sábado, 9 de julio de 2011

Puaaaaaaag

Dice mi madre que cuando yo era pequeña era muy "mica" (ella, a esta palabra, le da el significado de melindrosa y quisquillosa en el comer). Sin embargo, por lo que cuenta que comía cuando era pequeña, sospecho que simplemente era una niña flacucha porque no paraba quieta. Cuenta, y yo de ello sólo tengo un recuerdo remoto, que las gallinas que comíamos cuando yo era pequeña, había que matarlas. Todas las familias en el Destacamento teníamos derecho a dos pollos de la granja (los soldados no podían consumirlos por algún tema de documentación legal). Los animales llegaban vivos a casa, atados de las patas, y mi madre tenía que sacrificarlos. Dice que los primeros les costó mucho trabajo, que hasta temía estar cometiendo un pecado mortal, pero que los siguientes fueron muy fáciles. Según ella, las gallinas incluso han sido diseñadas para que se las mate con mucha facilidad: hay que doblarles el pescuezo y buscar con los dedos una juntura que tiene más o menos a mitad, se les mete ahí el cuchillo y el animal muere casi de inmediato. Mi comida favorita era el puchero. Hacía, según cuenta, unas ollas enormes que sólo duraban un día porque mis hermanos eran voraces. Iban a pie desde el Destacamento a Antequera como si fuera un paseo normal (hay más de 20 kilómetros) y también estaban creciendo (no me extraña que se comieran hasta bocadillos de galletas El Principe con patatas fritas de bolsa -el preferido de mi hermano mediano-). Mi madre, para mí, guardaba lo más suculento del puchero: los huevos sacados de las entrañas de la gallina, los que aún estaban formándose. Cuatro o cinco huevos que recordaban a yemas, de diferentes tamaños: desde tamaño perdigón a yema normal y corriente de un huevo. Sólo comía los huevos del puchero y de segundo: sangre frita (la que había derramado la gallina). Si la gallina no era ponedora y no tenía huevos en su interior, cuenta mi madre que me gustaba lo que ella llamaba un "mojón de perro" (asquerosidad de nombre). Consistía en machacar unos cuantos garbanzos, mezclarlos con aceite, vinagre y una pizca de sal y meter esa pasta en un trozo de pan.



 Hoy mismo he vuelto a probar la sangre frita. Mi suegro biológico ha matado una gallina esta mañana para hacer tomate frito con pollo (los tomates se los ha traído un vecino de su huerto). Ayer hice el comentario de la sangre frita que comía durante mi infancia y hoy, a la hora de comer, como sorpresa, me tenía preparada una tortilla negruzca de olor ferroso. (Me enternece que la gente haga cosas de este tipo por mí, porque significa que han pensado en mí al menos durante cinco minutos y que se esfuerzan por satisfacerme). Sólo comí un trocito (mi suegro sabía que iba a ocurrir así, y no se ha ofendido). No recordaba el sabor; será que también evoluciona con la edad el paladar.

2 comentarios:

  1. Cuando yo era pequeña, hace ya mucho tiempo, en mi barrio de Madrid, la gente criaba pollos en los patios de las casas. Recuerdo que una vecina mataba a los pollos en el portal de casa. Se ponía allí con una palangana para recoger la sangre, le pegaba un tajo en el cuello al animal, y listo.
    Qué cosas.

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  2. El invierno pasado estuve haciendo una rehabilitación para un cortijo muy antiguo de un cabrero. Como le conseguí una subvención de la Junta de Andalucía, el hombre estaba muy agradecido y quiso regalarme un choto (un cabritillo muy mono, blanco, de enormes ojos, de pocos meses). Por no ofender al cabrero, lo acepté (pensaba que podría dárselo a mi madre que vive en una casa de campo). Le dije que lo recogería a la vuelta, porque aún tenía que ir a ver otra rehabilitación de la zona. Cuando volví el pobre bicho estaba despedazado y metido en un bolsas de plástico... mis hermanos y mi madre lo disfrutaron mucho (con patatas y ajos). Ni que decir tiene que yo no probé bocado (pobre bicho, con lo mono que era). Mi madre aún se desternilla de risa cuando recuerda lo ocurrido.

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