lunes, 29 de junio de 2015

Caminando entre fantasmas

En más de una ocasión he pensado que la vida es como un círculo: nacemos desdentados, feos, arrugados, calvos y dependiendo de otras personas y morimos, si llegamos a muy viejos, de igual forma. Si esta teoría fuera verdad, yo ya he pasado el ecuador de mi existencia porque poco a poco volvemos a la monotonía de hace dos o tres años. Guille recuperó el estudio de Barcelona antes de volver, tenemos pensado regresar a casa en cuanto las viviendas que estamos haciendo ahora en la costa malagueña estén terminadas y hemos vuelto abrir el estudio de Málaga. El mismo que dejamos hace unos meses, cerca de la calle Larios, con unas vistas a la catedral que serían asombrosas si un castillete del edificio de la Telefónica, no las segmentara en dos. Incluso los muebles son los mismos. Los habíamos vendido en una tienda de segunda mano. No merece la pena comprar nuevos porque será una oficina de tránsito, a la que ir de tarde en tarde para quedar con los clientes. 

El dueño de la tienda de segunda mano nos llevó a su almacén, que está en el sótano de un edificio antiguo. Todo el suelo de Málaga supura humedad. La capa freática está muy cerca de la superficie. El sótano tiene su microclima, parece un invernadero. El aire resultaba casi irrespirable, saturado de olores extraños, una mezcla a maderas nobles, roña y humedad. Sobre todo humedad, tanta que imaginé que si abría uno de los cajones de cualquiera de los muebles que se amontonaban pegados a las paredes o formando pasillos, los encontraría llenos de champiñones. El dueño nos llevó a toda velocidad hasta el rincón donde tenía los muebles de oficina. Decenas de sillas giratorias, de escritorios, de flexos, incluso de inservibles fotocopiadoras que ya nadie quiere. El dependiente nos informó que ya no acepta muebles de oficina porque no tienen salida. La muestra estaba en que los nuestros, los que vendimos unos meses atrás, nos esperaban envueltos en fantasmales plásticos blancos, impolutos, aún conservando nuestro olor y las muescas y manchas inevitables del uso. 

Con mis compañeras de piso de estudiantes, tenía un juego: ¿en qué tipo de tienda te gustaría quedarte encerrada durante toda una noche? ¿Una lencería? ¿Una tienda de golosinas? ¿Un centro comercial?... Yo siempre escogía una tienda de informática. Ahora cambiaría. Escogería un almacén como en el que estuvimos, tan lleno de muebles que resulta inevitable el temor a morir aplastada ante el más mínimo sismo. Tan lleno de pasado, de recuerdos ancestrales, de fantasmas ya olvidados, que dan ganas de imaginar la existencia de sus dueños para que aún no mueran del todo. 

sábado, 27 de junio de 2015

El peor castigo

Lo malo de los errores no es cometerlos. Lo malo de los errores es no aprender nada de ellos.

Esta noche hemos celebrado una pequeña fiesta en la terraza de nuestro piso. Algunos amigos de Guille y sus esposas. Cuatro parejas y nosotros, nadie más. Comida de barbacoa y ensaladas en platos de plástico. Mucha bebida. Cerveza y sangría. Y, sobre todo, conversación. Es gente normal. Un informático, tres profesoras, dos parados, un amo de casa y un enfermero. Todos con descendencia. Un hijo por pareja, como si España impusiera las mismas leyes sobre la natalidad que China. 

Suelo estar tan sumergida en mi mundo, limitado al intercambio de opiniones con Guille, mi madre, mis hermanos y primos, que en cuanto emerjo, me asombro por lo que descubro. Una de las parejas que nos acompañaban esta noche, muy dada al deporte y la vida sana, está en contra de la vacunación masiva. Cuando les preguntamos si no tenían miedo de que a su hijo le ocurriera lo mismo que al niño de Olot, nos soltaron una retahíla de datos específicos que fuimos incapaces de rebatirles por desconocimiento. Entre ellos, que en mayo de este año dos bebés murieron después de haber sido vacunados de hepatitis y que el gobierno lo había silenciado porque están conchabados con las farmacéuticas. Cuando se fueron y pude sentarme ante el ordenador, comprobé el dato. Efectivamente, dos bebés murieron tras ser vacunados, pero ocurrió en México y por vacunas que aparentemente estaban en mal estado. Supongo que le resto de información que nos dieron sería semejante a ésta: tergiversaciones de la verdad. 

