martes, 26 de abril de 2016

La sangre de Cristo

El día que mi abuela me contó la historia del vino, lloré hasta quedarme sin lágrimas. 

El cortijo se autoabastecía de casi todos los alimentos esenciales: leche, huevos, queso, aceite y vino. El vino y el aceite se conservaban en enormes tinajas medio enterradas en el suelo de la alacena, semejantes a pozos. Una lata y un alambre hacían las veces de cubo y cuerda. Un año la nueva remesa de vino estuvo preparada antes de que hubieran gastado la del anterior. Urgía vaciar las tinajas para limpiarlas y echar el nuevo vino; pero no quisieron vender el viejo porque era de calidad media, no quisieron regalarlo porque era poner en un compromiso a quien lo recibía y no quisieron comprar envases nuevos porque era un gasto superfluo. Sólo quedaba el consumo y durante una semana en el cortijo todo el mundo, sin exceptuar a nadie, bebió tanto vino como fue capaz de tolerar. Pero no a todos les sentó igual. Mientras que a la mayoría no les afectó nada, don José, el médico de la familia, que también vivía en el cortijo porque tenía algún parentesco con mi bisabuela, desapareció durante todo un día y regresó por la noche por su propio pie, magullado, desnudo y embarrado. Nunca se supo qué había hecho el médico durante el tiempo que estuvo ausente. Seguramente dormir la mona en algún rincón.

No es una historia triste, hasta resultaba muy divertida contada por mi abuela: Cuando vimos a don José aparecer con "aquello" colgando nos dio un ataque de risa. Pero el día que se la escuché contar por primera vez, me confundía con su hermana Juana y creía que había pasado hacía pocos días, cuando en realidad se trataba de un recuerdo de su infancia.

lunes, 25 de abril de 2016

Pásalo

La cárcel de Albolote está masificada. Mis vecinos del piso de abajo, que son sudafricanos legales, sólo se pueden dedicar a trabajos de segunda porque no encuentran clases económicas que les permitan aprender el idioma. Una señora jubilada de Pizarra lleva esperando tres años a que la Junta de Andalucía le conceda una ayuda para arreglar el techo de su vivienda que está lleno de goteras y apuntalado. Una de mis cuñadas, que da clase a niños con problemas, tiene este año 40 alumnos, cuando lo aconsejable es tener menos de la mitad. En la zona norte de Granada hay aceras sólo encintadas... Creo que podría seguir enumerando hasta la noche de los tiempos, problemas que necesitan dinero público y que la crisis ha aparcado de momento. 

Internet dice que unas nuevas elecciones en España costaría la friolera de 160 millones de euros, y todo para que los políticos se insulten entre sí y culpen a los demás de la repetición de las elecciones. Lo más probable es que los resultados sean los mismos que los actuales, y volvamos a estar en la casilla de salida.

¿Y si los votantes nos negamos a ir de nuevo a las urnas? Nosotros ya hicimos nuestro trabajo y una gran mayoría fuimos a votar. Ahora les toca a los políticos. Tienen que dar su brazo a torcer y permitir un gobierno. Cualquier cosa antes de obligarnos al despilfarro. 

¡Pongámonos en huelga los votantes el 26 de junio! ¡Impidamos que sigan malgastando nuestro dinero! 


Un rasguño en el presente

El día que fui al asilo regentado por monjas, llovía a mares, caía tal manta de agua que llegué completamente empapada a pesar del paraguas. Pero dentro la calefacción estaba puesta cinco o seis grados por encima de lo que se puede considerar confortable y de inmediato se me secaron los bajos de los pantalones y los zapatos. El ambiente era asfixiante, y al acercarse el mediodía, el aire se llenó del olor a comida de hospital, a comida industrial, imposible de identificar por su hedor. Estaba deseando huir del asilo, pero como si se tratara de un castigo divino, tuve que esperar porque la terminación de mi trabajo coincidió con el inicio de la media hora que la madre superiora dedicaba a rezar. Me pidieron que esperara en un galería acristalada por al que paseaban un montón de ancianas. Sólo mujeres. Si en el asilo hay hombres, supongo que estarán en una sección que yo no pisé. Las mujeres daban vueltas y vueltas a la galería. Ayudadas por personal del asilo o familiares, en grupos o solas. Si se cansaban, se sentaban en unos bancos de madera que había junto a las paredes. Una señora, a la que le faltaban pocos años para triplicarme la edad, me preguntó si sabía cuándo iba a volver su mamá a buscarla. 

