sábado, 21 de septiembre de 2013

El encanto de los días triviales

Qué tedioso, aburridos, monótonos e improductivos son los fines de semana sin Guille aquí. Pensaba devorar el aburrimiento de algunas horas de la mañana del sábado durmiendo hasta muy tarde, hasta que la cama me escupiera como si fuera una pepita de sandía. Pero, por enésima vez en muchas madrugadas, la fanfarria mal entonada y chirriante de la banda del barrió, me despertó cuando aún no habían encontrado su casa muchos borrachos de la noche. En parte fue una suerte porque cuando me disponía a salir, ya duchada y arreglada, llamaron al timbre, abrí y un matrimonio y su hijo me sonreían como si fueran representantes de  un dentífrico de venta a domicilio. Iban al segundo, a un piso de estudiantes. Se habían equivocado. Bajé con ellos en el ascensor. ¡Qué tierno! Los padres acompañaban al hijo para conocer a sus compañeros de piso. Mi madre ni siquiera se enteraba cuándo me mudaba de un lugar a otro (tuve más de una compañera de trato difícil). Vienen de un pueblo de Jaén y el chaval va a estudiar farmacia. Sus compañeros de piso se lo van a comer vivo. Los he visto desde mi terraza atraída por el hedor a tabaco, maría y por el ruido a altas horas de la madrugada. Creo que ponen en práctica lo de: drogas, sexo y hip hop.

El conductor de un mercedes, distraído con la banda de música, dejó la estampación de un bolardo (de esos con cabezón de granada, tan típicos en esta ciudad) en el parachoques de su coche. Se sintió tan avergonzado, que, en lugar de bajarse a comprobar los desperfectos, se metió por una calleja y desapareció. 

Comí paella congelada del mercado, cené un kevab (cuando en el periódico salga un estudio sobre estos alimentos, vomitaré todos los tragados hasta la actualidad, porque la falta de higiene es tan evidente que me he prometido a mí misma no leer ese futuro artículo periodístico). 

Por el barrio aún está el señor de los melones. Han bajado de precio: cinco melones, cinco euros.

Ahora son las cinco de la noche y el sueño aún no ha llegado. Me pondré a contar ovejitas, o bomberos (le he pedido a Guille que alquile un traje de bomberos para el próximo Halloween.


2 comentarios:

  1. Supongo que el sentido del ridículo es inherente al ser humano. En una ocasión, al salir del garaje, le di de una forma tonta con el coche a uno de eso bolardos que forman un carril a la salida. Como unos albañiles que estaban en una obra cercana escucharon el golpe y me miraron con cara de sorna, desaparecí de escena sin esperar el cierre de la puerta como medida de seguridad.

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    1. Supongo que yo habría hecho lo mismo, después de ponerme roja como un tomate y ponerme a sudar (que es lo que me ocurre cuando me da un ataque de vergüenza).

      Aunque no todos tenemos el mismo nivel del sentido del ridículo. Frente a mi casa hay un garaje con la apertura automática de las puertas muy lenta. Al principio del verano un sujeto se impacientó e intentó meter el coche antes de que se abrieran del todo. Quedó atrapado entre las dos puertas batientes que se estropearon. Tuvo que salir por una de las ventanillas traseras, y cuando estuvo libre se lió a patadas con el coche, como si fuera el culpable. Fue cómico y divertido -para los demás, para el sujeto supongo que sería bastante caro porque todas las puertas delanteras del coche quedaron abolladas.

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