Tienen mascota. Un perro enorme con cara de malas pulgas y cuya foto enseñan con orgullo como si se tratara de parte de su descendencia. Las vacunas para las mascotas son obligatorias. Me pregunto si también muestran su rebeldía contra el sistema y se niegan a vacunar a  su perro.

Oídos sordos

En qué mundo más contradictorio vivimos. 

La fiscalía llama a declarar a Guillermo Zapata por sus tuits en los que hace chistes sobre el holocausto, Irene Villa y las niñas de Alcácer. No eran chistes propios, estaban entrecomillados y los puso para defender la libertad de expresión por el revuelo que se formó por unos comentarios de Nacho Vigalondo negando el holocausto en su blog de El País (por los que fue despedido). 

El que Guillermo Zapata considere humor negro unos hechos luctuosos con víctimas concretas, lo inhabilita para ser el concejal de cultura del Ayuntamiento de Madrid. Tema que debería haber quedado zanjado en cuanto dimitió a petición de la Alcaldesa. 

Pero, ¿tiene sentido la imputación de la fiscalía? Después de escribir en Google Recopilación chistes Holocausto, en menos de un segundo el buscador ha encontrado 388.000 entradas. Para ser ecuánimes la fiscalía debería imputar a cada una de esas personas cuyos hechos son semejantes (o peores por ser muchos de los chistes originales de quienes los publican) a los de Zapata. También deberían imputar a los directores de todos los periódicos que han transcrito los supuestos chistes para dar la noticia. A fin de cuentas, los hechos son los mismos, aunque el propósito inicial haya sido diferente. 

A pesar de creer que Guillermo Zapata está muy errado por encontrar humor en unos hechos tristes, lamentables e injustos, me parece que muchos lo han oído pero que pocos lo han escuchado (sólo copio unos chistes que ya pululaban por la red). Una imputación segregada es la persecución a la persona -o al partido político-. ¿Está la fiscalía defendiendo a las víctimas o al engranaje gubernamental para impedir que nuevas piezas entre en él?

En el recuerdo

Mi aparejadora busca a su tío-abuelo. Se llamaba Agustín Caballero Cabello y desapareció a mediados de 1.937 en Almería. Recuerda que su abuela solía participar en muchos juegos de azar. Era una mujer austera, nada dada a los caprichos y lujos. En una ocasión le preguntó en qué se gastaría el dinero, si alguna vez ganaba y la mujer le respondió que en poner todos los medios posibles para buscar a su hermano porque le atormentaba más temer que la vida lo hubiera llevado a la indigencia y la necesidad que saberlo muerto; aunque esto último era lo más probable. Lo habían llamado a filas poco después de empezar la guerra civil española. Estuvo un par de meses haciendo la instrucción en Córdoba y luego lo trasladaron a Almería. No quería luchar. No quería mancharse las manos de sangre. El resquicio de una deserción, mantuvo la esperanza de encontrarlo con vida hasta la propia muerta de la abuela de mi aparejadora. Ella ya no lo cree vivo, pero le gustaría saber qué ocurrió con su familiar por simple curiosidad, por respeto a la memoria de su abuela y por deseos de tener en este mundo algún lazo de sangre. 

miércoles, 24 de junio de 2015

Los ladrones del silencio

A las 5:20 de la madrugada llamaron al teléfono fijo. ¡Menudo acojone! ¿A qué velocidad recorren los pensamientos las conexiones neuronales? Aún estaba despierta, terminando algunos planos del último proyecto que tenemos, con el teléfono sobre la mesa. Dos segundos, no más, sobraron para temer que algo malo le había pasado a mi madre y alguna vecina me llamaba, que algunos de mis hermanos había tenido un accidente, que mi sobrina no había vuelto a casa del colegio y mi cuñada se daba ya por vencida y comenzaba a llamar a todos... Hasta pude imaginar que alguna de las obras había colapsado. Nadie respondió a mi petición nerviosa de respuesta. Después de tres digas, colgaron. El número desde el que habían llamado era el 920806381. Buscando en Internet me he enterado que corresponde a la compañía Jazztel, y que tienen la mala costumbre de llamar a horas inusitadas e incómodas. Pero, ¿con qué propósito? Si ayer me hubiera contestado alguien con una propuesta comercial, independientemente de la profesión que ejerciera su progenitora, lo habría considerado un ser engendrado en un burdel (un hijo de puta). 

