sábado, 8 de julio de 2017

Alguien nos recordará cuando hayamos muerto

Las flores cortadas me producen desasosiego. En el pasillo que llevaba a los dormitorios en el internado, había un jarrón sobre un arcón de madera labrada con pinta de ser tan antiguo como el edificio. A aquel jarrón iban a parar las flores que sobrevivían a la misa del domingo. Para el jueves sólo quedaba alguna rosa blanca cabezona, con el tallo flácido y la punta de los pétalos marrones. El viernes el jarrón aparecía brillante y vacío. 

Esta mañana me han regalado un clavel rosa perdido en una nebulosa de minúsculas florecillas blancas. Mis compañeros de desayuno creyeron durante 24 horas que me había suicidado. 

En la madrugada del miércoles la calle se llenó de coches de policía, ambulancias y un coche fúnebre. Una mujer se había suicidado durante la noche. Mi ausencia + suceso aparentemente en mi bloque (en realidad fue en el de enfrente) + supuesta razón (ahora todos me conocen por la divorciada) = conclusión errónea. Dos camioneros retirados que se cuenta entre los habituales a la hora del desayuno en el bar, compraron la flor y el camarero la puso en un vaso de tubo y la colocó en la barra, donde suelo sentarme.

Durante el día, por las conversaciones de algunos clientes, el camarero se enteró de la verdad. La suicida fue una señora mayor con una enfermedad terminal; sólo adelantó lo inevitable, acortando su sufrimiento (E.P.D.).

En agradable saber que alguien, que no es de mi familia, me echará de menos si desaparezco. 

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