Eli, la limpiadora, demostró tener más sentido común que todos los que trabajamos en el estudio sentados a las mesas. Huy, qué penumbra, dijo y arrancó todas las banderas con las que habíamos tapizado los cristales que dan a la terraza. Una española, una europea, una andaluza y una catalana (en realidad, era un banderín de señalización de pista poco adherente de las carreras de motos, pero que funcionaba muy bien como sustituta). Cuando Eli retiró las banderas, me acordé de un corto cinematográfico: dos ancianos, una pareja, en un apartamento umbroso. De repente entra la luz del sol por la ventana: se acababan de caer las Torres Gemelas.
Los balcones siguen llenos de banderas, casi todas españolas. Se resisten a quitarlas. ¿Y si nos ocurre como en el Ángel Exterminador de Buñuel?: todos quieren irse de la fiesta pero nadie lo hace. Puede que quieran quitar las banderas, pero un temor interior e irracional les impide hacerlo. Tal vez haya que esperar a un vendaval, o, aún peor, al fracaso de la selección española de fútbol en algún campeonato importante.
Mi exsuegra vino a visitarme, ella sola. Siempre creí que la mujer estaba incapacitada para moverse sola por el mundo. Me sorprendió. Caminamos por las calles gélidas de Granada. Un día antes había nevado. La nieve se había ido, pero quedó el frío. Se tomó cada una de las banderas colgados en los balcones como una afrenta personal. ¿Es que no se les ocurre otra forma mejor de protestar? ¿Qué valor tiene un trapo colgado? No se me ocurrió una respuesta sensata que no la hiriera.
¿Qué valor tiene un trapo colgado de un balcón? La verdad es que no estoy muy segura pero, francamente, creo que algunos trapos colgados son un acierto y una necesidad, la única forma de reivindicar la justicia para nuestra Patria.