martes, 4 de junio de 2013

Entre algodones

Hubo una época en la que la importancia que se le daba a los sucesos dependía del color de la piel de quienes participaban en ellos. Si el marido y la hija de Josefa no hubieran nacido con la negrura de quien vive en libertad bajo el sol, el asesinato de la niña a manos del padre, habría tenido algún interés mediático; pero  fue considerado cosa de gitanos y sólo un periódico local publicó la noticia. Cuando Josefa llegó a La Lantejuela, con su acento extraño lleno de eses, escapando de un futuro obligatoriamente unida al parricida que sólo debía cumplir cinco años de cárcel, nadie pudo sospechar qué agriaba la expresión del rostro de la mujer. Algunos lo achacaron al animal que nadaba en la placenta de su útero y crecía con la parsimonia de las cosas bien hechas. Si Josefa hubiera tenido un confidente, le habría podido contar que aquella criatura había sido concebida para salvarle la vida, para que cada mañana al abrir los ojos y ser consciente de su existencia, tuviera más razones para mantenerlos abiertos que para volver a cerrarlos con el deseo de que permanecieran así. El padre fue un payo que siempre estuvo enamorado de ella. El pago por diez noches de sexo le proporcionó a Josefa libertad y al hombre menospreciarse a sí mismo porque creía que había emponzoñado el alma de la mujer que amaba. 

Desde el principio comprendieron que Josefa era diferente a la gente del pueblo. Prefería que no le hablaran y si le hacían preguntas directas, respondía con un gesto hosco de irritación, como si las palabras le dañaran. Para cuando dio a luz y no vieron ninguna criatura en sus brazos, todos sus vecinos estaban escaldados por su antipatía y ninguno se atrevió a intentar satisfacer la corrosiva curiosidad. Alguien comentó que el bebé había sido dado en adopción y la suposición, por comodidad de a quienes las preguntas sin respuestas no permitían pegar ojo, se convirtió en realidad.

En 15 años Josefa no tuvo amigos, ni conocidos, ni nadie que pisara su casa. Al final todos se acostumbraron a sus extravagancias, y se les permitía porque nadie cosía como ella. De la fotografía de una revista era capaz de copiar con todo detalle el vestido de fiesta, el traje o el camisón de una estrella de Hollywood. En un pueblo cuyo canon de elegancia era quitarse el mandil o la boina para ir a misa, durante las tres lustros que Josefa se ocupó de sus roperos, sentarse en los bancos de la plaza de la iglesia sólo se diferenciaba de hacerlo ante una pasarela en los modelos que usaban el vestuario: cuerpos con la única belleza del desgaste de la vida, el maltrato del trabajo duro y las deformaciones por las camadas paridas en media docena de años.



Segismundo fue incapaz de reaccionar a tiempo para no aceptar el encargo que Josefa le hacía: ir todos los días a alimentar a su perro durante la semana que estaría hospitalizada. ¿Por qué a él? Era tan huraño y arisco que los niños entraban en su confitería con el mismo desasosiego con el que se acercaban al practicante. Ir al mediodía, calentar las ollas que había en el frigorífico, dejar los alimentos en el vestíbulo de la habitación del fondo del pasillo y marcharse porque el animal se asustaba con los extraños y podía morderle. Las instrucciones que le dio Josefa eran muy precisas.  El primer día no hubo problemas: cumplió satisfactoriamente lo que se le había pedido. El segundo día Segismundo se cuestionó, ¿qué perro no ladra cuando oye extraños en su propia casa? El tercero, ¿qué perro se zampa habas con jamón y hace ascos a un hueso de ternera rebosado de carne? El cuarto día, cuando la puerta del vestíbulo que daba a la habitación comenzó a girar, en el estrecho recinto había algo más que una olla llena de puchero y los olores que de él emanaba: Segismundo estaba agazapado en las sombras y sus ojos estuvieron a punto de salirse de las órbitas porque no estaba preparado para ver lo que ante él se presentó. Era una niña, una adolescente menuda y flaca que lo escudriñaba con una curiosidad tan desmedida como la del visitante. ¿Eres el hombre del saco?, le preguntó con un acento extraño, lleno de eses.

Una habitación, un cuarto de baño y un patio, era todo el mundo que había conocido Griselda desde el día de su nacimiento. Aunque Josefa ya nunca volvería a su casa, Segismundo tuvo oportunidad de escuchar  la historia de sus propios labios. La mujer le habló de la otra hija, muerta a manos del padre y la necesidad enfermiza de proteger a ésta del resto del mundo, de mantenerla oculta y encerrada, pero ahora, cuando estaba a punto de morir, comprendía que había sido un gran error porque sólo crió a un ser desprotegido. A pesar de ello, Josefa pudo marcharse en paz porque Segismundo había ido acompañado por la niña al hospital. La llevó a cuestas un gran trecho porque los zapatos le hacían daño, la cobijaba bajo su chaqueta si algún ruido la asustaba y lastraba todos sus bolsillos con cosas que servían para satisfacer el capricho y las necesidades de Griselda. Josefa cerró los ojos y se dejó ir. Sabía que su hija iba a estar mucho mejor protegida que con ella.

Cada vez que mi abuela me contaba esta historia, no podía evitar mencionar entre carcajadas el día que mis padres hicieron 8 km en bicicleta para llevar a mi hermano mayor a urgencias porque se había pillado un dedo con el tacatá. La cura consistió en ponerle una tirita en el dedo herido y la advertencia de que no era necesario que volviera para quitársela. Los médicos de urgencias también se partieron el culo de risa

2 comentarios:

  1. Desde luego, contar con una abuela así, es tener garantía de pasar la importante primera fase de la vida, con ternura, ilustración y entretenimiento.

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    1. Sí, mi abuela era increíble. Creo que me gusta leer, en parte, gracias a ella, porque cuando enfermó antes de morir, ya no tenía quién me contara historias. Lo que lamento es no haber atendido mejor cuando me las contaba. Algunas historias sólo me las contaba a mí, otras las recuerdo gracias a mi madre y mis hermanos, que también las conocían.

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