Me quejaría, como me quejo siempre que llaman a horas menos intempestivas y sí responden; pero dudo que sirva de algo. Exigir que no vuelvan a llamar, que no molesten más, son palabras baldías. 

Me gusta mucho trabajar de noche por el silencio, porque nadie molesta y me puedo concentrar y olvidarme de cuanto es ajeno a la estructura de un edificio o una medición. Espero que la falta de respeto con las que nos tratan todas esas compañías de Internet y telefonía, no se dilate y se apoderen también de nuestras horas nocturnas. 

lunes, 22 de junio de 2015

La siesta

Qué pereza. Guille apenas termina de comer, se tumba sobre las sábanas de la cama. La costumbre impone la división de los trabajos de la casa. A él le toca hacer de comer, yo me ocupo de quitar la mesa y fregar los platos. Es un buen durmiente: dos horas de siesta más las ocho horas de todas las noches. Necesita recuperar horas de sueño porque el último mes en Barcelona, antes de volver, fue caótico, con jornadas de 10 o 12 horas seguidas de trabajo. 

Qué calor. Tal vez debería ceder, permitir que el sentido común ganara a mi cabezonería y poner el aire acondicionado, inventarnos un microclima entre nuestras paredes de cristal. Pero me gusta que en verano haga calor, y sentirlo, incluso me gustan estas horas que invitan a dejar para más tarde cualquier labor que requiera un mínimo de esfuerzo físico o mental. Horas buenas para leer un rato o ver algún capítulo de un dorama

Qué raros serían los surcoreanos si los doramas fueran fiel reflejo de su auténtica personalidad. Ninguno sabría besar. Los besos en esas series son como los de niños de cuatro años que intenta imitar a los adultos y pegan los labios apretujados, como si temieran contagiarse de las miasmas del aliento del otro. No fornican, ni hacen el amor ni tiene relaciones sexuales. El mundo en esas series está lleno de Cenicientas (tal vez por eso tengan tanto éxito). El alcohol es una válvula de escape ante cualquier problema... menos mal que también están las películas surcoreanas que los vuelven más normales y parecidos a nosotros, casi cercanos. 

El calor parece dilatar la distancia que existe entre las neuronas y dificulta el pensamiento. Qué pereza.

domingo, 21 de junio de 2015

Como Dios manda

Mi prima Mari Ángeles murió en 2006 por un cáncer de páncreas a los 32 años de edad. La hija que dejó lleva su mismo nombre, pero todos la conocemos como Heidi porque tienes enormes ojos marrones, el pelo corto y sus mejillas siempre están sonrosadas. El único error que mi prima cometió en su vida, fue escoger al hombre que la hizo madre: se desentendió de la niña después de su muerte, a pesar de las promesas que le hizo. La niña ahora, aunque supuestamente es al contrario, se hace cargo de su abuela paterna, una mujer mayor y achacosa. 

Si nos rigiéramos por los baremos morales de la religión católica, que es la que ha tocado en suerte en esta parcela del mundo, serían delitos la envidia, la gula, la pereza, la soberbia... En lugar de jueces necesitaríamos lectores mentales. Por fortuna nuestro código penal se acomoda a la condición laica de nuestra sociedad y se castiga, principalmente, los daños reales a terceros. Tal vez mi prima en algún momento se quedara un rato en la cama después de que tocara su despertador o se inflara a comer pasteles aunque su apetito ya estuviera saciado. De lo que sí estoy segura es que jamás hizo daño real a nadie. Me pregunto, según los criterios del sacerdote Calvo que considera que Los pecadores públicos pueden sufrir enfermedades como castigo divino, a qué achacaría el castigo divino que sufrió mi prima. Tal vez al sólo hecho que fuera mujer. 

En realidad poco importa lo que haya dicho el sacerdote Calvo, un personajillo televisivo cuyo único conocimiento público se debe a las barbaridades y sinsentidos que vomita. Un troll con alzacuellos. Un tío como Dios manda: homófobo, machista, intolerante y retrógrado. Su castigo divino está en vivir en una sociedad que avanza en sentido contrario al de su mentalidad enquistada en el pasado.

