martes, 5 de abril de 2016

Lo que no perdona

Me hago vieja. Tengo canas, no muchas. Cinco he encontrado en una inspección capilar instigada por el aburrimiento (llevo esperando toda la tarde un plano topográfico que debe mandarme Guille; su otro trabajo no le ha permitido terminarlo aún). Las canas son gruesas, bastas, parecen ríos llenos de meandros. Pero no son esos pelillos blancos los que me hacen vieja. Tenía una compañera de piso que a los 20 años ya lucía una melena gris. Como había leído no sé dónde que las canas aparecen por un gran susto o disgusto, inventaba historias lúgubres para explicarlas, que revocaban sus padres en cuanto aparecían, incluso sin necesidad de abrir la boca: ambos parecían albinos y resultaba inevitable culpar de las canas de mi compañera a la genética. 

En mi mundo de periódicos digitales y breves instante televisivos, el único mérito que puedo achacarle a Cristina Pedroche es que todas las navidades cubre con visillos su desnudez. Hace algunos años, ante la afirmación de este personaje televisivo de que nunca pone los intermitentes porque le molesta el ruidito,  habría aplaudido porque pensaba que era una muestra de rebeldía desobedecer las normas y a la autoridad, ahora sólo creo que es una insensata y una imprudente sin capacidad para imaginar el daño que puede hacer, sobre todo, a ciclistas y motoristas.


Con la edad gano sensatez. Puede que no esté tan mal hacerse vieja. 

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