Poco a poco las paseantes fueron desapareciendo de la galería e intensificándose el olor a comida. Antes de la una de la tarde, ya no quedaba nadie y a lo lejos se escuchaba el ruido de los cubiertos al chocar contra los platos. El olor era tan intenso que se había convertido en un sabor vomitivo en el fondo del paladar. Sólo un vidrio, ni siquiera doble, me separaba del aire fresco y lleno de aromas de lluvia, pero junto a la manilla de la ventana había una nota pegada que rogaba que no se abriera las ventanas para conservar el calor de la calefacción, y siempre he sido más obediente a los ruegos razonados que a las órdenes severas. 

La espera me pareció infinita, por la atmósfera agobiante y porque se aproximaba la hora en la que había quedado con un cliente. Pero, sobre todo, porque mi imaginación me estaba jugando una mala pasada. ¿Y si el presente que yo creía estar viviendo era un pasado muy remoto, como el de la señora que preguntaba por su madre? ¿Y si de repente me miraba las manos y estaban deformes, arrugadas y llenas de manchas oscuras? ¿Y si miraba mi reflejo en el vidrio de la ventana y me daba cuenta que mi rostro era mucho más viejo que el de mi abuela? Cuando una monja se me acercó sonriendo, por unos segundos temí que fuera a cogerme de la mano y preguntarme: Pero, Rebeca, ¿qué haces aquí? ¿Otra vez imaginando que sólo viniste a trabajar? Venga, vamos, que todas tus compañeras ya están comiendo. Al igual que hizo una de las cuidadoras con la mujer que preguntaba por su madre. Pero sólo era la directora, que ya tenía tiempo para mí.

Cuando pude escapar del asilo, exhalé tal suspiro que mis pulmones se quedaron completamente sin aire.

sábado, 23 de abril de 2016

Preparados para la desilusión

Nunca he tenido mucha fe en la inteligencia de los políticos. Me da la sensación que los realmente poderosos, los banqueros, la Iglesia católica y las antiguas fortunas, apoyan y patrocinan a los más tontos de los partidos políticos para que terminen siendo los líderes de sus grupos. La evidencia la tenemos en los últimos presidentes, todos ellos con un nivel cultural y de inteligencia por debajo de la media de cualquier universitario. La mayoría ni siquiera podía hablar y entender el inglés. Para cualquier trabajo, por cutre e insignificante que sea, se requieren unos requisitos mínimos; para líder político, no. 

Cuando estaba en la facultad, durante unos meses, pertenecí a un grupo político con ideas de izquierdas. El trabajo y los estudios me impidieron ir a las reuniones y como había que pagar una cuota mensual y yo solía estar como la mojama, terminé dejándolo; pero recuerdo con mucha ternura aquellas reuniones llenas de ilusión y la convicción de que el mundo tenía arreglo. Nuestras ideas eran muy peregrinas. El mundo se asemejaba a un campo de batalla donde existían los malos (los otros, el poder establecido) y nosotros, los buenos. 

¿Qué ocurre cuando esos fundamentos políticos y esa rígida separación entre buenos y malos es trasladada al mundo real y de adultos? El ejemplo lo encontramos en el grupo político Podemos. Considerar el poder establecido -al que quieren pertenecer- como los malos, le ha llevado a su líder a soltar una burrada como que Sin personas como Arnaldo Otegui no habría paz. ¿Cómo una persona de izquierdas, que supuestamente defiende la igualdad entre las personas, puede considerar a un sujeto condenado por secuestro y que pertenecía a una banda que pretendía imponer sus ideas a la fuerza, asesinando; un pacifista? 

