lunes, 31 de julio de 2017

La ventana indiscreta

Mi madre es muy buena descubriendo peligros. Apenas llegó a mi nueva casa, se asomó al balcón y dijo: Aquí puede trepar hasta un gurripato. Con la de escaleras que he tenido que subir y estamos casi en el suelo. A mi madre no le gusta los ascensores. Y tiene razón, la tierra se ha tragado la planta baja y media planta primera. Es un edificio con doble rasante. El patio es mucho más bajo que la rasante exterior (pequeñas trampas constructivas). Estoy convencida que si saltara desde mi balcón, ni siquiera me haría daño. Si algún día amenazo con tirarme por él, no lo diré por deseos suicidas, me instigará la impaciencia porque todo es más accesible desde ese punto. A mí me choca más la cercanía al suelo que a mi madre porque estoy acostumbrada a la terraza del estudio, que quedaba a unos 18 metros de altura. 

La cortina es corta. Queda a una cuarta de la solería. Podría descoser el dobladillo, pero quiero volver a mi antiguo barrio en cuanto pueda. Entre tanto, me entretengo mirando por esa ventana. Es curioso, porque las personas que pasean por el bulevar al que da, parecen muy cercanas. Casi podría tocarlas.

Esta tarde una abuela y su nieta (lo deduzco por la edad que tenían) pasearon durante un buen rato, arriba y abajo, sin cesar. Casi siempre iba delante la abuela, y un paso por detrás, la nieta, de unos siete u ocho años. La abuela hacía un gesto y la niña lo imitaba. Ese juego las aburrió y luego simplemente pasaban una al lado de la otra. No me recordaba a mi abuela y a mí porque la única que parecía hablar era la niña y quien la miraba embelesada, la anciana. 

Luego vinieron a pararse justo en medio de mi ventana, una pareja de novios, chico y chica. Ella gesticulaba mucho, él asentía mucho con cara de circunstancia. El tintineo de las pulseras de la chica impedía escuchar con claridad lo que decía. Algo sobre estar hasta los huevos de la discriminación de su suegra. 

Por lo general, con la llegada de la noche el bulevar se vacía de gente y se llena del olor a fritanga de la cena. Hoy empezó así, pero a eso de la una y media empezó a llegar gente. Chocaba, porque algunos iban vestidos con pijama. Fueron desapareciendo mucho más lentos de lo que había aparecido. Aún ahora, dos horas más tardes, queda una familia con un adolescente al que se le está cambiando la voz. Es estridente, meliflua, cantarina y desafinada. A pesar de la madrugada, lleva un rato llamando a todos sus contactos, preguntado: ¿Lo has sentido? Ha sido tremendo, tío. Casi me cago de miedo. Pensaba que se nos iba a caer todo encima... Estoy tentada de asomarme por la ventana: ¡Eh, chaval! ¿Qué móvil tienes? ¿Qué marca es? 

¿Cómo diablos no se le ha acabado ya la batería? 

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