viernes, 30 de septiembre de 2016

De la misma consistencia que una pompa de jabón

Cuentan mi madre y mis tías que fue una suerte que Bobo muriera el mismo día que mumá Dolores porque la pena por el animal disimuló la indiferencia que sentían por su abuela. Bobo era un perro color café con leche, de pelo muy corto, pequeñajo de tamaño y de inteligencia. Aseguran que era capaz de tirarse una hora completa persiguiendo su propio rabo, y que tenía tendencia a comer cualquier cosa inerte, incluida la pata de una vaca dormida. Por supuesto, terminó sufriendo más de una coz. Quizá lo querían porque el animal les proporcionaba más de una anécdota en un lugar aislado del resto del mundo. 

La personalidad de mumá Dolores era cortante como una navaja de afeitar. Nadie le enseñó que hay algunas cosas que no deben decirse. Su aspereza y la convicción de tener todo el derecho a imponer su voluntad a quienes vivían bajo su ala, hace comprensible que muy pocos la recuerden con cariño. 

Mi madre asegura que toda la familia heredó la personalidad de mi bisabuela, pero que la necesidad de cariño que padecimos durante nuestra adolescencia nos ha amaestrado para disimularla. También mi sobrina heredó esta personalidad arisca. A su propia madre, mi cuñada, le choca: Con lo seca que es esta niña, no sé cómo tiene amigos. Y sin embargo, siempre está rodeada por un séquito de amigos que suplen la falta de hermanos. 

Como imagen de WhatsApp en el teléfono personal suelo poner la fotografía de mi sobrina. La cambio casi todas las semanas. Es la única niña en mi familia directa y le rendimos pleitesía desde que nació. El hijo adolescente de mi amiga sevillana se ha enamorado de la imagen dulce y angelical, de enormes ojos azules, de la niña. Inventa excusas para llamarme y hablar de ella. Sus personalidades son completamente antagonista. Si se conocieran, sería como un tiburón merendándose un boquerón. Pero no lo persuado, no destruyo la idea que tiene de su personalidad; ya se ocupará de hacerlo el tiempo. Qué extraño es el amor. 

miércoles, 28 de septiembre de 2016

La estrategia de la Virgen del Rosario o el egoísmo de los políticos

Cuenta mi madre que la virgen de su pueblo es muy milagrosa: siempre que hay sequía, la sacan en procesión y llueve. Lo que no cuenta mi madre es que la virgen a veces se pone farruca y para complacer a sus fieles exige que la saquen cinco, seis... o una docena de veces. 

Se comienza a hablar de las terceras elecciones. Por la frase de Einstein (locura es hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes) a eso se le podría llamar locura; pero algo se ha movido. Sánchez cada vez tiene menos apoyo de los suyos y del electorado (Sánchez debería hacer caso a las evidencias) y Ciudadanos, por sus acuerdos con el PP, ha sido fagocitado por su alma máter, al menos así lo consideran algunos de sus votantes.

Tanto gasto, tanto tiempo desperdiciado, tantos contratos en espera, para que todo siga igual.


martes, 27 de septiembre de 2016

La buena estrella

Cuenta el señor Giraldo que la primera vez que pisó un hospital español se sintió muy importante y querido porque la sala de espera de urgencias estaba atestada y a él le dieron preferencia. El señor Giraldo es colombiado (y español ahora) y capaz de hundir una puntilla de un sólo martillazo en la madera más dura. En aquella ocasión, el señor Giraldo tenía un agujero que le atravesaba el muslo. La herida escupía sangre como hacen las de los moribundos en una mala película gore. La misma herida que Paquirri, le gusta presumir al señor Giraldo. Incluso, sin ningún pudor, se baja los pantalones y enseña la cicatriz, un doble ombligo enfrentado y un costurón, para fardar de lo cerca que estuvo de la muerte. 

Lo operaron de urgencia, y al despertar, estaba rodeado por policías que le preguntaban, para su sorpresa, por la persona que le había disparado. La herida se la produjo en una obra: una barra corrugada cayó de un piso superior y, al rebotar en el suelo, la mala fortuna hizo que se le hincara en el muslo. Hoy día el señor Giraldo sabe que no hay que sacar los objetos de las heridas; aunque él no piensa que se deba al peligro de desangrarse o producirse más daños; él piensa que es para facilitar a los sanitarios saber qué produjo la herida.

Esta mañana el encofrado de un muro ha cedido bajo la presión de 3.00 m³ de hormigón recién vertido. Sólo el azar no ha querido que ocurra una desgracia. En cuanto el hormigón fue retirado, fuimos a celebrar nuestra buena estrella y, por supuesto, entre cerveza y cerveza cayeron historias de cuando el azar no ha sido tan benévolo. 