Si hace medio año Podemos incitaba a la ilusión, hoy día sólo es un puñetazo en el estómago.

viernes, 22 de abril de 2016

El insoportable peso de la nada

¿En cuántas cajas caben vuestras pertenencias? En esta casa almaceno más de 500 libros, zapatos apenas estrenados porque tengo la costumbre de utilizar sólo un par hasta que terminan deteriorados, tanta ropa que cualquier día el armario la vomitará inundando todo el dormitorio, pocas chuminás, los regalos que me hacen mis hermanos y amigos como recuerdo de algún viaje...

No sé decir que no, grave defecto. A principio de semana un compañero me pidió ayuda para un trabajo no remunerado. Tenía que detectar, para su reparación, los desperfectos en un asilo regentado por monjas. Le habían pedido que fuera una mujer la que se ocupara de las zonas de los dormitorios de las monjas, y él pensó en mí. 

Me citaron a una hora tan desalentadora como las seis de la madrugada. Para que tuviera tiempo mientras las monjas estaban en misa y desayunando. Luego tocaba limpieza y no querían modificar su monotonía diaria.

Nada tiene de interés el edificio. Una construcción de los años 70, con pavimento de terrazo y carpintería metálica exterior, que un cuidado excesivo e infinitos repintados anuales habían convertido los perfiles de las ventanas en superficies de apariencia esponjosa y suave, de mal ajuste o imposible apertura.

Fue buen momento para revisar los dormitorios porque fuera diluviaba y algunos tenían problemas de humedad por culpa de la pésima impermeabilización de la azotea. Los paramentos estaban pintados con esmalte sintético, una y otra capa: seguramente tantas como años tiene el edificio. En uno de los dormitorios, la filtración de agua había abombado la pintura como si fuera un globo. Se adivinaba que la burbuja estaba llena de lluvia.

La dueña del dormitorio tenía que mudarse. Pertenecía a una monja que recordaba a una de esas tortugas centenarias de movimientos muy lentos y sin ninguno de sus sentidos activos. Los ojos estaban clausurados por pellejos que caían de sus párpados, pero algo debía de ver porque llevaba una gafas enormes. Como todas sus compañeras estaban ocupadas, me presté a ayudarla con la mudanza de dormitorio, pensando que eso me obligaría a posponer una cita que tenía al final de la mañana con un cliente. Pero me equivoqué. Un cuarto de hora sobró para llevar todo de una habitación a otra. Un puñado de ropa arrancada de la barra del armario, media docena de libros religiosos, un par de cajas llenas de recuerdos y la mesilla de noche completa, donde guardaba la ropa interior y sus medicinas. Nada más. Aquella mujer que parecía haber recorrido un camino interminable por este mundo, no había atesorado prácticamente nada. 

jueves, 21 de abril de 2016

Sale gratis

Me gusta mucho hacer periciales. Tienen bastante de investigación. Exponen un problema y hay que descubrir por qué se produce, quién es el culpable y si existe solución. A una pregunta realizada por alguna de las partes en un contencioso, no se puede responder sin fundamentos. Supongo que por inercia, siempre que me topo con una pregunta más o menos importante, intento analizarla hasta encontrar sus fundamentos. 

Quizás, por eso, intento comprender cómo y por qué un profesor de la universidad de Valencia (según Google), Guillermo López García, culpa a Antonio Muñoz Molina de haber intervenido y ser culpable de la burbuja inmobiliaria que se produjo en España, reprochándole que escribiera Todo lo que era sólido

Sus palabras exactas son:

[...] Que Antonio Muñoz Molina, por ejemplo, publique un libro criticando la locura de la España de la burbuja, como si él (director del Cervantes de Nueva York, escritor y columnista con enorme influencia a través del grupo PRISA, etc.) fuera totalmente ajeno a dicho proceso, no se sintiera concernido con el poder, me parece ilustrativo al respecto. 

Éste es el caso del cegado que critica la paja en el ojo ajeno sin darse cuenta de la viga en el propio. El sueldo del director del Cervantes y de un profesor universitario sale del mismo sitio: nuestros impuestos. Y todos los medios de comunicación están relacionados con una tendencia política, pero considerar que por esta razón Antonio Muñoz Molina no es independiente en su opinión, delata, simplemente, que no lo ha leído.