Bifurcación de túneles

¿Dónde está el principio y el fin de las cosas? Un buen día te vistes por la mañana, desayunas como siempre, y esa misma ropa que te has puesto indiferente a primera hora es cortada sin miramientos en la camilla de un hospital porque es más importante salvarte la vida y lo más probable es que no vuelvas a necesitarla porque todo haya acabado. Dice mi madre que lo único definitivo, que lo único que no tiene remedio en esta vida, es la muerte (cuando utiliza el sentido común se suele olvidar de sus creencias religiosas). 

Exceptuando a Rajoy, y a los banqueros, para quienes nunca existió, la crisis no ha acabado. Hace pocos días recibía el e-mail de un compañero ingeniero contando las dificultades por las que ha pasado los últimos años y solicitando trabajo para sus ex-empleados. Supongo que la mayoría os reiréis porque os estoy pidiendo que en mitad de un mar embravecido le cedáis el salvavidas a quienes no conocéis de nada, decía. 

Para nosotros tampoco ha acabado la crisis. Hay que trabajar el triple que antes de la crisis, rebajando tantos los precios de los proyectos que a menudo son ridículos, intentando siempre esquivar a la Administración porque lo más seguro es que cobres cuando ya estás en la ruina. A veces me pregunto si nos hubiera ido mejor de quedarnos en Barcelona. Si hago la pregunta en voz alta, Guille me responde con una negación de inmediato, sin pensarlo. Para nuestros compañeros del estudio de arquitectura de Barcelona donde trabajábamos los dos, también ha sido complicado salir adelante. La mayoría han perdido: sus casas, su dignidad, su nacionalidad y/o su profesión. 


martes, 16 de junio de 2015

Nos vigilan

Mi prima Tani es la única que ha heredado el color verde de los ojos de mi abuela. Alguno más de mis primos los tiene también verdes, pero los de ella son muy puros, sin rastro de color marrón. Con una genética que es un asco (dislexia y la mala costumbre de morir jóvenes) está bien beneficiarse de una de las pocas cosas que pueden favorecer a llevar una vida mejor (sus ojos verdes son muy llamativos y la belleza, aunque se afirme lo contrario, ayuda muy a menudo). Como contrapartida también ha heredado lo que mi madre llama la montaña de granos de arena de la familia: tenemos la mala costumbre de atormentarnos por nimiedades, cualquier minucia, por insignificante que sea, se convierte en una gran preocupación. 

Ayer coincidí con ella en casa de mi tío de Málaga. Ahora que no trabaja, lleva una vida sencilla en Murcia. Convive con otro de mis primos, que no lo es suyo. Salen adelante con lo poco que él gana haciendo chapuzas a domicilio. Antes era cajero en un banco. No sé por qué medios, ni ella me lo ha querido decir, se ha enterado que están vigilando sus movimientos bancarios por blanqueo de dinero. Llora y se frustra. Ya ni siquiera tiene coche, sus gafas son de hace cuatro años, hace siglos que no va al dentista y la ropa que usa o es vieja o de mercadillo. Lo que antes consideraba necesidades básicas, ahora se han convertido en lujos. ¿Tengo pinta de estar blanqueando dinero?, pregunta. 

Mi prima cree conocer la sinrazón por la que la están vigilando. Cinco o seis meses al año su hermano le da dinero para que se lo meta en el banco. Mi primo trabaja, los bancos únicamente abren en horario laboral, ella está desocupada, sólo es un favor que le hace. Para ahorrarse los 3 euros que cobran por comisión los bancos si alguien hace un ingreso en una cuenta que no está como beneficiario, primero mi prima lo ingresa en su cuenta y luego le hace una transferencia a su hermano. La cantidad total no supera los 3.000 euros anuales. Se amarga. No sabe si ha hecho algo mal, si existe algún delito en unos actos que a todos nos parecen completamente inocentes. No hay forma de tranquilizarla. Si todo lo he hecho bien, ¿por qué me vigilan?, pregunta. Porque debe ser muy frustrante vigilar a quienes sí cometen delitos, a los poderosos, a los políticos, a quienes mucho tienen; porque a ellos se les suele perdonar todas las fechorías que hacen . Pienso, pero callo, por no atormentarla aún más. 

domingo, 14 de junio de 2015

Las dos caras de la verdad

Nos manipulan. 