Conversaciones robadas: El anciano porculero

Entre la fauna de mi barrio, hay un señor mayor, enjuto, poca cosa. La vida parece haberlo ido desgastando hasta devolverle el tamaño que tuvo cuando era un niño de diez años. La soledad o el aburrimiento lo obliga a entablar conversación con quien se encuentra a su paso. A menudo, si me ve pasar con las bolsas de la compra, suele decirme: Si llegas a mi edad, lo harás quebrada por cargar con tanto peso

En una de las calles por las que más paso, es la que me lleva más directamente al supermercado, hay dos locales de reducidas dimensiones. Durante la crisis pusieron en ellos algunos negocios fugaces, media docena al menos, de tan breve duración que ni siquiera han quedado fijados en mi memoria. Antes de la crisis, en uno había una floristería y en el otro una pescadería. El local que fue una pescadería, lo están reparando. Parece que lo dedicarán a la venta de comida preparada para llevar. El anciano estaba hoy a sus puertas, observando al pintor de su interior. Chasqueaba la lengua y decía: Tanto esfuerzo, tanto gasto, y vais a durar dos días.

domingo, 25 de septiembre de 2016

La niña que quería ser El Imbécil

Desde muy pequeña, a mi sobrina fue imposible imponerle los gustos ajenos. Ella decidía. Le gustaban las caricaturas de Quino, se desternillaba con la aversión de Mafalda a la sopa; las historias de Manolito Gafotas que yo le leía vía Internet, sobre todo Yo y el Imbécil, quería ser el hermano pequeño de Manolito; y le encantaba hasta la saciedad, lo veía una y otra vez, el inicio de la película La Ciudad de los Niños Perdidos. Sólo la pesadilla del niño con los Papás Noel. El resto de la película le resultaba indiferente. 


Era la única niña en un mundo de adultos. Fue mimada por todos. Objeto que veíamos en una tienda que nos aseguraban tenía éxito entre los niños, se lo comprábamos; y siempre terminábamos equivocándonos. Mientras que ella veía Planta Cuarta en una tele, yo disfrutaba con Nemo en otra. Gracias a ella descubrí que me divierten las películas de Disney, aunque me resultaban insulsas cuando era niña. 

Hoy viene en el periódico que Disney ha retirado del mercado un disfraz de la película Vaiana, el del personaje Maui, un semidios que a mi me parece inspirado en Irael Kamakawiwo'ole.  Se han acogido a las protestas de una joven hawaiana que considera que: "Es inapropiado intentar que los niños pretendan pertenecer a otra raza". No imagino en qué contexto esté incluida esta frase para que tenga sentido. Los niños pueden imaginar ser lo que quieran. En los últimos tiempos incluso se ha aplaudido a madres que han dejado disfrazarse de princesas a sus hijos varones. ¿Por qué limitar la imaginación de los niños? ¿Qué mal hay en que crean que su piel es de otro color? Al retirar ese disfraz, ¿no está contribuyendo Disney expresamente a lo que quería evitar: el racismo? 

lunes, 19 de septiembre de 2016

Las fronteras de la majadería

Cuando vivía en el internado de Antequera, de tarde en tarde aceptaba la invitación de alguna compañera a quedarme en su casa durante un fin de semana. Era divertido porque estaba acostumbrada a la monotonía de mi familia y resultaba curioso sumergirse en otras costumbres. A veces, incluso, terminaba adoptándolas. Una de aquellas familias ajenas, me hizo conocer un programa de televisión muy extraño, en una era ancestral, antes de la existencia de YouTube. Ahora pones en esa página web, en la línea que hay junto a la lupa: Vídeos divertidos, y se tiene una idea exacta del programa al que me refiero. Se limitaban a emitir imágenes de caídas, golpes y bromas que sólo podían ser divertidas si no se pensaba en las consecuencias. El programa incluso aleccionaba sobre cuándo había que soltar la carcajada con risas enlatadas. 

Hace unas noches, bajo mi azotea, una chica gritaba de terror mientras corría despavorida. Su acompañante le seguía en silencio. Esta mañana, mientras desayunaba en el bar, por un vecino, me enteré que las asustaron un par de sujetos que se las abalanzaron con intención de morderles, disfrazados de zombies, seguramente con intención de grabar un vídeo y subirlo a YouTube -esto último es especulación de mi vecino-. 

Como en el programa de vídeos de mi infancia, esa broma sólo resulta graciosa si no se piensa en las consecuencias. Aún resuena el eco del grito de terror de la chica en mis oídos.

viernes, 16 de septiembre de 2016

Salga el sol por Antequera

Miro con ansia a levante. Estoy impaciente por ver aparecer la primera luz de la mañana. Esta noche rompe la monotonía en la que me gusta vivir. El corte de agua corriente empezó mucho antes de iniciarse la tarde; pero parecía que se iba a prolongar hasta el día siguiente porque había pasado el horario laboral y los grifos seguían como meros objetos decorativos. 