Lo malo es que los alumnos de este profesor podrán aprender de primera mano que criticar sin fundamento sale gratis.

martes, 19 de abril de 2016

Verde que te quiero verde

Podan los árboles de los alrededores. Cambian el paisaje. Los dejan tan deshojados que recuerdan a esos perros de pelo largo, graciosas bolitas andantes, que al llegar el verano los pelan y convierten en ratas desnudas con piel de testículo. Algo tiene de equívoco la naturaleza que obliga a la poda en una fecha tan extraña. Es ahora cuando apetece que los árboles estén llenos de hojas para dar sombra y para que conviertan en penumbras la claridad que se cuela a raudales por las ventanas que han taponado durante todo el invierno, obligando, incluso en las luminosas y gélidas mañanas, a la iluminación artificial. 

El compresor que utilizan los jardineros municipales no cesa en su ruido. Me roban los diez minutos de siesta que me permito todas las tardes y de la que despierto sin necesidad de extrañas alarmas. El propio sueño me arroja de él con un sobresalto, como si aún dormida, no estuviera del todo inconsciente. 

Sólo el olor a hierba cortada compensa tanto despropósito. 

Muy cerca

Un amigo del antiguo estudio de Barcelona me ha acostumbrado a estar atenta a la página web sismológica del Ministerio de Fomento. Como en Andalucía, y en concreto, en la zona de Granada- Málaga, donde él sabe que me muevo, suelen haber más terremotos que en noreste de España, es rara la mañana en la que no encuentro uno de sus correos electrónicos preguntándome si he sentido el último sismo. Por fortuna por aquí son pequeños, de pocos grados y muy profundos. Se pueden confundir con el paso de un camión o una racha de viento que golpea una ventana cerrada o una puerta con holgura.

El sábado por la noche, una estrella parpadeante y una mancha roja frente a la costa de Ecuador, ya informaba del desastre. Al principio, moderado. Siempre lo es cuando precisan el número exacto de las víctimas; pero con el paso de los días se ha ido desvelando la auténtica magnitud de la tragedia. Ya redondean el número de muertos y heridos. 

Ayer acompañé a mi madre al dentista. Cuando regresábamos a mi casa, después de pasar por el supermercado, en el cruce de las calles Agustina de Aragón y Pintor Zuloaga, ella señaló un balcón y dijo: Mira, una bandera republicana. No es que sea daltónica ni ignorante, es que se le hace complicado imaginar que alguien venido de fuera sea capaz de conservar parte de su identidad. Se trataba de una bandera ecuatoriana, supongo que puesta ahí como homenaje y recordatorio a las víctimas de su país, de las muertas y de las vivas, a quienes les ensombrece la felicidad de haber sobrevivido, encontrarse en la miseria, sin casa ni refugio. 

Y mientras, mi lucha diaria es intentar convencer a los clientes que es una pésima idea quitar hierro a las estructuras de sus obras. Se confían en los constructores, que aseguran que con la mitad de hierro y varios miles de euros de ahorro, su casa no se caerá. Siempre me toca explicarles que, efectivamente, en reposo su casa no se caerá, pero que una buena sacudida puede convertir sus pilares en trozos de plastilina frágil y quebradiza. Sin embargo, a casi todos ellos la idea de un terremoto les parece algo lejano e irreal. ¡Insensato!

sábado, 16 de abril de 2016

De Panamá al reino Nazarí

¡Hasta el moño! Soria dimite y algunos de los suyos lo apoyan asegurando que ese gesto lo honra (¡manda huevos!). Ese gesto lo único que hace es deshonrar, aún más, a personajes como el alcalde de Granada que se aferra a su puesto como si le fuera en ello la vida. Y mientras la economía vuelve a ir de culo. No tengo conocimientos de macroeconomía, pero si tuviera que sacar conclusiones por lo que ocurre a mi alrededor: ahora trabajamos para un despacho de abogados que se especializan en la compra-venta de edificio, para los que necesitan informes arquitectónicos independientes. La mayoría de los clientes son extranjeros y la mayoría están a la espera de que tengamos un gobierno más o menos fijo con una leyes más o menos fijas. No hay que ser un lumbreras para sospechar la principal causa de la desaceleración. 

