viernes, 21 de junio de 2013

El hombre de Hierro

Le llamaban El Hierro -y a tal mote respondía como si fuera su apellido- porque parecía no tener necesidades ni sentimientos. Fue el primero que se atrevió a vivir en El Cortijo del Muerto, después de permanecer cinco décadas deshabitado. De él se contaba que había pertenecido a una familia numerosa, el matrimonio y cuatro hijas, y que el cabeza de familia, después de que la más pequeña se quedara embarazada, degolló a todas porque las culpaba por igual de la deshonra. Durante una semana se estuvo levantando, yendo a trabajar, almorzando y volviendo a casa, como si nada hubiera ocurrido. Incluso compartía el lecho con su esposa muerta, a pesar de la frialdad, de las miasmas y del hedor. Cuando iba a confesar al cura el delito cometido, cayó en mitad de la plaza del pueblo. Los líquidos putrefactos del cadáver de la esposa penetraron en la herida que se hizo en la mano al empuñar el cuchillo e hincarlo con fuerza en los cuerpos desprevenidos. La infección había pasado al torrente sanguíneo. Ya no hubo nada qué hacer, a pesar de que fueron rebanándole el brazo rodaja a rodaja hasta llegarle al hombro. En menos de dos semanas había desaparecido de la faz de la tierra toda la familia. Por eso lo llamaban El Cortijo del Muerto, porque nadie creía que tuviera alma un hombre capaz de cometer semejante atrocidad. Pero al El Hierro le era indiferente qué se contara del lugar que habitaba. Sólo era un techo bajo el que cobijarse.

Puede que la vida de El Hierro jamás hubiera cambiado si en el pueblo no hubieran instalado un lupanar. Habría seguido levantándose de madrugada, trabajando durante todo el día, incluidas las horas destinadas a la siesta en el verano en las que hasta las chicharras se aletargaban, para regresar a una casa vacía y silenciosa. El prostíbulo se llenó de chicas exóticas. El Hierro veía a toda aquella variedad de hembras desde la distancia, cuando salían a jugar o a tender la ropa durante el día. Él, que jamás había sentido curiosidad por las mujeres ni la necesidad de formar una familia, y que en sus 25 años de vida, exceptuando el inevitable roce de la madre, ningunas manos ajenas a las propias habían tocado su cuerpo; en cuanto vio la fulgurante melena rubia de Irina sólo pudo pensar en acariciarla. Y lo hizo con manos trémulas, no por el nerviosismo de poder satisfacer un deseo, si no por miedo a estropear la cabellera de la mujer que le parecía tan sutil y delicada como el algodón de azúcar de la feria.

Durante cinco semanas, en días alternos, El Hierro no faltó a su cita con Irina. Iba de madrugada, cuando apenas quedaban clientes. Aunque sólo pagaba por un servicio de media hora, la mujer le pedía que se quedara a pasar la noche porque la forma que tenía de acariciarle el pelo conseguía adormilarla ahorrándole el difícil trance de permanecer en vela, sola y con sus pensamientos, que siempre eran sombríos. Fue Irina quien tuvo la idea de convivir. A El Hierro no le pareció raro tener que acordar un precio con el proxeneta del prostíbulo para que la dejara ir y ni se inmuto cuando Irina apareció ante su puerta con una maleta de cartón en una mano y un niño de cinco años, rubio como ella, en la otra. Y cuando Irina alegó tener que arreglar papeles en su ciudad natal, El Hierro le pagó el viaje hasta Rusia. La madre dejó al hijo al cuidado del hombre como confirmación de que volvería... Y lo hizo, después de ocho años y medio, cuando para ambos sólo era un recuerdo doloroso, como el que se tiene de alguien que ha muerto; y los muertos no vuelven a la vida. El Hierro observó con aparente indiferencia las maniobras de seducción de Irina: intentaba encandilar al hijo con el dinero y las riquezas del hombre que le había puesto un anillo en el dedo, para llevárselo con ella lejos, muy lejos. Nicolai, Nicolás, se despidió de los amigos, arregló su maleta y arrastró los pies hasta la puerta de la casa, dilatando el tiempo que aún estaría junto al hombre al que hacía mucho  que llamaba padre y que se mostró impávido, con la mirada fija en la pared vacía, incluso cuando el niño dejó un rastro de lágrimas en su mejilla después de besársela. 

2 comentarios:

  1. Parece claro eso que dicen (Se lo he escuchado a un Venezonalo) que los pollitos al final se van con la gallina, aunque el padre sea el mejor gallo del corral, como fue el caso del Hierro ese.

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    1. El pobre chaval quería quedarse con el que había sido su padre hasta entonces, pero como el hombre no le pidió que se quedara, ni exteriorizó su cariño, optó por marcharse con la madre. En cuanto fue mayor de edad, volvió al pueblo y a vivir con El Hierro. Cuando era pequeña e iba a ver a mi abuela, aún estaba El Ruso, ya convertido en anciano, por allí.

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