Al corte de agua, le siguió una pelea entre borrachos bajo mi ventana. Uno amenazaba al otro con una botella rota. El desarmado también quiso defenderse, pero al darle un golpe a la botella, se rajó la mano. Dio alaridos de dolor hasta que llegó la ambulancia que su compañero y contrincante había llamado. La herida no debió de ser profunda porque después de suturarlo e irse los sanitarios, él siguió sentado en el banco del parque. 

Cuando las luces naranjas aún bañaban la fachada del edificio de enfrente, llamó mi cuñada. Mi hermano había desaparecido. Dos horas de angustia, llamando a amigos que ya ni siquiera ve. Apareció dormido profundamente en la cama que la caravana que llevan a las carreras, tiene sobre la cabina. Después de tres días seguidos poniendo a punto la moto que necesitan para una carrera este fin de semana, estaba agotado. Pretendía descansar sólo cinco minutos, pero se quedó tan profundamente dormido que ni siquiera escuchó el teléfono que tenía en la mano. 

La desaparición de mi hermano me ha impedido salir a correr. Puede que haya sido una suerte. A las cuatro, una chica corría despavorida hacía la calle San Antón. Eran gritos de terror, de miedo real. Qué miedo. Me he hecho pis encima, decía la chica, hablando con una sombra silenciosa que también corría. Una mujer frente a mi azotea llamó a la policía. Un coche, sin sirenas pero con las luces puestas, ha estado dando vueltas por los alrededores. 

Miro a levante, hacia donde el río Genil gira; pero no aparece aún ni esa luz sucia  en el horizonte que es preludio del amanecer. ¿Qué otros extraños sucesos nos puede deparar la noche?

Agua

Recuerdo el río salado que había fuera del infinito terreno cercado del destacamento de aviación en el que viví la primera parte de mi infancia. El río tenía un agua clara y cristalina, pero todo su alrededor estaba lleno de charcas de agua dulce, la tierra que le servía de lecho debía de filtrar la sal; el agua de las charcas era un caldo espeso de algas y renacuajos casi transparentes, invisibles desde fuera, que soltaban burbujas en las superficie, al explotar formaban ondas, como si hubiera caído una gota de lluvia. En esas charcas siempre parecía llover, incluso en los días más calurosos y tórridos del verano. 

Un año, por culpa de la sequía, se secó el agua del pozo del cortijo donde vivió mi madre de niña. Lo recuerda con mucha nitidez porque era a ella a quien le tocaba ir hasta una fuente, a varios kilómetros, montada en Blanquita, una burra muy mansa, para llenar montones de pequeñas garrafas de agua. Se gastaba tanta agua en el cortijo que a veces, apenas llegaba, tenía que volver a subirse en la burra y regresar a la fuente. Se libró de ese tedioso trabajo el día que media docena de las pequeñas garrafas se rompieron al soltarse la cuerda que las ataba. Alguien de mente brillante sustituyó las garrafas de dos litros por una de veinticinco; la nueva garrafa y la canija de mi madre pesaban lo mismo. 

Es tan normal y cotidiano que en cualquier momento abramos un grifo y salga agua, que no somos conscientes del milagro de tenerla tan a mano; hasta que el acto de girar la manivela del grifo nos dé como respuesta el estertor de un moribundo. Hoy, por primera vez después de no recuerdo cuántos años, y sin previo aviso, hemos estado cinco horas sin agua corriente.


Como pez fuera del agua

Me es antipático el compañero de trabajo de Guille, pero me encanta cuando viene a desayunar. Las manos de Guille, al gesticular, son como una de esas danzas de drones que le preparan sus alumnos y me trae las grabaciones, orgulloso, para que las vea. Hablan de aspas, de rotores, de hidrógeno, de autonomía de vuelo... me pierdo en su conversación y sólo escucho mientras soy la única que picotea de la bandeja de churros que compramos cuando él viene. Es agradable ver su entusiasmo.

También es agradable estar sumergida en el parloteo de mi madre y sus amigas a la hora que ellas llaman, pomposas, del vermú. La hora de la cerveza, el plato de anchoas y el cuenco de olivas al mediodía; en realidad. Para la ocasión, se arreglan como si fueran a un lugar muy importante y elegante. Tintinean cuando se mueven por las joyas que las adornan. Nada de bisutería. Todas son viudas y sus pensiones escasas, pero vivir en soledad y el resentimiento contra los maridos que se fueron sin tener nunca un pequeño detalle con ellas, les permite satisfacer el capricho de una pulsera o unos pendientes de oro.