Tengo una propuesta para la alcaldía de Granada. Hace unos días, a un conductor de autobús se le voló la recaudación (350 euros). Tres personas ayudaron al hombre a recoger los billetes volados, y no faltó ni uno. ¿No podrían presentarse alguno de esos tres ciudadanos ejemplares para alcalde de nuestra ciudad? 

viernes, 15 de abril de 2016

Bifurcación de caminos

En la caja metálica que un día contuvo carne de membrillo de Puente Genil, en la que mi madre atesora algunas fotografías de nuestro pasado, hay muchas en las que aparece mi hermano mayor ante una tarta enorme con una única vela; la escena se repite con mi hermano mediano como protagonista, aunque en menos cantidad; de mi hermano menor sólo existe una. Para cuando yo nací, los eventos especiales, por repetitivos, habían dejado de ser importantes. 

De mi comunión sí hay muchas fotografías, pero resultan dolorosas mirarlas porque son como una despedida oficial a mi padre, en las que aparece ascético, sin pelo, sin cejas, con la piel brillante y tensa, con los ojos rehundidos y el cuello perdido en el holgado de una camisa blanca. 

Pocas fotografías más tengo de mi infancia. Algunas que me hacían en el colegio, siempre con los labios agrietados y la coleta mal hecha. A partir de mis 15 años sí tengo muchas, mi hermano mayor pasó por una prolongada, casi indefinida, y precisa etapa de fotógrafo-reportero. Se compró una cámara carísima, exigió uno de los baños como cuarto oscuro y cualquier evento, por insignificante que fuera, terminaba como negativo en alguna de las carpetas que aún conserva. Del día de mi 15 cumpleaños hay una foto. Estoy apoyada en el ciclomotor que me habían regalado (heredado). Era un trasto, le llamábamos de forma cariñosa el yerro, porque pesaba mucho y corría poco. Qué importante y mayor me sentía. Hasta entonces no me habían dejado acercarme a cualquier vehículo que no funcionara con tracción animal y propia (sólo bicicletas, también heredadas de ellos). 

Qué infinito y tortuoso fue el camino hasta alcanzar los 15 años. Con cuántos amigos y conocidos, que aún son importantes para mí, me topé. Cuántos acontecimientos ocurrieron, de los que guardo detallado recuerdo en mi memoria. Qué interminable parecía cada curso...

Mi sobrina cumplió hace unos días 15 años, pero lo celebra mañana con sus amigos. Hará una barbacoa en su casa. Prohibido los adultos. Tiene su propio mundo. Se ha convertido en una extraña, independiente. Yo aún la recuerdo mirándome desde las profundidades, palmeándome la pierna para que le prestara atención, exigiéndome acompañarla a todas partes, asombrada del mundo, de todo cuanto ocurría a su alrededor. Qué rápidos han pasado sus primeros 15 años de vida. 

jueves, 14 de abril de 2016

Como una garrapata

Cuando mi sobrina era pequeña tenía la costumbre de aferrarse a las piernas de cualquiera y no soltarse durante horas. Decía ser una garrapata y se aferraba con tanta fuerza que era imposible soltarla. Desde entonces tiene el apodo de Bicho. 

El alcalde de Granada, Torres Hurtado, se ha aferrado a su cargo de igual forma: no hay quien lo eche. Tal vez una moción de censura podría. Su excusa: ser inocente de todo. La realidad: importarle un pairo la ingobernabilidad de la ciudad. 

miércoles, 13 de abril de 2016

Lento, muy lento

Tengo un amigo, se llama Mario y padece una distrofia muscular. A veces nos quedamos hablando hasta las tantas de la madrugada por skype, y, por supuesto, en esas interminables charlas tocamos todos los temas, pero el que más nos gusta es imaginar el futuro. A él le gusta quedarse en un futuro cercano y realista. En su mente tiene diseñado un esqueleto externo que le permitiría autonomía a quienes sufren su problema. Está convencido que sería viable en la actualidad y que sólo no necesitarlo alguien con suficientes medios económicos no lo ha hecho real aún. Mi imaginación, sin estar impelida por un problema real, vuela hasta los nanorobot y las cirugías internas. 