¿Qué ocurre si compras una camiseta por dos euros? Seguramente que estás facilitando el trabajo basura y una mujer joven del tercer mundo tenga jornadas de 16 horas, cobrando por cada hora 13 céntimos.  Es un resumen de lo que explicaba hace algunos días varios periódicos. 



Pero, ¿qué ocurre si no compras esa camiseta? En un mundo perfecto, el gerente de la empresa tendría que dignificar el trabajo de sus empleados. La realidad es muy distinta. Desde este verano en el que me topé con un trabajo de esclavos en la provincia de Granada, donde un grupo de mujeres aceptaban echar todas las horas que se les exigieran en condiciones insalubres (sobre charcos de agua y en un ambiente lleno de polvo), sin ningún descanso durante los dos meses que estaban contratadas, y sin un horario fijo (podía trabajar cuatro o 14 horas al día), sé que para muchas personas esa es la única salida. 

Si todos nos negáramos a comprar la camiseta de 2 euros, seguramente el empresario se buscaría un taller clandestino en los arrabales de cualquier ciudad del país, con unas condiciones semejantes a las de los trabajadores del tercer mundo. La marca made in Spain serviría para encarecer el producto. Más ganancias para el empresario y ninguna para los trabajadores originales que se verán obligados a encontrar otros medios para subsistir aún más deplorables (prostitución o buscar comida en los basureros). 



Hasta que políticos y sindicatos no nos creen un mundo laboral sin injusticias, mi conciencia soportará comprar camisetas a dos euros. 

(Me pregunto si no fueron las marcas textiles de alta calidad las que orquestaron la campaña de concienciación para impedir la compra de camisetas a dos euros). 

La cueva

En el destacamento de aviación donde pasé la mayor parte de mi infancia -la mía se acabó a los seis años-, había un cerro inaccesible y en la cúspide del cerro una cueva. Todo lo que no se puede conocer suscita curiosidad. ¿Qué escondían en la cueva? Había dos versiones. La de los adultos: la cueva era como un enorme trastero lleno de objetos rotos y viejos desechados por otras bases militares. La de los niños: estaba lleno de armamento caducado y si alguna granada o barreno estallaba se produciría una explosión en cadena que nos llevaría todos al otro barrio porque el cerro sería como un volcán. Se descabezaría con tanta potencia que lloverían rocas hasta Bobadilla Estación, que era el pueblo más cercano, a un par de kilómetros. 


La versión real resultó ser la menos creíble, la de los niños; pero yo siempre preferí creer la de los adultos, por pura tranquilidad. Resulta complicado conciliar el sueño si piensas que no vas a despertar porque morirás aplastada por una roca. Así que durante mucho tiempo pensé que aquella cueva era un enorme trastero, lleno de objetos extraños, desde camas decimonónicas a percheros con abrigos de pieles colgados (el de una vecina pareció durante mucho tiempo, en el estercolero del destacamento, un animal muerto medio hundido entre los desperdicios, por eso pensaba que los abrigos de pieles eran objetos de desecho). 


domingo, 7 de junio de 2015

La puta (historieta)

Voy a contarles la historia de mi vida. Me gustaría empezar por el principio. A mi amiga Vane le ha contado su madre que tardó ocho horas en parirla y que tuvieron que utilizar forcep para sacarla, por eso tiene la cabeza apepinada y ni una foto de chica. Mi madre no. Ella jamás me habló de su parto. Me decía, cuando yo aún no tenía mucha sesera, que quien de verdad me había parido fue mi hermano gemelo. Lo tuvo a él solo. Durante cinco días vio cómo el niño iba consumiéndose, sin que en ningún momento parara de llorar, a la vez que se le inflamaba la panza como si estuviera a punto de estallar, hasta que finalmente lo hizo. Era yo que, al no tener ningún orificio por el que salir, lo reventé. No era muy bonita la historia que me contaba mi madre, pero sí lo suficientemente buena para explicar por qué jamás me quiso. 

