martes, 15 de enero de 2013

Hijos de la opresión

Hoy estuve casi toda la tarde fuera, en un par de obras. Cuando volvía a casa -por Granada casi siempre me muevo a pie porque las distancias son razonablemente cortas- el frío que se me fue acumulando en el cuerpo por estar a la intemperie hizo que me apeteciera entrar en un bar a tomar un té caliente. Frío + montañas de basura por la huelga + crisis = en los locales comerciales y bares no hay ni dios. En el que entré sólo estaba el camarero apoyado en la barra, derrumbado en ella, con la cabeza sobre los brazos, como si fuera una almohada y la vista fija en la tele encendida, aunque no creo que tuviera la atención puesta en ella -más bien parecía dormitar con los ojos abiertos. Estuve tentada a dar media vuelta para no molestarlo, pero se percató de mi presencia de inmediato y se irguió como si lo hubiera pillado cometiendo un delito. En ese momento en la televisión informaban que una monja  estaba imputada en un juicio por colaborar en el robo de un bebé nacido en 1981 (en el mismo año que yo). Pensaba que los actos de barbarie se remontaban a los oscuros tiempos de la dictadura. Da un poco de vértigo darse cuenta que hace menos de 40 años en este país un tío cabezón, de poca inteligencia, voz meliflua, gestos amanerados y de voluntad carcomida por la religión, tuviera la potestad de imponerse a todos los ciudadanos.

El camarero me hizo compañía y dio cháchara mientras esperaba a que el té se enfriara y comía un mollete antequerano con tomate, jamón y aceite. Él opinaba que aunque la monja sea culpable, deberían dejarla tranquila porque es demasiado vieja (87 años) y porque, si lo hizo, seguramente pensaba en el bien de los niños: arrancar a los bebés de hogares pobres y seguramente poco religiosos y depositarlos en otros ricos y temerosos de la mano de Dios. Fui incapaz de rebatir la opinión del camarero simplemente porque me pareció una salvajada, algo completamente irracional, una locura que se pueda sentir empatía con una mujer que, tal vez por carecer de instinto maternal, fue capaz de imponerse y decidir quién tenía derecho y quién a criar al bebé que había salido de sus entrañas.

Me quemé la lengua con el té y al volver al frío de  la calle, el aire estaba cargado de un hedor que identifiqué con el de los crematorios de los cementerios: están quemando las montañas de basura y los contenedores. La empresa culpa a los trabajadores. Yo lo dudo. Demasiado dispersos en hora y lugar. Creo que sólo es una gamberrada contagiosa (delito por poner en peligro las vidas de las personas y por destruir mobiliario urbano). Los basureros y barrenderos eran casi invisibles en la ciudad. Ahora que no están y se hace tan evidente su ausencia en todos los rincones, se comprende la dificultad del trabajo que hacen y se les respeta. 

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