sábado, 28 de enero de 2012

De cuando el mundo olía a gasolina

Esta mañana mis hermanos me han secuestrado. Necesitaban que les hiciera el dibujo de una estribera, pero tenía que ser in situ, donde estaba la moto, y la moto estaba en mitad del campo, cerca de Loja, en unas viejas escombreras que la gente utiliza para hacer moto cross, tomar el sol y, aunque no sea la hora de comer, hacer barbacoas, en cuyas parrillas van cayendo invariablemente castañas, chuletillas de cordero, chorizos, trozos de morcilla, longanizas... El dibujo, por fortuna porque la batería del portátil estaba medio K.O., salió a la primera. Para entonces eran las 10 y media. Mis hermanos se fueron a hacer la pieza y yo me quedé viendo las motos saltar y hablando con aquella gente que me recordaba a mí y que sólo después de refrescar mis recuerdos con anécdotas y motes, pude corresponderles. 

El Tortuga y el Nervios. Cuando los conocí eran apenas dos adolescentes -aunque yo los recordaba como adultos- con la cara llena de granos y capaces de ruborizarse por cualquier nimiedad, pero a la vez, con un desparpajo asombroso para hablar delante de una cámara o de un micrófono. Participaban en el Campeonato Andaluz. Ninguno era muy bueno, lo hacían más por diversión que por los beneficios económicos que pudieran sacar, que por lo general, ni siquiera eran nulos, eran negativos. Ambos están de acuerdo en que, si no hubiera sido por las motos, habrían terminado yendo por mal camino, como muchos de los que compartieron con ellos la infancia y ahora, los más afortunados, están en Proyecto Hombre, como pacientes, no como trabajadores. Tortuga tiene una tienda de motos por la costa de Málaga y Nervios es pediatra  (cualquiera lo hubiera imaginado). 

Mis hermanos eran los mecánicos de muchos de ellos. No habían aprendido el oficio en ninguna escuela taller ni nadie les había dicho esto se hace así o de esta otra manera. Aprendieron desmontando y montando sus propias motos, y a juzgar por el montón de gente que la requería, eran muy buenos. A mí me solían llevar a los entrenamientos y los campeonatos . Salíamos por la mañana muy temprano y volvíamos, por lo general, cuando ya había anochecido. Si la carrera era lejos, incluso teníamos que dormir en la furgoneta. Entretanto mi madre se quedaba al cuidado de mi madrina, 

No recuerdo momentos de aburrimiento. Aunque debió haberlos porque eran muchas horas. Sí recuerdo la gracia que les producía a muchos el que yo supiera distinguir entre una llave allen y una llave inglesa o una de trinquete, entre un destornillador plano y otro de estrella, o que supiera qué era un chasis y qué un colín. Era un poco mascota de todos ellos. Me mimaban. A la vez también me utilizaban. Para ligar y para conseguir objetos de propaganda de las casas comerciales que iban a los campeonatos a vender. Sus novias me regalaban pendientes o pulseras. Se preocupaban de tenerme bien alimentada, de acompañarme al baño (aunque yo no lo necesitaba) y de que no pasara frío. A veces terminaba sudando bajo una chupa de cuero de algún motero, la bufanda de su novia y el gorro del primero que consideraba que hacía demasiado frío para mí.

Recuerdo aquella época con mucho cariño, aunque me alegra mucho de que ya haya pasado.

A las dos y media la pieza estaba terminada y mis hermanos de regreso, para sorpresa del cliente del Tortuga y orgullo de hermana. 

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