viernes, 14 de junio de 2013

Los renglones torcidos de Dios

Las mujeres miran a los niños a través de los cristales manchados de gotas de lluvia evaporadas. Los dos  niños tienen los ojos verdes y hoyuelos en las mejillas que se acentúan cuando ríen. A Carlota le gusta meter las manos en el cabello de Efraín. Los rizos negros se enroscan en sus dedos como tentáculos. El pelo ensortijado lo ha heredado Efraín de su madre. También Carlota ha heredado de su madre la cabellera rubia y espesa que hipnotiza a su amigo cuando el viento la mece, pero nadie lo sabe porque siempre está cubierta por una toca que no deja escapar ni un mechón. Cuando llega la hora de marcharse, Efraín protesta, llora, patalea. No comprende por qué no se pueden llevar a Carlota. ¿Qué hace una niña en un convento de clausura? El niño depone su actitud cuando su madre promete que volverán a visitar a Carlota y a la madre superiora pronto.

Pronto, resultó ser cinco años, una eternidad que sombreó el labio superior de Efraín, llenó de músculos su cuerpo y le proporcionó una altura que lo obligaba a inclinar la cabeza para mirar a casi todas las personas que conocía. A Efraín lo atormentó todos los días de esos cinco años la idea de que Carlota se hubiera olvidado de él. A Carlota se le aceleraba el corazón cada vez que la campana de la portería sonaba anunciando una visita: siempre esperaba que fuera su amigo.

Las mujeres miran a los adolescentes a través de los visillos de la ventana. A Efraín, ahora que ya no es un niño, le está vetado el convento de clausura. Carlota podría salir fuera, pero no hay quien le sirva de carabina. El adolescente se ha encaramado a la tapia y Carlota se ha subido a una de las ramas más alta de la morera que crece en el perímetro del vergel. Están tan cerca que la mano femenina puede penetrar en la caballera de su amigo y sentir los rizos que envuelven sus dedos. En los dos pares de mejillas aparecen hoyuelos cuando ríen ante el absurdo temor de que el otro lo hubiera podido haber olvidado. 

A la madre superiora y la madre de Efraín les agrada una amistad que vaticinan terminará convirtiéndose en amor. Efraín es un buen chico, de buena familia e inteligente. Carlota, desde el día que supuestamente fue abandonada a las puertas del convento, sólo ha puesto los pies fuera para ir al colegio. Sabe cocinar y coser mejor que cualquier novicia. La madre superiora sonríe cuando antes de despedirse, Efraín coloca un objeto en la mano que había estado enredada en su cabello: un anillo que compartirá la misma cadena que la medalla del Sagrado Corazón de Jesús que el padre Onofre le regaló cuando tomó la primera comunión.

La yema de los dedos de Carlota están asaeteadas por la aguja. Aprovecha cualquier rato libre y parte de la noche para hacerse el ajuar. La boda se ha adelantado. Efraín se marcha a la capital a estudiar Arquitectura y la madre quiere que lo acompañe para que se ocupe de él. Pero sólo puede hacerlo si han pasado por el altar. Sábanas, manteles, paños de cocina, talegas... y un camisón que esconde a la vista de las monjas y enciende sus mejillas: es de tela transparente y los tirantes son dos lazos anudados. Carlota ríe constantemente, aunque no exista razón. Sólo un pequeño nubarrón ensombreció su felicidad al principio del verano, cuando pidieron al padre Onofre que reservara una fecha en septiembre para casarlos. Incomprensiblemente, montó en cólera. Gritó. Carlota estaba destinada a tener como único amor, a Dios. Se negaba rotundamente a celebrar esa boda. El sacerdote necesitó una semana para ser comprensivo. Le regaló un cachorro para sellar la paz. Un perro del tamaño de una rata y feo como una rana, que supo reconocer su nombre, Reverenda, entre todas las demás palabras que pronunciaba su ama. 

¿Dónde se había metido Carlota? Sólo faltaban tres días para la boda. La noche anterior se había retirado temprano a su habitación porque estaba muy cansada y había vomitado lo poco que pudo cenar. Por la mañana ya no estaba, ni en su dormitorio ni en ninguna otra parte del convento o alrededores. Nervios por la boda, por lo que ocurriría luego, por tener que dejar el convento de donde apenas había salido en toda su corta vida... Sólo cuando Efraín se enteró, las especulaciones absurdas de una huida voluntario dieron lugar al temor de que algo malo le había ocurrido. La perrita se había escapado pocos días antes. Efraín temía que Carlota hubiera ido a buscarla en mitad de la noche y la oscuridad traicionera no le hubiera permitido ver un pozo sin clausurar. 

Inmediatamente se creó una batida que dio resultados antes de caer la noche: Carlota estaba a cinco kilómetros del convento, agazapada junto a una roca, vestida con el camisón que había cosido sólo para los ojos de Efraín, con los pies destrozado y emitiendo unos susurros incoherentes que el padre Onofre identificó como una clara evidencia de que la muchacha estaba endemoniada. El grito que emitió cuando el sacerdote intentó hacerle beber agua bendita, lo confirmó. 

De nada sirvió un exorcismo, ni el rezo de todas las monjas del convento de clausura, ni la promesa de Efraín de que iría todos los domingos a misa. Carlota no volvió a ver amanecer. Tres días más tarde se celebraba el funeral. La ciencia y la cordura habían vencido a las supersticiones y el cadáver de quien enterraban no era el de una endemoniada si no el de una mujer joven infectada de rabia. Onofre ofició la misa. De sus ojos verdes no cesaron de salir lágrimas que recorrían sus mejillas, esquivaban la concavidad de sus hoyuelos y llegaban a la barbilla. Todos estuvieron de acuerdo en que el sacerdote, por haberla visto crecer desde casi el momento de su nacimiento, quería a Carlota como un padre.

Otro de los cuentos de mi abuela. Me encantaban los que trataban de personas infectados de rabia. 

2 comentarios:

  1. Pobre Carlota, que mala suerte tuvo a la vista de su boda y con ajuar al que no faltaban ni las TALEGAS, que supongo serían para acarrear el pan, al menos el uso más frecuente a que eran destinadas cuando yo niño. También para llevar los costos (comida) al "tajo", que no sería el caso si Efraín conseguía licenciarse en Arquitectura. No estaría bien vista una talega en un estudio.

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    1. Aún existen las talegas. Se pueden encontrar en los bazares chinos, al menos aquí en Granada. En Barcelona no las he visto -o no me he fijado en ellas-. No conocía esa otra utilidad: la servir para llevar la comida al tajo. En los comedores de las obras grandes se suelen ver muchas bolsas de plástico de los supermercados y fiambreras de todas clases.

      Sí, la vida de Carlota fue muy desdichada: breve y cercenada cuando iba a comenzar a disfrutar. Además, muerta por un regalo que le hizo su padre. Mi abuela estaba convencida que le regaló el perro infectado de rabia a posta, para que muriera antes de casarse con su propio hermano.

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