viernes, 4 de abril de 2014

El Plan de Dios (primera parte)

Tiene los labios resecos y cree apestar a sudor fermentado. Lleva más de 24 horas aguardando en la sala de espera de la UVI. La dejan entrar cinco eternos minutos cada cuatro horas. En ese intervalo le habría sobrado tiempo para ir a casa, ducharse, cambiar sus ropas hediondas y regresar. Ahora ya es tarde y se arrepiente de no haberlo hecho cuando Eulalia aún estaba consciente y su problema parecía una insignificancia. 

A esta hora de la madrugada en la sala sólo quedan otras dos personas: una mujer mayor, de unos 60 años, que esconde el camisón bajo un abrigo largo, y una madre muy joven a la que sólo el sueño ha conseguido hacer que deje de llorar. Están demasiado conmocionadas y dolidas para entablar conversación entre ellas. Una duerme ocupando los tres asientos más cercanos a la puerta de la sala donde están los enfermos, la otra mira las losetas grises, monocromáticas, del suelo, y Elisa escudriña disimuladamente el paso del tiempo en la pantalla de su teléfono. Le gustaría pararlo. No desea que llegue de nuevo la hora de la visita y se vea obligada a acercarse a la cama de su compañera de piso. Al menos, ya no sufre, intenta consolarse y se abraza a sí misma porque en el recinto casi vacío la temperatura es un par de grados por debajo de lo confortable. Le gustaría también cerrar los ojos y descansarlos durante unos minutos de la luz excesiva de los fluorescentes, pero sabe que en cuanto lo haga, su mente se verá invadida por la imagen del tórax de Eulalia, descarnado, cubierto por una gasa extrañamente impoluta a pesar de ser evidente, por los movimientos tan nítidos, que está en contacto directo con su corazón. 

Los padres de Eulalia llegan cuando todo ha pasado y el cuerpo de su hija yace bajo una sábana en un rincón apartado de la misma sala donde ha fallecido, aislado del resto de enfermos, con el sol de la tarde entrando a raudales por la ventana. Estaban tan escaldados por las constantes hospitalizaciones de Eulalia por autolesiones, que ya no hacían caso cuando algún amigo de su hija los llamaba de urgencia, asegurando que se moría. ¿Quién iba a creer que esta vez era diferente? La pareja aún no ha asimilado la noticia, todavía no sienten dolor. Cuando están en la sala del piso, y asocian un póster del musical Cat y la manta con dibujos de gatitos que hay sobre el sofá, con la hija; ambos, cada vez que alguien hace ruido en el pasillo, levantan la cabeza y sonríen, esperando verla aparecer.

Por el piso se pasan algunos vecinos y un par de compañeros de facultad de Eulalia, más por curiosidad que por dolor, porque la noticia de su muerte ha salido en los periódicos digitales. Los médicos creen estar ante una variante de la facitis necrotizante, aún más virulenta y dañina. Tan rápida que la ha matado en menos de 48 horas. Retrospectivamente, el principio de todo fue ridículo e insignificante. Elisa se percató que su compañera tenía una mancha oscura, en vertical, en los labios, como si alguien la hubiera tocado, pidiéndole silencio, con un dedo tiznado. Se lo lavó tan concienzudamente que del negro pasó al rojo. Por la mañana la mancha había vuelto, más oscura, ocultando un socavón en la carne. En el hospital de inmediato supusieron que se trataba de una bacteria. Le pusieron antibióticos y mantuvieron en observación. La mandaron a la UVI, sólo para mantenerla vigilada. En las primera visita que le hizo Elisa, ya se tuvo que enfrentar con  el terror al ver que la carne iba desapareciendo de su rostro, mostrando una monstruosa sonrisa sin labios, sin dolor, sin sangre; porque el sufrimiento de Eulalia siempre estuvo en saber qué le estaba sucediendo (se moría, y gritaba, como si así pudiera ahuyentar a la muerta).

Las gemelas no asisten al funeral. Por Esteban, el novio de Eulalia, Elisa se entera que escaparon del piso y la ciudad cuando los inspectores de sanidad se presentaron en mitad de la noche para tomar muestras de agua. Él tuvo que consolarlas y llevarlas a la estación de tren, sin equipaje, porque les aterraba cualquier objeto que hubiera estado cerca de su compañera enferma. Esteban cumple a la perfección el papel de novio compungido, asombrando a todos; llenando de rosas rojas el ataúd, solícito con sus suegros, dejando que sus ojos enrojecidos por el llanto delaten el dolor; aunque sus facciones parecen destinadas exclusivamente a la alegría por culpa de los hoyuelos de sus mejillas, que proporcionan la falsa sensación de una sonrisa constante; pero todos sus alumnos, Elisa entre ellos, saben que es la expresión más extraña que se puede ver en su rostro.

Si un mes antes de morir, alguien le hubiera preguntado a Eulalia qué le atormentaba más, habría mentido, culpando a su escaso rendimiento académico (llevaba cuatro años estudiando la carrera de magisterio y aún no había aprobado ni un tercio de las asignaturas). La verdad, lo que arrugaba su ceño y hacía interminable el tiempo en vela antes de que los pensamientos la dejaran dormir, estaba oculta en sus entrañas, a algunos centímetros de la superficie, entre sus piernas: a sus 24 años, nadie había querido tocarla. El espejo le devolvía un rostro no del todo desagradable. Se miraba de frente y no percibía la nariz aguileña ni la barbilla tan rehundida que parecía la continuación del cuello. Le daba miedo morir sin haber disfrutado del placer de sentir otras manos ajenas a las suyas sobre su cuerpo. Si Elisa lo hubiera sabido, podría haberse alegrado por ella, y aplacado los celos que sentía. Recordaba el día que regresó a casa y se encontró a las gemelas en el salón, aguantando las ganas de reírse a carcajadas cuando le contaron que Eulalia había llegado con un tío impresionante y se habían encerrado en el dormitorio. No necesitaban utilizar la imaginación para saber qué ocurría tras aquella puerta con una enorme señal de stop, porque los tabiques eran muy delgados y la pareja, sobre todo ella, estaba demasiado arrobada por el placer para preocuparse por las percepciones ajenas.  Supo quién era antes de verlo, Elisa reconoció la bolsa del portátil que había sobre el sofá, tapizada con las banderas de medio centenar de países, todos en los que el profesor había estado. Le hubiera gustado poder colarse durante unos segundos en la mente del hombre y contemplar a Eulalia desde su punto de vista. No era inteligente, no era guapa, ni graciosa; y buena persona, como la mayoría, sólo a medias. ¿Qué le atraía de aquella chica tan insulsa a Esteban? 

Continuará....

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