando el edificio más alto de la ciudad. Nadie preguntó a Lidia por el asunto de sus padres, y ella tampoco sacó el tema. Cuando preguntaron a Lo por su vida, se encogió de hombros: su padre bien; Gus, bien. Todo bien. Incluir a Humberto habría implicado demasiadas explicaciones y ella tenía cita con su suegra. Dejó que sus amigas fueran solas al baño. Ella se quedó guardando las chaquetas y los bolsos. En el de Cristi, Lo metió su reproductor de música, para compensar el peso de las llaves que había sustraído.

La hora que todas las tardes Lola solía pasar con su suegra, era el único rato que don Manuel tenía para descansar. Solía aprovecharlo para ir al bar o dar un paseo. Las dos mujeres se sentaban ante la televisión y veían un culebrón sudamericano. Las cataratas sólo permitían a doña Catalina ver luces y sombras. Lola le describía el rostro de los protagonistas, los escenarios, el paisaje y los vestidos. A menudo los adornos que un presupuesto menguado impedía, salían de la imaginación de la joven. La mujer, con un amor maternal y sincero, le había dicho decenas de veces lo contentos que están por su relación con su hijo, su único tesoro.

Otras noches Lola aceptaba la invitación de don Manuel a cenar con ellos, pero no ésta, tenía un compromiso ineludible.

Cincuenta y dos pisos. Un edificio alto para una ciudad de provincias. La vista es impresionante. Casi todo el cielo se ha despejado. Quedan algunos cúmulos verticales, blanqueados por la luz de la luna. Sus formas están tan perfiladas que parecen elementos sólidos, compactos, de metal. En el horizonte las estrellas y las luces de casas y pueblos lejanos se confunden en mitad de la profunda oscuridad. El suelo de la azotea es de grava suelta, resulta complicado caminar por la superficie irregular. El lugar apesta a la grasa de algunas máquinas de calefacción y refrigeración. Hacen ruido, pero sin llegar a ser molesto, se parece al zumbido de un abejorro en verano. La luz de las farolas de la calle es muy pobre. Los conos se abren y expanden sin llegar a adicionarse los unos a los otros, dejando entre la claridad amarillenta mucho espacio de penumbra. Una ambulancia pasa fugaz y acaba con la oscuridad. Tranquiliza a Dolores. Ahí abajo no hay nadie. Deja su mochila de estudiante en el suelo y sobre ella las llaves de Cristi para evitar que se hundan en la grava. El parapeto que delimita la azotea debe de medir medio metro o 60 cm, como una encimera de cocina. Es fácil correr por él sin perder el equilibrio. Treinta metros se acaban en un suspiro. Cuando el suelo deja de sustentar a la joven, extiende los brazos y las piernas y piensa que sólo será un instante de dolor.

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No, yo tampoco sé por qué se suicidió Dolores.

El gran salto (historieta) - Primera parte

Era capaz de dormir con la alarma de media docena de despertadores sonando a su alrededor. Su cerebro había aprendido a ignorarlos. El padre de Loli se desternillaba de risa: Te despierta el pedo de una mosca pero eres inmune a este estruendo. Loli agradecía que su padre la despertara con un beso, las mejillas recién afeitadas, suaves, blanditas porque comenzaba a recuperar peso, apestando a un after shave que ya apenas se comercializaba, pero lo seguía utilizando, aunque tenía que recorrer media ciudad para encontrarlo, porque era el que le gustaba a su esposa. Creía que cambiar de marca era una muestra de deslealtad a ella -una más, después de haber permitido que las voluntarias de la parroquia se llevaran toda su ropa-. 

¿Rosa o negros? La dependienta de la zapatería intentó convencerla para que escogiera los negros: Va con todo y son más sufridos. Dolores optó por los rosa. Las cinchas de los tobillos parecían dedos humanos engarfiados que se los apretaban. Le gustaba esa sensación de opresión. Aunque el rosa no combinaba con el marrón de su falda, se los dejó puesto. Los iba a necesitar al final del día. Después de toda una eternidad utilizando tacones, los primeros pasos que dio con sus botines nuevos le hizo sentirse ligera, ingrávida, capaz de alcanzar con un solo salto el manto compacto y gris con el que había amanecido el cielo. Los días nublados hacían sentir bien a Dolores, eufórica. Incluso en pleno invierno los cielos solían ser brillantes y luminosos, y a Dolores le gustaban las novedades.