Mi madre y sus amigas hablan de personajes que no siempre conozco, pertenecientes a la farándula o zánganos de ella: hijos, amantes, antiguas parejas... o simple mentirosos que venden su honor por unos minutos de fama. Yo royo un hueso de aceituna o bebo sorbos de mi limonada, la única que no bebe alcohol porque luego tengo que conducir, como si fuera una niña entre adultos, y como tal, guardo silencio. Ayer hablaban de la boda de la hija de Rocío Jurado. Estaban alarmadas porque la mujer no invitó a los hijos que tuvo con el anterior marido. ¿Cuál es el pecado tan grave que una madre no perdonaría a una hija?, preguntaba una las mujeres. ¿O una hija a una madre?, preguntó la mía y me miró. Se siente culpable, cree que nos abandonó durante los diez años que estuvo enferma. 

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Las botas andantes

Han cambiado la compañía de limpieza en mi edificio. La razón, no la sé; aunque sospecho que ha sido por culpa de unos auriculares. Las limpiadoras, en este inmueble, tienen la doble función de limpiadoras, como determina su profesión, y las de escuchantes. Algunos vecinos las secuestraban en el rellano de la escalera robándoles su tiempo. Una de ellas encontró la protección de aislarse con unos auriculares. Ahora su lugar lo ocupa un hombre joven, todo huesos, que empuja un despropósito de carro cargado con toda clase de utensilios. El carro es tan grande que ocupa todo el ascensor e interrumpe el paso en los descansillos. 

El hombre joven viene todos los días a limpiar, menos los domingos. El rastro de un descuido o la mala educación de algunos vecinos, desaparece en pocas horas. Los goterones negros que supuran las bolsas de basura o las colillas abandonadas en los tramos de escaleras menos transitados, desaparecen en pocas horas. A veces los objetos abandonados son muy extraños. Hace unos días había una botella de champán vacía, hubo tres globos de colores llenos de helio que flotaron por encima de nuestras cabezas durante dos días hasta que sucumbieran sin intervención humana. El objeto más extraño encontrado en las escaleras tal vez fue un salvaslip. Extraño por la época del año en que apareció: pleno invierno, cuando se tienen las piernas protegidas por toda prenda de abrigo y se hace complicado imaginar que la pequeña protección se salga de su sitio y se deslice por las piernas con plena libertad hasta caer al suelo. 

Incluso hemos tenido unas botas milagrosas. Por lo general, los objetos extraños que aparecen en las escaleras terminan junto al desembarco de la escalera, en la planta baja. Se les van dando patadas involuntarias o voluntarias y la fuerza de la gravedad hace el resto. Con las botas, ajadas, viejas, de buena marca; en lugar de descender, subieron hasta llegar a nuestra puerta. Por lo tiquismiquis que son mis vecinos, es más achacable a fantasmas el desplazamiento de las botas que a ellos. 

martes, 13 de septiembre de 2016

Obstinada vida

Llueve. Por fin lo hace después de tres meses. Llueve y ha refrescado. El aire frío que acompaña a la lluvia es más purificador que el agua de la ducha. Arrastra el sudor sin devolverlo a los pocos minutos. 

Durante los meses de verano sólo ha caído algún que otro chapetón fantasma de goterones enormes; como pelotas de golf, diría mi tío Fermín; como pezones de ubres, sería la comparación de mi hermano mayor. Me ocurrió un par de veces, que escuchaba llover mientras trabajaba o hablaba por teléfono y cinco minutos más tarde, cuando podía levantarme para ir hasta la ventana, ya todo estaba seco. De la lluvia sólo quedaba la humedad sofocante que ascendía desde el asfalto, la mancha de barro sahariano en todas las superficies y los cráteres que las gotas habían dejado en las zonas terrosas. 

Es un alivio esta lluvia. En el alféizar de la ventana de la cocina de mis vecinos de abajo, en el piso patera, que siempre está alquilado a personas de paso, hay una maceta, una pita. Cuando apareció por primera vez, estaba lozana y brillante. La dueña se fue olvidándola. Ahora tiene el color gris y desvaído de lo moribundo, pero sigue con vida, aunque nadie la cuida y lleva tres meses sin recibir apenas agua. Si sigue la lluvia, tal vez vuelva a brillar. 

lunes, 12 de septiembre de 2016

La espectadora

Frente a mi piso hay un edificio que parece una montaña de escombros en mitad del desierto. Es molesto a la vista, grande, feo y está casi deshabitado porque albergaba un hotel, clausurado ahora, y la mayoría de las ventanas de sus pisos y persianas de locales muestran carteles ofertando su alquiler o venta. En la primera y segunda plantas hay oficinas de paredes de vidrio. A estas horas, casi las cinco de la noche, suelen ser un espejo negro y sucio donde se reflejan las farolas de la calle y la Luna. Hoy no. Un hombre trabaja en una de las mesas más cercanas al exterior, bajo la luz exigua de un flexo. El cono de luz parece el foco sobre un actor en un escenario. Trabaja sin tregua, sin levantar la cabeza. El monitor de su ordenador, que ilumina su rostro sin parpadeos, está fuera del alcance de mi vista, pero veo moverse sus dedos con tanta rapidez que parecen pulsar las teclas al azar. Lo observo con impunidad. Si se tomara un respiro y levantara la cabeza, seguro que la oscuridad era mi escondite. 