Hasta que fui capaz de soltarme de la falda de mi madre, pasé el tiempo de rosarios en rosario y de novena en novenas, sin apartarme nunca de capillas y sotanas. El aburrimiento es muy capaz de deshacer cualquier atadura y antes de que a otros niños les dejaran ir solos al colegio, yo ya disponía de libertad para hacer lo que me placiera mientras en el cielo aún hubiera luz. Creo que mi madre estaba convencida que las cosas malas sólo podían ocurrir de noche. Aunque mi profesión se inició de día. En el colegio. En el baño de los chicos. Un compañero me ofreció una chocolatina a cambio de que le enseñara mi cosita. La chocolatina ya estaba mordisqueada. Me subí la falda, me bajé las bragas y dejé que mirara mientras acababa con el resto de chocolate. Mi compañero no tenía escrúpulos, pero sí una bocaza muy grande. Antes de que acabara el curso, no había compañero masculino que no conociera a la perfección mi anatomía. Un bocadillo de jamón de la cafetería por la rajita, dos chocolatinas por las tetas y una bolsa de gominolas por el culo, era mi tarifa. Supongo que algunos de mi compañeros pensó que aquello era pecado y lo soltó en el confesionario, y el cura se lo chivó a mi madre porque, aunque nadie nos pilló haciéndolo, uno de los últimos días de clase, al volver del colegio, me dio tal paliza que me mandó al hospital y asuntos sociales a una casa de acogida. 

La cosa cambió poco para mí. En lugar de volver a casa todas las noches, lo hacía al piso de acogida, y en el nuevo colegio, con compañeros ya mayores, las golosinas se convirtieron en dinero y los simples vistazos en mamadas, cubanas, penetraciones y griegos. No era tan malo. Durante el ratito de la conyunda, me hacía la ilusión de que alguien me quería. 

Pero toda historia de putas tiene su puntito de felicidad. El mío llegó con un cliente, el padre de un compañero del instituto. Después de fornicar, me dio una tarjeta para que me presentara a una prueba de actriz. Siempre pensé que estar delante de las cámaras significaba convertirse en famosa; pero yo no he pasado nunca de ser una actriz de medio pelo, aunque sí lo suficientemente conocida para que más de una persona gire la cabeza cuando me ven pasar o para salir en la portada de alguna revista. 

Un día se me ocurrió llamar a mi madre para decirle que le había perdonado por la paliza. Me soltó que rezaba todos los días para que me muriera. Yo no había pensado en Dios desde que era una renacuaja, desde que andaba todo el tiempo agarrada a la falda de mi madre. Imaginé que si ella podía rezar por mi muerte, yo podía hacerlo porque se arruinara y necesitara pedirme ayuda. Dios debe de ser como todos los tíos. El mismo día que estrenaba mis ubres nuevas -medio kilo de silicona en cada teta-, una amiga de mi madre me llamó para que fuera inmediatamente al hospital porque le había dado un yuyu y estaba muy malita. Dicen que los caminos de Dios son inescrutables. No sé muy bien qué significa esa palabra, creo que algo así como que hace lo que le da la gana. 

Ahora tengo fama de buena hija, de una hija ejemplar, porque arrastro a mi madre a todas partes; incluso al plató donde grabamos, y exijo que hagamos descansos regulares para darle los potitos o cambiarle los pañales. 

El psicólogo que nos obligaban a visitar con regularidad en la casa de acogida, aseguraba que yo había sido la puta, pero que mi madre era la hija de puta. Me pregunto si no me estaré volviendo como ella. Aunque no me cuestiono cambiar, en parte porque el trabajo se ha vuelto mucho más placentero desde que ella está presente. El primer día que la llevé al plató tuve un auténtico orgasmo, uno bestial, de esos que te ciega momentáneamente y piensas que una descarga eléctrica te recorre todo el cuerpo con cada contracción; diez, veinte... hasta la final, que te arquea el cuerpo y de repente te lo vacía de sensaciones y te sientes completamente complacida, satisfecha y feliz. Lástima que el director nos pidiera repetir la escena por sobre actuación. 