La bolsa con la caja de los botines y los zapatos con los que había llegado hasta la tienda, aún en muy buen estado, fueron engullidos por un contenedor de ropa usada. Habría sido un engorro arrastrarlos con ella. Sobre todo a clase, donde los obligaban a usar unas sillas con tableros incorporadas tan pequeñas que parecían destinadas a parvularios. El gordo Guzmán no cabía en ellas y le permitían sentarse en el alféizar de la ventana. A Dolores le daba pena el gordo Guzmán: los días de mucho frío el vidrio exhalaba una temperatura tan gélida, como de cámara frigorífica, que pintaba de azul sus labios y de nada servía la calefacción que encendía las mejillas de los demás y manchaba de sudor la camisa del profesor. El día que Dolores se atrevió a decirle que el sudor había dibujado la cara de un payaso en su espalda y recorrió la forma con su dedo para hacerle comprender a qué se refería, don Humberto comenzó a llamarla Lolita. Era una broma inocente entre los dos que nadie más parecía captar; aunque Dolores se preguntaba si su profesor pensaba en ella alguna vez cuando hacía el amor con su mujer. De haberse atrevido a interrogarlo, habría tenido una respuesta negativa porque hacía siglos que la pareja no mantenía relaciones sexuales.

Comenzó a llover pasada la media mañana, poco antes de terminar las clases. Primero gotitas ingrávidas que parecían copos de nieve al contraluz de las farolas del patio, encendidas de forma automática porque se había oscurecido tanto que parecía el comienzo del anochecer; luego de forma torrencial y con viento, con tanta furia que los vidrios de los viejos ventanales, repiqueteaban, holgados en sus prisiones.

Los compañeros de Dolores salieron en estampida en cuanto el timbre sonó. Ella esperó hasta ver a don Humberto ser engullido por el edificio de los despacho de los profesores, para seguirle. Estaba al otro lado del patio. Podría haber ido por los soportales, pero prefirió atravesarlo y empaparse. Su ropa y pelo goteaban. La tela blanca de su camisa se volvió transparente al adherirse a la piel. Desvelaba la oscuridad de sus pezones, erizados por el frío. Era la hora de la tutoría, a don Humberto no le extrañó que Dolores estuviera allí. Era una de sus mejores alumnas, una de las que más interés ponía en las clases, la que más preguntas solía hacer. Tardó en mirarla porque toda su atención estaba puesta en un mensaje telefónico; luego, durante unos segundos, no supo cómo reaccionar. Estás empapada, dijo. Llueve, fue la escueta respuesta. Del baño cogió una toalla y se la tendió; pero Lolita lo invitó a que lo hiciera él. El nerviosismo se disfrazó de torpeza y la toalla cayó al suelo; ya no fue necesario recogerla; podía dejar de fingir. Uno de los muslos de Lolita estaba entre los suyos, notando la evidencia de su excitación. Antes de que se la metiera en la boca, don Humberto le hizo saber que no necesitaba hacer eso para aprobar, que sus notas eran muy buenas. Obtuvo como respuesta una carcajada. Se corrió en las profundidades de la boca femenina casi de inmediato. La condición de matemático de don Humberto lo obligaba a contabilizar hechos. En su listado mental apuntó: 3 de noviembre, primer día que una mujer bebe mi semen. También pensó, mientras se reflejaba en el espejo del baño, que probablemente era el primer día que lo humillarían públicamente. Quizá colgara lo ocurrido en Youtube o lo denunciara, porque no era comprensible que una criatura como Lolita sintiera algún interés por él: su propia mujer admitía que su único atractivo estaba en su nómina fija.