Mi cuñada dice que está hasta los ovarios de la política de su hospital. Esas palabras en su boca suenan más chocantes que una monja de clausura maldiciendo los clavos de Cristo. La han apartado de dos casos importantes. Ella asegura que es por racismo de los pacientes, aunque el hospital lo ha disfrazado de reajuste de plantilla para no tener problemas. Y lo malo es que le da la razón a los pacientes, quienes saben que las personas de color suelen estudiar, por falta de medios económicos, en peores universidades y, por lo tanto, están peor preparadas. Aunque no es su caso porque estudió en Inglaterra y tiene tantos títulos que podría empapelar un salón de actos sin dejar resquicios. Y ni siquiera puedo consolarla asegurando que esos núcleos de racismo son aislados porque mis vecinos quieren prohibir al propietario de uno de los pisos que se lo alquile a sudamericanos y africanos porque, según ellos, devalúa el inmueble.

Qué lento, lento, lento llega el futuro.

martes, 12 de abril de 2016

El placer de la nada

Estos días me he dado cuenta que me gustan mucho los árboles de hoja caduca porque proporciona a la ciudad dos paisajes muy diferentes: uno desnudo, muy limpio, de líneas puras y otro con el color verde brillante rompiendo la monotonía de los colores desvaídos por el polvo de la contaminación en los edificios. También me he dado cuenta que me gustan las sombras alargadas del atardecer, pero no sé por qué razón. 

He tenido mucho tiempo para observar por la ventana. Llevo unos días con un fuerte resfriado, o tal vez sea gripe. Si acerco la frente al frescor del vidrio de la ventana, se forma una nube de vaho en le punto de contacto, y me duelen las articulaciones, como si fuera una anciana con reuma. 

Desde el domingo hasta hoy que se ha vuelto a marchar Guille, no he tenido que ocuparme de nada. Sólo de mirar al exterior y ver pasar a los extraños y el tiempo. Ha sido agradable este descanso forzoso, permitido por no tener que entregar ningún trabajo de forma inmediata. Los trabajos inminentes levitan en una nube de indecisión por culpa de la falta de gobierno. 

domingo, 10 de abril de 2016

Granada es una fiesta

Cuando era pequeña, me gustaba acercar el dedo a un hormiguero y dejar que los bichos negros, grandes y cabezones se subieran por mi mano. Era agradable sentir el cosquilleo de sus patitas diminutas andando por mi piel. A veces hacía que una de aquellas hormigas enormes y negras, también las había rojizas, me mordieran la uña. No me hacían daño, pero sentía la fuerza que ejercía. Otra de las putadas que me gustaba gastarles a aquellos inocentes bichos que iban a su bola y habían tenido la mala suerte de toparse con mi aburrimiento, era cubrir el agujero del hormiguero con una maceta. Las hormigas que habían quedado fuera correteaban confusas de un lado para otro, perdidas, desorientadas. 

Comienza el jueves de madrugada como una marcha callejera esporádica de grupos que van de un lado a otro, que gritan porque quieren hacer notar su presencia a los durmientes o porque la música muy alta del última lugar donde estuvieron les ha producido una sordera residual. Les sigue el viernes, en los que los grupos callejeros de sordos vocingleros no cesan pero se les añade el ronroneo lejano de música estridente a altas horas de la madrugada y que sólo perciben los insomnes o los muy sensibles. Pero llega el sábado... ayer los estudiantes de la planta baja de mi bloque hicieron una fiesta que comenzó a media tarde y habría durado tal vez hasta esta mañana si la impaciencia de algunos vecinos no hubiera intervenido. Hubo gritos y amenazas de exigir a su casero que los expulsaran. Fueron efectivas. Antes de las tres se hizo el silencio. De estos hechos me he enterado por mi vecina del segundo, una de las interviniente en los acontecimientos. Yo andaba aislada del ruido más por la concentración en el trabajo que por los auriculares que me había encasquetado en las orejas. 