Casi todos los días, a eso de las diez, veo salir a los trabajadores de esa oficina en manada y ocupar los bares más cercanos. Es lo único que echo en falta del estudio de Barcelona: el compañerismo, tener con quién quejarme de la jefa o compartir un rato de charla insustancial, los dimes y diretes de los compañeros... a veces sazonados con mucha mala leche.

Me pregunto si el sujeto que trabaja rodeado de oscuridad, intenta terminar un trabajo urgente o escapar de sus compañeros.  

domingo, 11 de septiembre de 2016

La gran ballena blanca

¿Cuánto duran los sueños? Por lo general, mis sueños son breves momentos -o al menos, eso es lo que recuerdo al despertar-. La mirada de falso reproche de mi padre al ver el desorden de sus libros; la imposibilidad de alzar el vuelo -aunque en el sueño lo hago con facilidad- cuando un toro me va a cornear; la carta de la universidad recordándome que debo terminar alguna asignatura... 

Pero el sueño de hoy ha sido interminable, creo que comenzó inmediatamente después de cerrar los ojos y terminó al abrirlos. Ha sido como una película anodina y aburrida. Sólo tenía que enfrentarme a la molesta presencia de un compañero que se creía Dios. Un compañero que tuve en la vida real y que sólo recuerdo de tarde en tarde como prototipo de mosca cojonera. 

No dormía muy profundamente. Cuando Guille salió de la cama a las seis y media para reunirse con sus amigos para entrenar con la bicicleta, desperté y de inmediato volví a dormir y el sueño siguió. Algo exterior me despertó a eso de las nueve y media, supongo que algún ruido de la calle, pero volvía a dormir y a seguir con mi sueño insulso. Hasta las diez, cuando apenas llevaba cinco horas en la cama (los domingos me gusta dormir hasta hartarme). Llamaban con insistencia al timbre. Eran dos chicas del Opus Dei que venían a hacer proselitismo. 

Una de ellas es recurrente. Creo que soy su Moby-Dick. Me agrada esa chica, por el esfuerzo que hace. Parece muy tímida. Su voz tiene un timbre extraño cuando se dirige a mí, como si estuviera nerviosa o a punto de llorar y su rostro oscila del encarnado pálido al rojo brillante por culpa del rubor. 

Hoy venían a reivindicar a la Virgen María como icono de la lucha del feminismo (¿eing?). Les dije que no me encontraba bien y no podía atenderlas. Ahora me arrepiento de no haber escuchado su argumento. No me molestaban ellas -son chicas agradables y educadas-, tampoco el que me hubieran despertado, tampoco deseaba volver a la cama para seguir con el sueño aburrido. Pero en el perchero de la entrada está colgado el guardapolvo que contiene las chaquetas de Guille, preludio de su marcha esta tarde, y no quería verlo. 

¿Cómo pensarían justificar el feminismo de la Virgen María si le han quitado hasta la sexualidad? ¿Qué tiene de feminista ver morir a tu propio hijo pasivamente? Mi madre le dio dos sonoras hostias a la mujer de un superior cuando acusó de mi hermano mediano de haberle robado el reloj; aunque en mi familia somos bastante cobardes y de soslayar los problemas. Pero no imagino a mi madre quedándose de brazos cruzados si alguno de nosotros estuviéramos a punto de morir, aunque en ello le fuera la propia vida. 



Espero que mi capitán Ahab vuelva pronto y me explique. 

viernes, 9 de septiembre de 2016

Cinco escalones

Es alucinante cómo funciona el cerebro. Ayer por la mañana desperté con la solución a un problema que tenía con una estructura y que no había podido resolver estando despierta. Puede que fuera culpa del cansancio o de que otros pensamientos (recoger los trajes de Guille de la tintorería, escribir un e-mail al colegio de arquitectos de Granada, devolverle una llamada a mi prima...) se apoderaran de todas las conexiones neurales y lo realmente importante se viera relegado a un segundo plano. Sospecho que mi cerebro no es multitarea. El de mi madre sí. El de ella tiene un reloj interno que va desgranando segundos y sumándolos. Aunque la mente de mi madre esté ocupada con otro asunto, si se le interrumpe y pregunta cuánto tiempo hace de la muerte de mi padre, ella es capaz de decir años, meses, semanas, días y horas. Yo no. Yo tengo que recordar la fecha y hacer el cálculo. A ella, que tardó tanto tiempo en pasar de la depresión a la aceptación, le cuesta comprender que mi dolor por la ausencia de mi padre no sea, al menos, semejante al suyo. Pero para mí sólo fueron seis años en los que un tercio, o tal vez la mitad, no tengo recuerdos. 

