domingo, 4 de septiembre de 2016

El baile de los murciélagos

Recuerdo con nitidez la primera noche que pasé al raso, aunque no sé ubicarla con exactitud en el tiempo. Ocurrió entre mayo y septiembre de 1988. Yo ya era atea, cosa que ocurrió el día de mi primera comunión, y mi padre seguía vivo. Su enfermedad lo había llevado a una de aquellas interminables estancias en algún hospital de Málaga o Granada, y a mi madre con él. Nosotros nos quedábamos al laxo cuidado de algún vecino que se pasaba por casa un par de veces al día para saber que no estábamos enfermos. De cualquier otro problema -como que hubiéramos quemado la cocina- se habrían enterado de inmediato porque vivíamos a escasos metros los unos de los otros. 

Aquella noche sacamos las hamacas de la playa y las extendimos en el patio. Aún queda una hamaca de aquellas en la casa de mi madre, de tubulares blancos y lona blanca y azul marino. Supongo que no teníamos la intención de pasar la noche fuera, pero lo hicimos, por pereza o porque queríamos estar juntos. Sin miedo, porque mi abuela nunca infectó a mis hermanos con sus historias de tormentas secas de verano y rayos que acaban con familias enteras que duermen a la intemperie por el calor, y yo aún no había pasado ningún verano a su cuidado. 

De aquella noche recuerdo la claridad con la que se veía la Vía Láctea y el vuelo de los murciélagos que parecía un baile con una estudiada coreografía: siempre a punto de chocar entre ellos o contra los objetos, sin hacerlo nunca.

El viernes por la noche, cuando salíamos de la casa de mi madre después de la cena, a eso de las once y poco, fue ella la que nos hizo darnos cuenta que ya apenas se ven murciélagos. Ha cambiado mucho la noche en muy pocos años a su alrededor. La gente de su zona ya no tiene la costumbre de sacar las sillas a la calle para tomar el fresco y conversar entre susurros. Las ventanas de las casas que antes permanecían abiertas de par en par para refrescar las estancias con el aire húmedo de los campos regados, ahora permanecen cerradas a cal y canto para impedir que el frío del aire acondicionado escape. El aroma de la fritanga de la cena ha sido sustituido por el olor mucho más tenue de las pizzas. Ni siquiera el destello de las televisiones encendidas es el mismo. Aquellos aparatos de fondo más grande que la pantalla, emitían parpadeos como un faro en mitad de una tormenta. Los aparatos de ahora, a pesar de sus tamaños semejantes a pantallas de cine, sólo son luces mortecinas incapaces de traspasar las cortinas más tenues. Sí se sigue escuchando el ladrido de algún perro a lo lejos, pero amortiguado por el estruendo de alguna unidad exterior que necesita silentblocks.

2 comentarios:

  1. Magnifica descripción de las vivencias de las noches actuales y las de antaño, aunque sea un pasado cercano.
    Recuerdo en un pasado mucho más lejano, acudir con niños amigos a dormir de forma voluntaria a las eras, encima de una manta colocada sobre las llamadas "parvas", o sea, las mieses ya media trilladas, que nos servían de colchón. Charlábamos hasta quedarnos dormidos, contemplando un cielo cuajado de estrellas y, por supuesto, infinidad de murciélagos. ¡Que gozada!.

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    1. Sí que parece agradable.

      Me temo que los niños actuales se han vuelto demasiado miedosos, tal vez por exceso de información. Les sugerí a mi sobrina y sus amigas que nos fuéramos a Tarifa, les gusta hacer surf, y dormir en un camping, pero no quisieron porque aseguraban que había bichos. Les dije que eran unas exageradas, que los bichos pican, pero nada más. Al día siguiente salió en las noticias la muerte de un hombre por fiebre hemorrágica debido a la picadura de una garrapata. Tengo muy mala puntería a la hora de hacer sugerencias.

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