domingo, 10 de enero de 2016

La fisgona - Primera parte (historieta)

El día que la señorita Clara volvió a casa convertida en doña Clara, Manuela agradeció poder comer sola en la cocina para esconder a la vista de los demás criados las lágrimas que no podía evitar que brotaran sin cesar de sus ojos, los que terminaron, antes del ocaso, enrojecidos y morados. Para quienes la vieron y preguntaron, el llanto fue disfrazado de resfriado, y durante algunos días tuvo que dar detalles sobre su salud. Sólo a doña Fernanda no consiguió engañar. Supo que el hinchazón de su rostro era tristeza, y la creía justificada porque doña Clara había regalado a todos los criados un rosario de palo de rosa y plata, santificado por el mismísimo Santo Padre, comprado en el Vaticano durante la luna de miel; pero se había olvidado voluntariamente de Manuela. El ama de llaves tenía suficiente edad para recordar a las dos niñas correteando por los jardines de la casa y jugando como si fueran de la misma condición, y la de veces que había tenido que sacar a una de la cama de la otra porque se habían quedado dormidas mientras hablaban. La cruel muestra de desdén a la niña no era propio del carácter apacible y dulce de Clara y doña Fernanda se lo terminó achacando a la influencia de don Cipriano, quien debía de considerar vergonzoso que su esposa tuviera a una simple criada como amiga, hecho que también explicaba que Manuela hubiera sido relegada del cómodo trabajo de servir en la parte noble de la casa, a tener que ocuparse exclusivamente de la cocina. Todas las mañanas era la primera en salir de la cama y la última, todas las noches, en meterse en ella. Y, sin embargo, para los habitantes que no llevaban uniforme, Manuela no existía porque la casa estaba diseñada de tal manera que señores y criados apenas pisaban el mismo suelo. 

La alegría volvió a Manuela de golpe; con el frío y a la par que los sabañones deformaron sus manos. Como las lágrimas, consiguió esconderlas a la vista de todos menos a la de doña Fernanda, que intentó defenderla sin contar con su beneplácito. Cuando relató lo ocurrido sentada a la mesa de la cocina y ante una taza de tila, Manuela se percató que Clarita, de repente, se había convertido en doña Clara para el ama de llaves, quien no era capaz de comprender lo ocurrido, a pesar de sus muchos años y la experiencia que estos conllevaban. Ella sólo había propuesto que mandaran a Manuela con don Justino, el padre de Clara, después de la boda había cedido la casa principal a los recién casados, retirándose él a una en el campo, mucho más modesta. Temía que el trabajo duro de la casa principal, al que no estaba acostumbrada, acabaría con la salud de la criada. Clara gritó. Se pudo escuchar desde el sótano al palomar. Llamó a Manuela desagradecida y egoísta. Su rostro se enrojeció, su cuello enrojeció y toda la carne que dejaba ver su casto escote, tuvo el mismo color que un tomate maduro, hasta que doña Fernanda exculpó a Manuela de la propuesta: la niña, a pesar de las injusticias, jamás había insinuado que quisiera dejar la casa. Antes de permitirle marchar, Clara puso en la mano de doña Fernanda un billete para comprar remedios para la salud de la criada. Con aquel dinero sobraba para dejar vacía la botica, pero la mujer calló. 

¿Para qué quería Jacinto Ramos, el jardinero, un ateo de pro, un rosario? Gasto baldío. Sólo dos días más tarde Manuela supo que la joya destinada a ella no era la que doña Fernanda le había entregado asegurando que la acababan de encontrar extraviada en los pliegues del forro de uno de los baúles del viaje. La suya colgaba del cuello de Clara, como si fuera un collar, escondido a la vista de todos por el vestido, recibiendo constantemente el calor de su pecho, enredada con el rosario que había comprado para sí misma. Desde la vuelta de Clara, no habían estado tan cerca. Menos de un metro. La bata de seda que vestía se había abierto, mostrando los rosarios y un resquicio de su desnudez, la parte más dulce de su feminidad. Nada hizo por cubrirse hasta que la criada que venía a ayudarla a bañarse interrumpió en la habitación, llenando de decepción su rostro y de tristeza la larga mirada que dedicó a la celosía de madera que ocultaba la tina del resto del dormitorio. Siguió escudriñando la oscuridad de aquel rincón incluso mucho después de saber que Manuela debió de escabullirse por la escalera de servicio, cargando los barreños vacíos que la habían obligado a aquella proximidad que alteraba a ambas y aceleraba sus corazones, como si compartieran el mismo ritmo.

Continuará... 


Algunos rincones de este mundo exigen imaginar historias

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