viernes, 9 de septiembre de 2016

Cinco escalones

Es alucinante cómo funciona el cerebro. Ayer por la mañana desperté con la solución a un problema que tenía con una estructura y que no había podido resolver estando despierta. Puede que fuera culpa del cansancio o de que otros pensamientos (recoger los trajes de Guille de la tintorería, escribir un e-mail al colegio de arquitectos de Granada, devolverle una llamada a mi prima...) se apoderaran de todas las conexiones neurales y lo realmente importante se viera relegado a un segundo plano. Sospecho que mi cerebro no es multitarea. El de mi madre sí. El de ella tiene un reloj interno que va desgranando segundos y sumándolos. Aunque la mente de mi madre esté ocupada con otro asunto, si se le interrumpe y pregunta cuánto tiempo hace de la muerte de mi padre, ella es capaz de decir años, meses, semanas, días y horas. Yo no. Yo tengo que recordar la fecha y hacer el cálculo. A ella, que tardó tanto tiempo en pasar de la depresión a la aceptación, le cuesta comprender que mi dolor por la ausencia de mi padre no sea, al menos, semejante al suyo. Pero para mí sólo fueron seis años en los que un tercio, o tal vez la mitad, no tengo recuerdos. 

Curiosamente, lo que más añoro, lo que más me entristece, lo que más echo en falta, son momentos que nunca ocurrieron pero que mi imaginación no deja de generar en cuanto abro un libro que él leyó o escucho alguna música que sé le gustaba. Seguro que habríamos disfrutado compartiendo opiniones, discutiendo, compartiendo descubrimientos...

Ayer, día 8 de septiembre, fue el 28 aniversario de la muerte de mi padre. Toda una eternidad.





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