sábado, 29 de junio de 2013

La Colonizadora

Mi madre llega muy temprano para ayudarme con la compra y hacerme compañía. La ha traído mi hermano mediano y también se la ha llevado casi inmediatamente después de comer. Hace siglos que no conduce. Tiene el carnet caducado y no tiene coche. Cuando la gente le pregunta si le dan miedo los coches, ella admite que no, pero añade de inmediato: me dan miedo las personas que conducen de forma inconsciente. Y suelta una retahíla de conductores famosos que han cometido barbaridades. Su mente está llena de datos extraños sobre gente extraña, de famosos momentáneos que dentro de pocos años serán juguetes rotos o trozos frikis de un pasado olvidado. En la frutería habla con el dependiente chino mientras escoge un melón maduro -pero no mucho, porque recuerda que yo los prefiero algo enteros-. Los reconoce por su sonoridad; el dependiente, por el tacto. Yo los escojo por el aspecto, sin ninguna ciencia milenaria que me indique qué grado de madurez o dulzura tendrá, confiada en el azar. El dependiente le regala un puñado de picotas. Cuando voy sola, la amabilidad del dependiente sólo alcanza a rebajarme algunos céntimos. 

En el portal coincidimos con los vecinos de abajo. Apenas los conozco. Ellos y mi madre intercambian el triple de palabras que habremos cruzado ellos y yo desde que nuestra convivencia sólo está separada por un forjado. Les pide que suban a merendar cualquier tarde, sin previo aviso, para hacerme compañía. Cuando estamos solas me pregunta si me he enfado por lo que ha hecho. Le digo que no. Me gustaría ser un poco más como ella. Cuando era pequeña me avergonzaba que hablara con extraños; pero hace mucho que dejé de ser tan tonta. Cocinamos juntas. Vemos una película juntas (Lo Imposible). Se nos llenan los ojos de lágrimas en las mismas escenas. Antes de lo previsto, mi hermano le da un toque al móvil y debe marcharse. Nos despedimos con un gesto de mano. A Guille le extraña que no nos besemos nunca. Besos de mi madre recuerdo muy pocos: cuando le enseñé la cicatriz llena de puntos de la apendicitis y cuando tuve un corte de digestión en la playa. Ninguno más. 

4 comentarios:

  1. Disfruta cada minuto de esa maravillosa madre.

    La mia tampoco era muy besucona, y ponia una cara rara y una risita muy pillina cuando no daba uno a mi hermano o a mi. Lo que hice de mayor fue acariciar sus brazos, y tengo ese tacto metido en mis sentidos, esa piel fina, blanca y fresquita. También nos dió por ir del brazo, como las mejores amigas adolescentes. Que maravilla, saber que me queria tanto.
    Consuelo

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    1. Yo la estoy disfrutando ahora más que cuando era un niña, que solía estar metida en la cama por culpa de la depresión. Ahora está perfectamente y me da la sensación que intenta hacer todo lo que no hizo durante años. Se apunta a cualquier curso que dan en su pueblo -ahora está asiste a uno de cocina, aunque sabe cocinar perfectamente-. A mí lo que me gusta de mi madre es cómo huele. Utiliza una colona de lavanda que sobre cualquier otra piel diferente a la suya, huele distinta.

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    2. Ahh, los años, los años... Supongo que a su madre le ocurriría lo mismo. Cuando yo era jóven apenas charlaba con desconocidos, en cambio ahora hablo sin el menor recato con cualquier tendero con los clientes próximos o con quien que sea y en cuaquier momento. Me da lo mismo dirigirme con naturalidad al de menor rango social (que no humano) que al máximo mandamás de lo que sea. Una de las pocas ventajas de llegar a mayor: Perder en esos casos la negativa timidez.

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    3. Yo hablar, hablo; pero no consigo, como mi madre, lograr que la gente me cuente su vida. (En realidad, respondo más que pregunto, supongo que ahí está la cuestión). Incluso consiguió hacerse amiga de mi vecina de Barcelona (la persona más arisca y antipática con la que me he topado nunca -cuando le saludabas, te dedicaba una mirada de soslayo con la que parecía buscarte los puntos vitales más débiles para atravesarte con un puñal-).

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