jueves, 28 de julio de 2016

Piensa mal...

A eso del mediodía, cuando los rayos del sol caen verticales y las sombras son mínimas, desde la atalaya de mi azotea, los transeúntes parecen buscar refugio de algo más hiriente que el calor. Rápido, rápido, rápido. Corren al pasar por las zonas donde no existe ninguna protección y casi paralizan el paso por los pequeños rincones de sombra. Desde aquí arriba, los peatones recuerdan esas historias de ciudades en guerra donde es peligroso incluso ir a buscar unas botellas de agua. Más que del sol, parecen protegerse de las balas certeras de un francotirador. 

El calor está produciendo estragos. Hasta la pita de mis vecinos parece haber sucumbido. Sus hojas están arrugadas, mustias, de color terroso. Antes de la parálisis de la ciudad a la hora de la siesta, el termómetro que hay junto a El Corte Inglés marcaba 40º C. En una de las callejuelas paralela a San Antón, una chica joven, después de llevarse la mano a la frente, cayó de rodillas, como si fuera a rezar, y después de espalda. Inmediatamente la chica fue socorrida por media docena de personas. No perdió del todo la consciencia. El sudor resbalaba por su rostro muy pálido. Parecía avergonzada por el revuelo que se formó por su culpa. Se excusaba: Lo siento, todo se me puso negro de repente y las piernas se me volvieron de chicle. Una mujer mayor le hacía aire con un abanico. Otra le puso un pañuelo húmedo en el cogote, otro le ofreció un botellín de agua.

Hacía siglos que no veía marearse a nadie. Hoy, el azar, ha querido que fueran dos personas. En el supermercado una señora de edad contradictoria, vestía un conjunto de tela sintética apropiada para adolescentes, aunque su rostro parecía haber dejado atrás hacía mucho esa época, cuando se disponía a pagar, se apoyó en el mostrador de la caja y aseguró estar mareada. Sospecho que nadie la creyó. A pesar de ello, la cajera y el encargado se mostraron solícitos. Le ofrecieron una silla y agua. La mirada de casi todos los que esperábamos estaba puesta en las bolsas atiborradas de cosas sin pagar. Hubo quien susurró su incredulidad y quien vaticinó que la señora intentaría marcharse sin pagar. Me fui antes de que eso ocurriera. Y aunque siempre camino de forma apresurada, sin motivo, por pura inercia, la mujer, a pesar de ir cargada con dos bolsas saturadas, me dio alcance y pasó. Junto al semáforo, un coche la esperaba. 

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