sábado, 14 de septiembre de 2013

El asesino de ancianas

Tedio. Pereza. Se podía escuchar el vuelo de una mosca desde la otra punta del pueblo por la inactividad que había durante las horas centrales del día. Aceras de cemento. Asfalto. Ningún árbol. Rayos verticales del sol, sin sombras donde resguardarse. El blanco de las paredes de las casas refulgía como la nieve bajo un cielo despejado. Sólo alguna puerta encajada -en el pueblo aún no se había aprendido a tener miedo de la avaricia o necesidades ajenas- permitía el leve alivio de sentir durante un segundo el frescor del patio recién regado que se escapaba por la rendija.

Si doña Emeteria hubiera tenido que presentarse ante un juez por lo hecho, en su defensa habría alegado que todo había sido culpa del aburrimiento. Tenían que comprenderla: el acontecimiento más importante ocurrido en las semanas que llevaban de verano era que Frasquita se había quitado el medio luto y comprado un vestido amarillo limón. La imaginación de doña Emeteria la protegía; siendo escasa, le impedía sospechar que puertas adentro ocurrían cosas mucho más importantes, interesantes y censurables que las pocas que terminaba conociendo. Habría sufrido un ictus capaz de dejarla sin sentidos, y tal vez llevado a la tumba, de saber que el sacerdote retocaba con purpurina la copa de latón que sustituía al cáliz de oro que había vendido la semana anterior o que estuvo a cuatro metros de la cama donde dos hombres yacían enlodados en sudor por el esfuerzo y sumergidos en los olores ácidos del sexo. La desnudez de los dos cuerpos tan parecidos y complementarios, sólo la protegía la oscuridad de la habitación, destrozada por la claridad que se colaba a raudales entre las maderas resecas de los postigos. Era excitante la cercanía de las pocas personas que se aventuraban a escapar del fresco de las habitaciones en penumbra, como doña Emeteria; aunque ella sólo fue una sombra fugaz que interrumpió las líneas sinuosas que los rayos de sol dibujaban en los glúteos de uno de los hombres. Corría tanto como le permitían sus achacosas piernas, y no paró hasta estar frente a la casa de su amiga Dolores. Nada más entrar, se persignó una docena de veces. Todo estaba como lo dejó aquella mañana antes de ir a misa, deber que la obligó a posponer este otro porque no quería perderse detalle de lo que iba a ocurrir en cuanto diera la voz de alarma. El taburete de la cocina, caído en mitad de la sala; el pañito de croché de la mesa camilla, arrugado; y media docena de moscas revoloteando y posándose en el enorme trozo de lengua que salía de entre los labios amoratados del cadáver de Dolores. La nota de suicidio que había encontrado cuando fue a buscarla a media mañana, la redujo a decenas de trocitos, y mientras doña Emeteria contemplaba el rostro crispado y azul de la difunta, oprimido por la cuerda que llevaba alrededor del cuello y atada del gancho donde solía estar colgada la lámpara, debían de estar navegando muy lejos, con la tinta completamente borrada; tal vez habrían llegado ya al mar, lugar donde la mujer pensaba que iba a parar todo lo arrojado al inodoro. No creía estar haciendo nada malo. Su única intención, absurda, era ocultar a Dios el suicidio, quería que la tuviera en su seno. También quiso esconder a todos los extraños que se presentaran los estragos que el ahorcamiento habían producido en el hermoso rostro de anciana respetable de su amiga. Pretendía maquillar sus mejillas para ocultar el color azul y devolver la lengua a su cobijo habitual, incluso le daría unas puntadas primorosas en el interior de los labios para que no volviera a salirse. Terminaba esta labor, la de coser los labios, aunque con una costura muy burda porque no es lo mismo unir dos telas que dos trozos de carne muerta, cuando el taburete sobre la mesa, al que había tenido que subirse para llegar a la boca de su amiga, se desequilibró por el movimiento brusco de cortar el hilo, y doña Emeteria terminó estampada en el suelo, con el cuello roto y una extraña sonrisa en los labios, como si adivinara toda la diversión que iba a proporcionar a sus vecinos en las siguientes horas, y días, y semanas...

Aún hoy es un caso abierto. Se sigue buscando al asesino de ancianitas que las martirizaba cosiéndoles los labios.

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Esto es ficción, una historieta que pensaba mandar a Gotardo, el webmaster del blog de AMM, pero casi ha pasado el verano y no lo he hecho. (Mejor martirizar a pocos que a muchos). 

5 comentarios:

  1. No, no, y tres veces no. Esta "historieta" ha de ser conocida por la "parroquia" muñozmoliniana. Merece la pena que así sea.
    Así pues, solicito permiso para dar noticia (y enlace)de ella.
    :-)
    En serio, me ha encantado leerla.

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  2. Secundo la moción de Nicolás.

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  3. .
    ¡El Blog de los Lectores está siempre abierto! Y ya estoy harto de tanto frotar, digooo, de leer los últimos bodrios que allí se han publicado. Ponte en contacto con Gotardo YA.
    :-)

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  4. Entretenido y bien tramado cuento. Excelentemente descrito el ambiente veraniego sureño. Ya me hubiera gustado a mi recrearme así ambientando la tórrida tarde cuando otro niño y yo, nos aventuramos a quitar las herraduras al cadáver de la mula medio devorado por los buitres.

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  5. ¡Ooooh, qué amables sois! Gracias por la rascadita en el lomo. Ya escribiré alguna chorradita y se la mandaré a Gotardo.

    :-)

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