Curiosamente, lo que más añoro, lo que más me entristece, lo que más echo en falta, son momentos que nunca ocurrieron pero que mi imaginación no deja de generar en cuanto abro un libro que él leyó o escucho alguna música que sé le gustaba. Seguro que habríamos disfrutado compartiendo opiniones, discutiendo, compartiendo descubrimientos...

Ayer, día 8 de septiembre, fue el 28 aniversario de la muerte de mi padre. Toda una eternidad.





Maneras de vivir

Mi vecino de enfrente canta a pleno pulmón canciones de Rosendo, aunque se le da realmente mal, incluso peor que al propio autor; pero resulta agradable escucharlo por el esfuerzo que pone. Si las paredes de su piso fueran transparentes o saliera al balcón para cantar, intuyo que lo veríamos rasgando con furia las cuerdas de una guitarra imaginaria. 

No creo que esté mal hacer algo, aunque seamos pésimos en ello, siempre que se saque placer y no se ponga en peligro la vida y los bienes ajenos. 

Hace poco un buen y admirado amigo dijo que mis historietas son muy naífs. Estoy en proceso de asumirlo, mientras sigo dándole a las teclas. Cada uno se divierte como puede. Mi madre prefiere la comodidad de sentarse delante de la televisión y convertir la ficción de un puñado de personajes en sus propios asuntos. Mi sobrina le sigue los pasos. Cuando esta mañana fui a la casa de mi cuñada para recoger algunos melones, calabacines y berenjenas que su padre nos había regalado de su huerta, encontré la cocina llena de adolescentes greñudas, legañosas y en pijama, aunque ya pasaba el mediodía. Las niñas se habían quedado a dormir con mi sobrina para ver Gran Hermano, un programa que es como una jaula de hámsters: encierras a unos cuantos individuos y los miras alimentarse, fornicar y dar vueltas y más vueltas en la rueda. 

Las niñas ya saben a qué casting se tienen que presentar para ser aceptadas en ese programa porque sólo pueden entrar mayores de edad. También han decidido a los amigos que llevarán para que las apoyen y los meses que perderán de clases, incluso si les convendrá tomarse un año sabático en los estudios. 

¿Se les puede reprochar que se vean tentadas por esa forma de vida? Un joven de 16 años inventa un detector de cáncer económico y apenas tiene repercusión en los medios de comunicación. Sin embargo un caradura se hace pasar por quien no es y su jeta es reconocida incluso por quienes no vemos la televisión.


jueves, 8 de septiembre de 2016

Señores y criadas

Soy una pazguata. En este mundo aún hay muchas cosas que me asombran. 

Supongo, me temo, que la situación no habrá cambiado: casi todas las bases y recintos militares que conocí en mi infancia, tenían separadas las zonas de esparcimiento de los oficiales y los suboficiales, incluidas sus familias. Piscinas, cantinas, salas de juegos... todo duplicado para que los unos y los otros no se mezclaran. En los pocos lugares donde no se producía esta duplicidad de construcciones, sólo se debía a la falta de espacio o personal.

Estos días diseño una vivienda unifamiliar aislada en la costa de Málaga. Tres módulos: uno para los dormitorios, otro sala de estar-comedor y despacho y otro para la cocina, el lavadero y el dormitorio de la chica. La chica es una señora de unos 45 años, algo mayor que los promotores de la vivienda. 

Los tres módulos que componen la vivienda están conectados entre sí por pasillos acristalados, pero hace un momento (antes de ponerme a escribir) estaba colocando puertas secundarias a cada módulo para que la chica no tenga que atravesar las estancias y ser vista cargando los trastos de la limpieza o interrumpa con su presencia a quien está viendo la televisión o leyendo un libro tumbado en el sofá.

¿Existe algún otro trabajo donde se acepte y haga tan evidente la diferencia de clase social? 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Fénix

El calor no escampa. Cae en vertical al mediodía con tanta fuerza que hace daño. Nos empapa el rostro, la espalda, las axilas... Los goterones de sudor se pueden sentir resbalar por la piel desnuda al mínimo esfuerzo. 

Y mientras el calor aletarga incluso cuando ya ha llegado la noche, esta ciudad parece renacer de sus cenizas (puede que esa sea la razón del bochorno sofocante). Los estudiantes regresan poco a poco, una vanguardia que se convertirá en un ejército dentro de pocos días. Los establecimientos, los que no han sustituido directamente el cartel de vacaciones por el de Se alquila o Se vende porque aún quedan profundos residuos de la crisis, vuelven a su horario normal. Hasta se ven abiertos algunos bares pasada la media noche y transeúntes que regresan con pereza a casa. Y, lo más importante, ya se puede pinchar en la sección de eventos culturales de un futuro inmediato del Ayuntamiento de Granada sin toparse con un desolador erial. 

