lunes, 13 de abril de 2015

El caso de las lesbianas sordas

El día que el inspector Salustiano comprobó que su superior era completamente gilipollas, coincidió con la visión del escenario del crimen más atroz al que se había tenido que enfrentar hasta la fecha (nada meritorio: hacía dos meses que había salido de la academia). 

Los hechos habían ocurrido a la hora de la siesta. El calor de primeros de abril aún no aplatanaba voluntades, haciendo obligatorio el descanso; pero sí los madrugones que imponía el repiqueteo de las campanas con el que el cura avisaba a fieles, infieles y vecinos del pueblo contiguo, de la primera misa del día. Las dos desdichadas, las dos víctimas, tenían suerte porque, aunque vivían frente a la torre de la Iglesia, ninguna era capaz de escuchar el pedo de una mosca, el soniquete de una tragaperras o el eructo, cebado con un barril de cerveza, de un camionero. 

El tiempo había sido benigno y el calor de la primavera se colaba por el balcón abierto, seguramente mezclado con el aroma a azahar de los naranjos de la plaza y de los calamares fritos del bar que había dos pisos bajo ellos, pero ni Salustiano ni su superior lo podían percibir porque todo el piso estaba impregnado con el hedor del fuego y de algún acelerante con el que el criminal había intentado ocultar sus huellas. Por fortuna, el infiernillo que utilizó para provocar el incendio, se volcó sobre la alfombra ignífuga que había a los pies de la cama a la que una de las víctimas, con evidencias de haber sufrido una agresión sexual porque sólo iba vestida con una camiseta, estaba atada. Había producido una gran humareda y la asfixia de la mujer, pero el fuego se apagó por sí mismo en cuanto se quedó sin combustible. 

El pasillo de la casa tenía unos siete metros. Salustiano no necesitó medirlo, sólo contar las huellas dejadas por su superior después de que pisara la mancha de sangre medio seca que había dejado la segunda víctima junto a la puerta del dormitorio. Su cabeza había chocado contra una de las jambas, con tanta fuerza que en la madera había quedado pegado un mechón de pelo. 

En cuanto Salustiano comprobó que ninguna puerta o ventana había sido forzada, su superior, limpiándose el sudor del rostro con un enorme pañuelo (tenía un cuerpo más apropiado para soportar los rigores de un invierno polar que una primavera suave), dijo que era hora de ir a confesarse. Salustiano lo siguió en silencio. En su vida sólo se había confesado en una ocasión, y aún estaba pagando la penitencia: un padrenuestro por cada paja que se hubiera hecho. 

El ambiente del interior de la iglesia era refrescante, producía sopor. Si las palabras susurradas de su superior y el cura no hubieran sido tan fáciles de escuchar, Saturnino se hubiera permitido echar una cabezada mientras esperaba; pero lo que los dos hombre hablaban era como el canto de las sirenas. El inspector jefe quería saber qué feligresa confesaba que su marido la ataba a la cama para follar. En todo el pueblo, el dueño de aquella perversión sólo era uno: el farmacéutico, un hombre tan orondo como el inspector jefe, de costumbres rancias y una moral tan estrecha que se negaba a vender condones y píldoras anticonceptivas.  

Salustiano ya pensó que el inspector jefe era gilipollas cuando pisó el charco de sangre, su idea se afianzó al asegurar su jefe que tenía la solución: don Carlos, el farmacéutico, había esperado a que en la plaza no hubiera nadie para escalar hasta el balcón abierto del dormitorio. Había atado a la primera víctima para violarla, pero la otra mujer se presentó en la habitación antes de consumirse el acto, don Carlos la persiguió y le estampó la cabeza contra la puerta. Después de prender el fuego, se fue tranquilamente por la puerta principal sin levantar sospechas. El inspector estaba convencido que las mujeres, si recobraban la consciencia, corroborarían su historia.  


Croquis del escenario del crimen

Pero, ¿qué ocurrió en realidad? (Solución, mañana)

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