Vallaron el botellódromo, no sé si de forma indefinida, pero los estudiantes juerguistas se han convertido en esas hormigas que pululan de un lado para otro buscando su nueva ubicación, desorientados y perdidos. 

viernes, 8 de abril de 2016

La relatividad del tiempo

Es agradable sentarse en el patio de la casa de mi madre al mediodía. Ya hace calor en esta época del año los días soleados. Los rayos del sol caen verticales. El único árbol que tiene, en el centro, un limonero, creciendo oprimido en un minúsculo alcorque recortado en la solería de gres, tamiza la luz, sin éxito al proporcionar sombra porque aún es escuálido, como un adolescente que crece flaco y alto. 

Dos de los cuatro paramentos que delimitan el patio son tapias bajas, de menos de dos metros. No están coronadas por vidrios de botellas rotos. Dan a otros patios, a viviendas de vecinos conocidos y de confianza. La voz dulce, infantil y aguda de un anciano se mezcla con el trino de los pájaros. El hombre habla por teléfono. Su monólogo, a gritos, no porque tenga problemas de oído, sino porque parece extrañarle que la tecnología permita llegar con nitidez las voces a lugares lejanos; resulta incoherente para nosotras. Cuando dejamos de oírlo, mi madre pregunta, también a gritos: ¿Todo bien, Abuelo? A ese hombre lo llaman Abuelo incluso personas con bisnietos, aunque él nunca tuvo descendencia. 

- Todo bien, Paquita. Nada, unos bobos, que se han empeñado en que ponga Internet en casa. 
- Son unos pesados. El otro día casi se me quema la comida por su culpa. Llaman en el momento más inoportuno. 
- ¿Tienes visita, Paquita?
- Mi niña, la pequeña, que ha venido para ver que aún no me he muerto. 
- Hola, niña. ¿Cómo va el colegio? 
- Bien, gracias por preguntar, Abuelo. 
- Me voy para dentro, a ver si friego los platillos del desayuno. Que lo paséis bien, niñas. 

Se callan las voces, pero en ningún momento se hace el silencio en el patio de la casa de mi madre. El trino de los pájaros es ensordecedor. Al Abuelo le hacen falta cuatro años para completar el siglo, como él dice. Mi madre sonríe, coqueta: Es agradable que alguien aún me considere joven.

martes, 5 de abril de 2016

Lo que no perdona

Me hago vieja. Tengo canas, no muchas. Cinco he encontrado en una inspección capilar instigada por el aburrimiento (llevo esperando toda la tarde un plano topográfico que debe mandarme Guille; su otro trabajo no le ha permitido terminarlo aún). Las canas son gruesas, bastas, parecen ríos llenos de meandros. Pero no son esos pelillos blancos los que me hacen vieja. Tenía una compañera de piso que a los 20 años ya lucía una melena gris. Como había leído no sé dónde que las canas aparecen por un gran susto o disgusto, inventaba historias lúgubres para explicarlas, que revocaban sus padres en cuanto aparecían, incluso sin necesidad de abrir la boca: ambos parecían albinos y resultaba inevitable culpar de las canas de mi compañera a la genética. 

En mi mundo de periódicos digitales y breves instante televisivos, el único mérito que puedo achacarle a Cristina Pedroche es que todas las navidades cubre con visillos su desnudez. Hace algunos años, ante la afirmación de este personaje televisivo de que nunca pone los intermitentes porque le molesta el ruidito,  habría aplaudido porque pensaba que era una muestra de rebeldía desobedecer las normas y a la autoridad, ahora sólo creo que es una insensata y una imprudente sin capacidad para imaginar el daño que puede hacer, sobre todo, a ciclistas y motoristas.


Con la edad gano sensatez. Puede que no esté tan mal hacerse vieja.