Hoy tocaba despedirse de
los baños veraniegos en la piscina de la casa de mi hermano mediano. El agua
comienza a tomar matices verduscos porque lleva unos días sin echarle cloro y
porque el sicomoro empezó a dejar caer algunas hojas prematuras, anuncio inequívoco,
más que la fecha legítima en el calendario, de la muerte del verano.
Faltando a su costumbre,
mi cuñada no había invitado a un ejército. Sólo estábamos, además de nosotras,
mi hermano, mi sobrina y una niña que se ha convertido en un apéndice
intermitente de mi familia, tan cariñosa que es capaz de estamparte un beso en
la mejilla porque te has molestado en pelarle una gamba o recuerdas que le
gustan los helados de trufa y odia el olor de los kiwis. (Guille anda hoy con
sus amigos del fútbol sala y no volverá hasta la noche). A la niña se la llevó
su padre cuando apenas habíamos terminado de comer, a pesar de sus protestas
porque quería volver a bañarse. La historia de esta niña no podría tacharse de tragedia (según mi sobrina); de llevar una vida irregular, sí. Cuando le
toca el fin de semana al padre, no sabe dónde puede acabar. Por lo general, aparcada en la casa de alguna amiga.
Me escandalizo, pero no
tanto como cuando habla de su compañera Sonia. Cada vez que a la niña le toca
dormir en la casa del padre, debe hacerlo en el sofá del salón porque su
dormitorio ha sido tomado por los hijos de su nueva pareja. Con quienes se fue
de vacaciones el padre este verano a la playa, mientras a ella la aparcaron
(utilización del verbo intencionada: la dejaron para no preocuparse de ella
hasta que volvieran a recogerla) en la casa de la abuela, una mujer muy mayor
que no sale de la cama.
Dicen que todo lo que no
nos mata, nos hace más fuertes. Pero dudo mucho que en el caso de Sonia sea
verdad. Un sufrimiento así, saberse una molestia para una de las dos personas
que más la deberían querer, sólo puede hacerla más frágil, desconfiada o
rencorosa. ¿Se le podría reprochar?
Siento que tal vez mi
generación, quienes nacimos después de la dictadura hasta la década de los 90,
hemos sido los niños felices de España. En ese periodo, por ser aún bastante
extraños los divorcios (en mi clase sólo había una niña de padres separados) a
los niños no se les solía aparcar
durante días, fines de semana o meses completos y, según mi madre, también nos
libramos de la permisividad que tenían padres y profesores para educar a base
de golpes durante su generación.
Cuanto me apenan esos casos. He pasado por esa situación de pareja, pero mis hijos, aunque ya mayores de edad, eso sí, siempre tuvieron su sitio.En todo caso, con toda seguridad, hubiera sido capaz de dormir en el suelo, para que mi hija durmiera en una cama.
ResponderEliminarPor supuesto, son casos puntuales. Sería un desastre social si fuera algo generalizado. Muchos de mis primos están separados, y todos anteponen las necesidades de los propios hijos a los de sus parejas (como es natural, creo).
EliminarEn la frase hubiera sido capaz de dormir en el suelo, para que mi hija durmiera en una cama se nota su calidad de padre (todo un ejemplo capaz de levantar el ánimo -la historia contada por mi sobrina al mediodía, me dejó bastante mohína-).
No sé muy bien como funciones esto de los divorcios. Tal y como dices los niños ochenteros a noventeros, estuvimos en la época donde los castigos físicos eran reservados para hechos muy graves, y sin embargo teníamos todos los "privilegios" que la sociedad exigía a los padres para con nosotros, los cuales estaban muy dispuestos a cumplir por el simple hecho de querernos. Si bien nunca fui el consentido (de hecho nadie lo fue), jamás nos faltó comida, relativamente, y mucho menos cariño. Si bien desde siempre mamá, (quien fue nuestra principal tutora, administradora, entrenadora, correctora, pero sobre todo, mamá), nos entrenó para ser independientes, para sobrevivir a cualquier circunstancia, siempre interpuso nuestra felicidad por sobre la suya.
ResponderEliminarNo sabría decir si seré buen padre; a duras penas no me odio, como para no decir que no me quiero, y en general, lo admito, soy en cierto modo egoísta, no puedo decir con certeza que interpondré mi felicidad por delante del de mis hijos, pues en este instante lo haría. Cuando los tenga cargado en mis brazos, cuando me dé cuenta que en verdad metí la pata (término coloquial para las personas preñadas/que preñaron) Allí sabré qué clase de padre seré.
Seguro que serías un buen padre. Sobra que lo dudes para sospechar que sí lo serás. Nadie esperaba que mi hermano mediano fuera un buen padre y en cuanto tuvo a mi sobrina en sus brazos, ha sido insuperable (dejó las carreras de motos y la vida desorganizada que llevaba para centrarse expresamente en su familia).
ResponderEliminarLa educación que recibiste, a mi entender, es la mejor que se puede tener. Hay padres excesivamente protectores que se empeñan en mantener aislados a sus hijos y subyugados a ellos. Cuando los niños necesitan valerse por sí mismos, no saben porque nadie les ha enseñado ni dado la confianza para poder hacerlo.