Siempre me gustó mucho esta época por las expectativas de renovación y de promesas, aunque hubo un tiempo, por tener que volver al internado y alejarme de mi familia, en la que no me daba cuenta de ello. 

domingo, 4 de septiembre de 2016

El baile de los murciélagos

Recuerdo con nitidez la primera noche que pasé al raso, aunque no sé ubicarla con exactitud en el tiempo. Ocurrió entre mayo y septiembre de 1988. Yo ya era atea, cosa que ocurrió el día de mi primera comunión, y mi padre seguía vivo. Su enfermedad lo había llevado a una de aquellas interminables estancias en algún hospital de Málaga o Granada, y a mi madre con él. Nosotros nos quedábamos al laxo cuidado de algún vecino que se pasaba por casa un par de veces al día para saber que no estábamos enfermos. De cualquier otro problema -como que hubiéramos quemado la cocina- se habrían enterado de inmediato porque vivíamos a escasos metros los unos de los otros. 

Aquella noche sacamos las hamacas de la playa y las extendimos en el patio. Aún queda una hamaca de aquellas en la casa de mi madre, de tubulares blancos y lona blanca y azul marino. Supongo que no teníamos la intención de pasar la noche fuera, pero lo hicimos, por pereza o porque queríamos estar juntos. Sin miedo, porque mi abuela nunca infectó a mis hermanos con sus historias de tormentas secas de verano y rayos que acaban con familias enteras que duermen a la intemperie por el calor, y yo aún no había pasado ningún verano a su cuidado. 

De aquella noche recuerdo la claridad con la que se veía la Vía Láctea y el vuelo de los murciélagos que parecía un baile con una estudiada coreografía: siempre a punto de chocar entre ellos o contra los objetos, sin hacerlo nunca.

El viernes por la noche, cuando salíamos de la casa de mi madre después de la cena, a eso de las once y poco, fue ella la que nos hizo darnos cuenta que ya apenas se ven murciélagos. Ha cambiado mucho la noche en muy pocos años a su alrededor. La gente de su zona ya no tiene la costumbre de sacar las sillas a la calle para tomar el fresco y conversar entre susurros. Las ventanas de las casas que antes permanecían abiertas de par en par para refrescar las estancias con el aire húmedo de los campos regados, ahora permanecen cerradas a cal y canto para impedir que el frío del aire acondicionado escape. El aroma de la fritanga de la cena ha sido sustituido por el olor mucho más tenue de las pizzas. Ni siquiera el destello de las televisiones encendidas es el mismo. Aquellos aparatos de fondo más grande que la pantalla, emitían parpadeos como un faro en mitad de una tormenta. Los aparatos de ahora, a pesar de sus tamaños semejantes a pantallas de cine, sólo son luces mortecinas incapaces de traspasar las cortinas más tenues. Sí se sigue escuchando el ladrido de algún perro a lo lejos, pero amortiguado por el estruendo de alguna unidad exterior que necesita silentblocks.

Duele

Duele. Tengo una luxación de espalda. Una lesión antigua, un accidente en la obra. Hace algunos años estuve a punto de caer al vacío. Me dañé la espalda y machaqué un dedo. Toda la mano se me inflamó, parecía que iba a explotar por culpa de la presión. Del daño en la mano no queda rastro. Ni siquiera recuerdo si fue la izquierda o derecha. La espalda sí me da por saco de vez en cuando. Ahora no es un dolor agudo; se trata sólo de un requeme, es la palabra que utiliza mi madre incorrectamente para referirse a un dolor persistente pero no fuerte. Anoche sí molestó más. parecía recibir un pinchazo con cada latido del corazón. Menos mal que mi ritmo cardíaco es lento. 

El dolor anula cualquier otro pensamiento.  Intento distraerme viendo un capítulo de una de esas series surcoreanas que me gustan tanto; pero la distracción se vuelve una molestia de inmediato. Prefiero el silencio. Incompleto. Guille ve la televisión en el dormitorio, con los auriculares encasquetados en los oídos, pero uno de mis vecinos tiene puestas las noticias a un volumen tan alto que me permite escucharlas con nitidez. 

Dos semanas de la desaparición de una chica en Galicia. Ya han sacrificado a la madre. ¿Será realmente culpable de algo? Confío en los jueces, pero también son humanos. Nadie volverá a devolverle completamente la condición de inocente, aunque se demuestre que lo es. 

El papa Francisco hace santa a Teresa de Calcuta. Una santa que creía conveniente que los enfermos sintieran dolor, según leí hace tiempo en un artículo. Tenía suficiente dinero para proporcionar analgésicos a sus clínicas, pero los racaneaba por culpa de sus creencias religiosas: el dolor santifica. 

En este momento yo santificaría al inventor del Nolotil. 

