domingo, 6 de septiembre de 2015

Amores que matan (historieta)

Todo en el espartano despacho del inspector Adelmo Reyes es gris. Recuerda que las sillas donde se suelen sentar los detenidos fueron negras hace algún tiempo, pero los productos de limpieza que son imprescindibles para arrancarles el hedor del miedo que más de una persona dejó en ellas, les comió el color y ahora hacen juego con las estanterías de chapa galvanizada, la mesa metálica e incluso la imagen de una New York eternamente nocturna que finge ser una ventana pero que no mitiga la sensación de claustrofobia de la habitación porque el volumen del cuerpo del inspector falsea todas las dimensiones, encogiéndolas. Si el enorme cuadro fuera realmente una ventana, por ella se podrían ver los edificios miméticos y feos de una ciudad de provincias del sur, tan lejos del mar que sus ciudadanos pueden recorrer toda su vida sin alcanzar a conocerlo. Por la ventana también se vería el cielo, raramente gris, a veces rojizo por culpa del polvo del desierto en suspensión, casi siempre de un azul muy intenso. Esa ventana inexistente evitaría que entre tanto gris, las únicas notas de color fueran las dos fotografías de Zoe sobre la mesa del inspector. En una, la que más gusta a Adelmo, la muchacha mira a la cámara con sus enormes ojos azules, descarada y con expresión pícara, con aspecto infantil incrementado por sus escasas carnes y las dos coletas algo despeinadas, en las que llevaba recogido el pelo. En la otra aparecen los dos, rígidos, elegantes, artificiales; recuerdo a la asistencia de la boda de un amigo. Cuando algún visitante alaba, mirando las fotografías, la belleza de su hija, él asiente con una sonrisa, da las gracias pero no explicaciones porque sabe que tendrá que enfrentarse a la incomprensión de muchos.

La primera vez que estuvieron juntos en la cama, la diferencia entres sus cuerpos no existía, él aún era un tipo ágil y atlético y la sucesión de desdichas no habían tenido tiempo de enflaquecer a Zoe. Recuerda con ternura y cariño los besos dados en las mejillas femeninas empapadas en llanto. Lloraba de tristeza por la muerte de la madre aquella misma mañana. La necesidad de consuelo de la niña, de ser abrazada mientras intentaba dormir, cercenó la intención del inspector de esperar los cuatro meses que le faltaban a Zoe para ser mayor de edad y durante aquellas primeras horas de orfandad, su progenitora no fue la única pérdida sufrida. También lloraba de felicidad, eso se lo confesó Zoe a Adelmo algún tiempo después. Pero, sobre todo, lloraba por los remordimientos de conciencia que la señalaban como culpable de la muerte materna. Pensó que el mejor lugar para esconder una caja de pastillas anticonceptivas era el botiquín. ¿Cómo iba a imaginar que su madre las podía confundir con sus grageas para la hipertensión? Esa persistencia en culparse de todo lo malo, hería a Zoe, la hacía vulnerable y frágil, necesitada de una protección que el inspector estaba dispuesto a proporcionarle.

Recuerda el primer encuentro con la niña como si estuviera sucediendo constantemente. El menudo cuerpo de Zoe parece perdido en la inmensidad de la silla. Encogida, llorosa y cabizbaja, con un pañuelo de papel entre las manos hecho un gurruño que de vez en cuando se lleva a las mejillas para recoger alguna lágrima. Entretiene la vista en mirar las patas oxidadas de la mesa, las grietas de alguna loseta rota del pavimento o las imperfecciones de sus propios zapatos ajados de colegiala. Esperan a la madre, a la que sólo quedarán dos meses de vida después de ese primer y efímero encuentro. En cuanto llega, deja ir a Zoe sin interrogarla. Sabe lo que ha pasado: cuatro amigas y una sola superviviente. Los padres, que ante la amargura e incomprensión de un suicidio colectivo necesitan culpar a alguien, la escogieron a ella como chivo expiatorio. Si Zoe no se hubiera quedado en casa por culpa de un resfriado el día que sus compañeras decidieron matarse, seguramente en el informe de los hechos el número de fallecidas sería cuatro.

Existía belleza en las imágenes de lo ocurrido: tres niñas cogidas de la mano que saltan desde la azotea del instituto, tan tranquilas que no parecen ser conscientes de su propia muerte. El inspector puede ver lo ocurrido desde una docena de puntos de vista distintos. Aunque todos lo niegan, es como si la mayoría de los alumnos supieran lo que iba a suceder y estaban preparados con sus móviles, con el dedo sobre el botón de grabar.

Se hizo amigo de Zoe porque durante las tres charlas que dio en el instituto sobre prevención, la vio aislada, una paria. Hasta ella misma se culpaba de la muerte de sus compañeras. La tristeza de aquellos días contrasta con la alegría capaz de demostrar Zoe cuando Adelmo cruza el umbral de la puerta. El final del verano ha llegado con días templados, gélidos a primera hora de la mañana; pero el corto paseo de la comisaría a su casa baña en sudor el rostro del inspector y empapa su camisa. A la niña no le da asco y se cuelga de su cuello para llenarle la cara de efímeros y ruidosos besitos, antes de buscar su boca.

La comida lo espera sobre la mesa de la sala de estar, delante del sofá. Una paupérrima ensalada y media docena de medicamentos que traga sin protestar, incluida una ampolla de color vino, supuesta quemagrasa, que sólo consiguen avivarle el apetito. Comenzó a engordar cuando Zoe se fue a vivir con él. Le parecía que desperdiciaba el tiempo si iba a nadar, o correr, o al gimnasio... en lugar de permanecer a su lado. Ha intentado en más de una ocasión volver a sus antiguas costumbres, cada vez que sale de la consulta médica con una bronca por no haber seguido las instrucciones y con miedo por las certeras consecuencias si sigue acumulando peso, pero nunca tiene voluntad para hacerlo.

Cuando termina de comer bajo la atenta vigilancia de Zoe y la ve subir al dormitorio para tumbarse durante un rato, el inspector sonríe feliz, complacido. Se considera afortunado porque cree que ninguna otra mujer podría demostrar tanto amor por él. Al final de la escalera, también Zoe sonríe. Permanece quieta, expectante, atenta a los ruidos. Sabe que en menos de cinco minutos, Adelmo arrastrará su fofo y orondo cuerpo hasta la cocina para atiborrarse con las galguearías que esconde en la parte alta de los armarios, donde ella no alcanza, y eso la complace. 

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