sábado, 6 de junio de 2015

El agotamiento

Herencias. Suelen ser una ruina. Dos días después de la muerte de mi abuela materna, mi tía Lola montó en cólera al enterarse que no había quedado nada para repartir. Mi abuela había muerto mucho antes de hacerlo su cuerpo. Su entierro fue muy silencioso. Quienes la queríamos, ya habíamos llorado por ella cuando su mente comenzó a deteriorarse y no quedaban lágrimas. La larga enfermedad devoró sus escasos ahorros. Mi madre y mi abuela no se parecían, se diferenciaban en que la primera cree imprescindible el ahorro y la segunda pensaba que dinero ahorrado es dinero desperdiciado. Disfrutó de la vida todo lo que las circunstancias le permitieron y eso es el único consuelo que mitiga parte del dolor que causa su ausencia. De ella heredé muchas historias que ahora sé medio inventadas para divertirme, el gusto por pasear y el placer de llenar con cualquier actividad el tiempo durante el que otros duermen. En este momento estoy rodeada de durmientes. Un par de chavales dormitan tumbados en los bancos del parque que hay bajo mi azotea, protegidos por la compacta sombra de los naranjos; un perro ronronea en sueños en uno de los balcones de enfrente y Guille ha preferido la comodidad de la cama y la frescura de las sábanas limpias, al sofá. Supongo que, más que la herencia, el calor, la pereza y los durmientes me han hecho recordar a mi abuela porque a ella siempre la relaciono con el verano, tiempo en el que me acogía y me hacía creer que era verdad su afirmación de que yo era su nieta favorita. Pocos años antes, también había acogido al resto de mis primos y mis hermanos. Pero ellos llegaban en tropel. Diez o veinte niños invadiendo la casa. Nací cuando para la mayoría ya no resultaba atractivo pasar el verano bañándose en una alberca o subiéndose en los árboles, por eso pude disfrutar de ella en exclusividad. 

El tema de la herencia se repite. Cuando el abogado ha conseguido deshacer mil dificultades y desentrañar mil misterios, ha descubierto que las cuentas de la que fue mi tía abuela, están prácticamente vacías. En esta ocasión no ha sido la enfermedad la que ha hecho desaparece el dinero, sino una prima de mi madre, única persona que tenía acceso directo a ellas. Medidas demasiado turbias y agotadoras son necesarias para reparar esos hechos.

Por supuesto, mi tía Lola ha encolerizado al enterarse porque, aunque la generosidad es una de sus cualidades, el amor por el dinero es el mayor de sus defectos. 

miércoles, 3 de junio de 2015

El amante desleal

Amo las palabras. Creía que era una afirmación estúpida, pero si lo analizo con detenimiento, tiene sentido. Me gusta hojear el diccionario y encontrar palabras desconocidas y raras, conocer sinónimos, aprender sus antónimos, su grafía -que tengo que memorizar-, y su sonoridad. Y las palabras me han enseñado a venerar a los escritores porque ellos las miman y las convierten en arte. A algunos escritores los respeto y admiro por conocimiento propio y a otros por influencia de terceros. Trapiello es uno de estos últimos. Muchas de las personas a las que tengo como capaces de influenciarme, me han asegurado que merece la pena conocer su obra. En la balda de libros por leer, un par de ellos de este autor esperan su turno, y puede que permanezcan ahí hasta que el tiempo vuelva amarillas sus páginas. 

Mi primer acercamiento a El Quijote fue un libro infantil que recibí cuando hice prematuramente la primera comunión (aún no sabía leer). El libro era delgado, con letras grandes y lleno de dibujitos. Ese libro jamás lo leí, porque desapareció durante alguna mudanza antes de que me interesara; sí leí el auténtico, el que heredé de mi padre, dos enormes volúmenes, pesados, con ilustraciones que eran reproducciones de cuadros al óleo, y lo disfruté tanto que estuve dando la vara a mi madre -única oyente que tenía cerca- durante días con comentarios que a ella le resultaban tan interesantes como a mí en la actualidad los dimes y diretes de Belén Esteban. 