Conversaciones robadas: Delante del supermercado

Supermercado Mercadona de la Redonda, cerca de la calle Alhamar. Última hora de la mañana del sábado. Señora rumana pidiendo limosna, sentada a la sombra de una jardinera que hay en el patio delante del supermercado. Señora gruesa embutida en ropa elástica de deporte saliendo del supermercado cargando dos bolsas en cada una de sus manos. Chica con vestimenta musulmana entrando en el supermercado. Grupo de tres adolescentes espigadas (altas y delgaduchas), con un refresco en una mano y un trozo de pizza en el otro. 

Señora gruesa, alzando la voz para ser escuchada: Con el calor que hace y cubierta de pies a cabeza. 

Chica musulmana: Silencio (tal vez esté acostumbrada).

Una de las adolescentes: Más abrigan las orzas de manteca

Señora rumana: Chasquido con la lengua, como reprochando. Ignoro si a la mujer gruesa por meterse con la musulmana; a la adolescente por meterse con los kilos de más de la señora gruesa; con ambas por intolerantes; o con toda la sociedad por injusta.

jueves, 1 de septiembre de 2016

El sillón

Cuando era pequeña, en el porche delantero de la casa teníamos dos sillones muy pesados hechos con la madera de las cajas de armamento y tubulares cuadrados. Las maderas de los sillones estaban pintadas con colores muy brillantes. Azul los nuestros, rojos, naranjas o celestes los de las casas colindantes. Me gustaban aquellos sillones y su ubicación. Apoyaba la espalda en el asiento y el trasero en el respaldo y me tiraba infinitos minutos mirando las nubes desplazándose. Si alguien me veía, me gritaba: Que se te va a bajar toda la sangre a la cabeza. Pero no les hacía caso porque imaginaba que las consecuencias de írseme toda la sangre a la cabeza sería un géiser rojo brotando de mis fosas nasales, y eso molaba. 

Creo que esos sillones azul brillante y el sillón de lectura que tenía en el piso de Barcelona, han sido los únicos objetos que he echado de menos. Ni muñecos, ni peluches, ni almohadas, ni ropa... 

Mi sillón de lectura del piso de Barcelona era grandioso. Uno de esos sillones que esperas ver en la biblioteca de una película ambientada a finales del siglo XIX, de piel, un respaldo muy alto y orejeras. Es verdad que estaba viejo, pero eso lo hacía aún más apreciado. Mi índice, intuitivo e independiente, hurgaba en un agujero que tenía la piel en el brazo derecho mientras mi mente estaba perdida entre las páginas de algún libro. De vez en cuando reparaba aquel agujero para que el brazo del sillón, relleno de borra y espuma alrededor del esqueleto de madera, no terminara destripado del todo. 

Mi cuñada, que ha estado de okupa en nuestro piso durante unos meses, preguntó cuánto le costaba tapizarlo. Pero acaba de descubrir Ikea y vio que le salía más barato comprar uno nuevo. Ahora, donde estaba mi magnifico sillón, hay un armatoste que parece una tumbona y que al reclinarse en ella, sientes la necesidad de abrir la boca a la espera de la aparición de un dentista. 

Ya no leo ahí. Ahora lo hago sentada en el suelo, metida en el hueco que hay entre las estanterías y un pilar. Al menos, el nuevo sillón es bueno para echarse la siesta. 

Pereza

En una de las fotografías que más me gustan de mi madre, ella está rodeada por mis tres hermanos, en una época en la que yo aún ni siquiera era un óvulo en su cuerpo. Lleva a mi hermano pequeño cogido a horcajadas en su cadera derecha, su mano izquierda sujeta la muñeca de mi hermano mediano; con esa mano también agarra una cesta de mimbre de la que asoman algunas verduras, y mi hermano mayor está aferrado a la falda de su vestido, un vestido con un estampado muy bonito y elegante, de flores difuminadas, diminutas, verdes y moradas; la tela es brillante, como de seda. El color del vestido está en mi memoria, de haberlo visto colgado en su armario durante algunos años de mi infancia, porque la fotografía es en blanco y negro. Mi madre es una persona muy activa. Cuando cayó enferma por depresión, hubo mucha gente que no la entendía. En la cabeza de demasiadas personas no cabe la posibilidad que la voluntad se anule hasta el extremo de preferirse la muerte a seguir respirando. La acusaban de floja, de vaga, de perezosa. 

Por épocas, me aterra imaginar que estoy al borde de sufrir su misma enfermedad. Me ocurrió el domingo antes de salir para Barcelona. Esa noche me acosté temprano. Cuando desperté, no me apetecía salir de la cama. Me di una tregua. Fue como una desconexión, un salto en el tiempo que se tragó dos horas. Me di otra tregua... y otra. Estuve más de doce horas acostada. Mi tío Fermín me tranquiliza. Asegura que ahora hay fármacos más efectivos que cuando mi madre estuvo enferma. Y, además, lo mío no era depresión, se trataba sólo de pereza.