martes, 12 de enero de 2016

El sueño de dios

Soy dios. Intento adaptarme a las horas de sueño de Guille, pero es complicado. Me tumbo a su lado, cierro los ojos e intento dormir, pero tardo en hacerlo. El aburrimiento me ha hecho inventar un juego. Hay un enorme espacio vacío, negro, sin nada. Poco a poco he ido llenándolo de edificios, de carreteras escondidas en el subsuelo, de caminos en el cielo, protegidos por redes, por los que circulan drones cargados de pasajeros y paquetes. Es una ciudad llena de jardines y árboles, sin rastro de asfalto. Nada existía en un principio, poco a poco voy completando y perfeccionando mi ciudad.  

Desde la atalaya de mi azotea contemplo el refugio de un indigente. A nivel del suelo no se ve su escondite. Está metido en un espacio muerto que hay por encima de la bóveda de la Acequia Gorda. Aunque estamos gozando de un invierno muy benigno, debe hacer mucho frío en ese umbrío rincón porque el agua corre sin cesar bajo la fina losa de hormigón que lo separa del flujo. Al otro lado del hormigón hay un espacio amplio y vacío, siempre oscuro y cargado de humedad. 

El hombre no parece preparado para el frío. Sus carnes son muy escasas, y sus prendas de abrigo, aún más. A pesar de ello, raro es el momento que no se le pueda ver tumbado en un cochambroso colchón, dormitando. Aparentemente no le moleta ni los repartidores de bombonas de butano, que vocean a pleno pulmón para dar a conocer su presencia, ni el zumbido, como de enjambre, de los niños del colegio cercano cuando salen al recreo.

Me pregunto si, como yo, el hombre fuerza su imaginación, si, mientras parece dormir, inventa un mundo a su gusto. Puede que crea que acaba de volver del trabajo y que descansa tumbado en el sofá de una confortable casa mientras sus hijos gritan y juegan en el patio. O puede que el hombre esté haciendo exactamente lo que desea: dormir sin ataduras. 

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