Trapiello ha traducido el Quijote al castellano de hoy. Qué frustración. En este momento quisiera gritar, enfadarme, ¿pero qué sentido tendría? De sobra sé que la opiniones de quienes consideramos estúpidos no son de nuestro interés, y Trapiello piensa que los lectores somos tontos y perezosos. Bueno, él lo dice con un poco más de dulzura: Para un lector de hoy el original cervantino es difícil y cansado. Aparentemente es la única razón para haber cometido tal barbaridad. No ha tenido en cuenta:

  • Los lectores perezosos y tontos no se acercarán jamás a El Quijote -aunque se haya actualizado el idioma-. Prefieren lecturas más cómodas, como Las Cincuentas Sombras de Grey
  • Cualquier traducción, por buena que sea, siempre hace que se pierda parte de la esencia de lo que quiso decir el escritor. 
  • El Quijote ya está escrito en un castellano que se entiende perfectamente. 
  • Apoderarse de la obra de otra persona, aunque lleve muerta muchos años, es una deslealtad.
  • ¿Por qué privar a los lectores de frases poéticas como lanza en astillero y sustituirla por la despojada: lanza ya olvidada?
  • .... (Al menos Avellaneda escribió su propia versión de la segunda parte de El Quijote)
Hay muchas más razones para pensar que esa traducción es un gran error, que no se trata de limpiar la fachada de una catedral que el paso del tiempo y la contaminación ha cubierto con una patina oscura, sería el equivalente a pintar la fachada de la catedral de color naranja fluorescente. 

Lo bueno es que el tiempo convertirá esta traducción en una anécdota. Lo malo es que Cervantes no podrá revolverse en su tumba, porque ya lo están haciendo otros por él. 

lunes, 1 de junio de 2015

Un lugar en el mundo

Ha llovido. Una lluvia apacible y clara que ha limpiado en parte la capa de polvo del Sahara que arrastró la tormenta de la otra noche y manchaba los cristales. Es la única tarea pendiente, aplazada hasta que en la página web del tiempo aparezca sobre este trozo de tierra un reluciente sol. Al final ha sido un día divertido, demasiado tranquilo para ser un lunes. Tal vez el exceso de trabajo nos haya evitado cometer el error de abrir de nuevo el estudio de Málaga. Hasta las elecciones la cosa parecía ir bien, haber mejorado mucho en muy poco tiempo, era como recibir un bombardeo constante de pequeños trabajos. Ahora todo parece un espejismo y la cosa ha vuelto a la inactividad de hace unos meses. 

Ya no recuerdo cuándo fue el último día que lo dediqué exclusivamente a la limpieza. El día de hoy me lo he tomado muy en serio. Hasta me he sumergido en los cajones de algunos muebles que no habían sido ordenados desde la noche de los tiempos. Es como la búsqueda de un tesoro que había olvidado completamente que estaba en mi posesión. Decenas de objetos inútiles e interesantes que se han guardado porque encierran algún recuerdo pero que son realmente innecesarios; entre ellos un extraño juego de damas vietnamita: cada pieza tiene labrado con nácar una flor o una figura. Me lo trajo mi hermano mayor de uno de los tres viajes que ha hecho a ese país. Si cada uno de nosotros tiene un lugar en este mundo, sospecho que el de mi hermano mayor es Vietnam, y sólo las ataduras de la familia y el trabajo impide que se marche tan lejos, aunque sospecho que llegará el momento que sienta que esas ataduras se van suavizando, hasta que al final se rompan del todo y él se convierta en e-mails cada vez más espaciados hasta que sólo nos recuerde por Año Nuevo. 

Yo aún no sé cuál es mi lugar en el mundo. El azar me trae una y otra vez a Granada. La primera vez que escuché hablar de esta ciudad fue cuando trajeron a mi padre para hacerle un trasplante de médula, aún había un ápice de esperanza; pero se rompió inmediatamente. No la pisé hasta el día de su entierro y me extrañó ver que no se trataba de una urbe llena de edificios blanco y gigantescos, porque la única imagen que tenía de ella era una foto de mi padre delante del hospital que hay en la Caleta. Volvimos cuando mi madre y yo ya vivíamos solas y mis hermanos eran como saltamontes que sólo de tarde en tarde se pasaban por el nido. Fueron pocos meses, por fortuna, porque vivíamos en un bloque militar muy deprimente, en la calle Martínez Campos. La carrera también me arrastró a esta ciudad, aunque en un principio pensaba hacerla en Sevilla, y la crisis, con el edificio en el Campus de la Salud que fue una salvación para poder vadear los peores momentos. Sin embargo, no siento apego por ella. Puede que jamás sea capaz de sentirme unida a ninguna parte -reminiscencias de una infancia itinerante-. Lo único que realmente me importa de los lugares donde estoy, es que Guille esté bajo mi mismo cielo.