viernes, 10 de abril de 2015

La vida no es más que una sombra andante

Leo en la terraza, sobre mi sombra, aplastándola por completo, sin dejarla escapar ni un ápice. Apenas dos páginas después de empezar la lectura, mi madre interrumpe. Está compungida. Es muy fácil que mi madre se entristezca. Si la vida no es perfecta, ella se pone a soltar quejidos, como si el fin del mundo se acercara. A mi primo Antonio no le pagaban. Le pidió prestado dinero a su madre, mi tía, ahora ya le pagan, pero mi primo tiene amnesia voluntaria y ha olvidado la deuda. Mi madre propone que se lo contemos a mi primo Paco, el hijo mayor de mi tía, pero, por su personalidad bonachona, sabemos que devolverá la deuda de su propio bolsillo. Lo sensato, lo racional, sería que mi tía hablara con su hijo y le recordara el dinero que le debe, pero ese sector de mi familia es así de extraño: más confianza con desconocidos que entre ellos mismos. 

Cuando mi madre cuelga, mi sombra comienza a escaparse por un lateral. Algunos centímetros sólo, que no han avanzado mucho más que mi lectura cuando vuelvo a ser interrumpida. El llanto de la cuñada de mi aparejadora se le ha contagiado, aunque intenta disimularlo asegurando que está resfriada. Creo que no quiere admitir que puede sentirse triste por la esposa de su hermano. Tiene que ir a buscarla al trabajo porque ha sufrido una contractura muscular en la espalda y no puede moverse; aunque tal vez la mujer sólo esté agotada porque las condiciones de su trabajo rayan con la esclavitud. Mi aparejadora quiere que la acompañe, me excuso con una mentira involuntaria. Estaba esperando a un amigo para hacerle un dibujo. Mi sombra apenas ha avanzado una palma cuando mi amigo llama para informarme que ya no necesita el dibujo porque sus clientes han dejado de serlo por no ponerse de acuerdo con la factura (querían pagar en B). 

Sigo leyendo. Hace frío y lo sensato sería refugiarme en la casa, pero el libro paraliza hasta los tiritones. Quentin Compson intenta devolver con su familia a una niña italiana que se le ha pegado como una lapa después de regalarle pan e invitarla a un helado. Faulkner vuelve a ser engullido, a las pocas páginas, por Joyce y el frío se hace insoportable. Para entonces mi sombra apenas es una mancha difuminada en el suelo, tamizada por un manto de nubes.

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