lunes, 28 de enero de 2013

El don



A Tanti le gustaba el olor de la gasolina quemada de los coches que se alejaban en mitad de la noche, le entusiasmaba escuchar las pisadas de quienes parecían ir en dirección a la estación de trenes y era capaz de permanecer con la vista fija en el cielo hasta que la estela que dejaban los aviones, desaparecían. En sus veinte años de vida, su conocimiento del mundo real no había sobrepasado los límites de una mota de polvo en un mapa. Pero Tanti podría haber sido feliz aunque sus fronteras no se hubieran alejado más allá de lo que abarcaban sus brazos extendidos. Era de su madre de quien necesitaba huir. Estaban unidas por un cordón umbilical invisible que cuando se tensaba, cuando amenazaba romperse por distanciarse, la madre colapsaba hasta llegar a las puertas de la muerte y la única cura que parecía existir era el regreso de la hija. Tanti pensaba que aquella unión forzosa habría sido más fácil si hubiera sido capaz de sentir un ápice de cariño por ella. Creía que estaban en lo cierto quienes afirmaban que no había sido parida por la Loca, si no encontrada en el estercolero, como cada una de las cosas que abarrotaban desde el suelo hasta el techo todas  las paredes de la casa que habitaban.

Tanti se percató de su don casi a la vez que conoció a Cristóbal. Puede que siempre lo hubiera tenido, pero como hasta entonces no había sido dueña de una fotografía que retratara a alguien que conociera, no había sido capaz de darse cuenta. En la foto que Cristóbal le dio exigiéndole que no se la enseñara a nadie, aparecía él y sus compañeros del club de natación. A Tanti le abrumaba que alguien quisiera meterse en el agua por diversión, y no por obligación. Si Tanti fijaba la mirada en el Cristóbal de la fotografía, más alto y apuesto que el resto de sus compañeros, hasta su olfato llegaba el olor nítido que los puros habanos dejan en las cajas de madera, que era exactamente como olía en la realidad; si observaba al gorgojito que tenía a su izquierda, era capaz dilucidar que olería a pollo frito con tomate; si se concentraba en el cerdoso, el tufo que lo identificaba era el que impregna los dedos después de hurgarse el ombligo y si ponía su atención en el que quedaba más a la derecha de la fotografía, podía disfrutar hasta el hartazgo del aroma de los albaricoques.


A la madre de Tanti no le gustaba Cristóbal y le advertía sobre él, asegurando que la convertiría en una mujerzuela. Si la madre hubiera sabido que en realidad no existían otras intenciones por parte del hombre, habría alentado el noviazgo para que la hija saliera escaldada de las relaciones y nadie pudiera llevársela de su lado. Escaparse durante el sueño  de la madre para ver a Cristóbal sólo servía para evitar el berrinche inmediato. En un pueblo donde había que recorrer 25 veces de cabo a rabo la calle Mayor para considerar que se había dado un paseo, cualquier hecho o acontecimiento que ocurría incluso más allá de las cercanías de sus límites, de inmediato era sabido por todos. Hasta pertenecía al dominio público el don de la Loquita, aunque ella no recordaba habérselo dicho a nadie. Un don bastante inútil que le producía dolor de cabeza y migrañas y que de buena gana hubiera cambiado por una ceguera intermitente o una estulticia moderada, la suficiente para no darse cuenta de los esfuerzos que Cristóbal hacía para tocarla. En el gesto de repugnancia de su novio pésimamente disimulado, Tanti reconocía su propia renuencia a utilizar los objetos que su madre le llevaba del vertedero como si fueran regalos. Mucho tiempo debía de pasar en su poder una taza, un libro o un lápiz para que los considerara propios y los hechos de beber agua, leer o escribir no estuvieran íntimamente relacionados con el asco. Tal vez porque Tanti tampoco amaba a Cristóbal, aceptaba aquella relación únicamente basada en el sexo, sin cariño, sin caricias, sin besos. 

Primero fue el estruendo, luego el humo denso y las llamas, y cuando pasaron más de tres horas sin que Cristóbal apareciera en el lugar acordado, la convicción de que algo malo le había pasado. Fue entonces cuando Tanti corrió a la estación, donde todos sus vecinos se habían congregado desde los treinta segundos posteriores al choque de dos trenes, uno de pasajeros que volvía de Málaga y otro de mercancías que iba a Sevilla. Cuando Tanti se movió entre ellos recopilando información sin preguntar, todo eran especulaciones. Incluso lo que veía parecía incierto, porque ante sus ojos sólo tenía un montón de escombros demasiado parecido al estercolero por el que se solía mover su madre. 

La muerte huele a lilas. Lo supo al reconocer el olor a puros habanos mezclado con el de esas flores. Siguió a su olfato y la llevó a uno de los andenes más apartados de la estación y del jaleo de sus vecinos. Sobre el pavimento de losetas grises yacían siete fantasmas de  sábanas tiznadas que ondulaban con el viento, destapando, impúdicas, muñones renegridos. Como si fuera una perra fiel ante su amo muerto, Tanti se dejó caer ante uno de los cadáveres y empezó a gimotear. El cura, el alcalde, el jefe de la estación, la pareja de guardias civiles, el médico y todas las personas que imaginaban tener a un familiar bajo aquellas lápidas de tela, la escudriñaron con curiosidad: ¿a quién lloraba y cómo podía estar segura de no equivocarse? Muchos se dieron cuenta que era la primera vez que escuchaban hablar a la Loquita. "Es mi Cristóbal. Huele como la madera que ha encerrado puros".

La idea la podría haber tenido cualquiera de ellos, aunque se le ocurrió al alcalde, y no porque confiara en el don de la muchacha más que el resto, si no porque era una forma fácil de quitarse el problema de identificar a los cadáveres. Por primera y única vez durante su existencia Tanti fue visible y quienes escucharon su susurro de voz, se esforzaron por saber qué decía. Este huele a tierra mojado antes de la lluvia, este a manzana recubierta de caramelo, este a cuero... Para los demás, el único olor detectable era el del churrasco pasado. Cuando todos estuvieron identificados, incluida la mujer del peluquero que olía a magdalenas recién hechas y estaba en ese momento en la trastienda de la panadería, Tanti terminó tan cansada que regresó a casa trastabillando, sin poder mover la cabeza porque sentía que una aguja gruesa y larga se le clavaba en el bulbo raquídeo . Ahora todo olía a lilas. 

4 comentarios:

  1. Gracias por otra historia magnífica y escalofriante.
    ¿Sabes que aquí hay un programa de televisión que se titula "Hoarders"? Visitan a gente como la madre de Tanti, gente que acumula de todo, principalmente basura, lo que nosotros conocemos como el síndrome de Diógenes. Es un desarreglo mental terrible y yo he descubierto que aquí es bastante frecuente, aunque muchas veces se disfraza de coleccionismo.

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  2. Gracias por leerla.

    Los programas de la TV norteamericana deben de ser la leche. En la TV española, no sé en qué cadena, emiten un programa, también norteamericano, en el que grupo de personas que dan bastante miedo por su apariencia, se dedican a perseguir a los morosos y a requisarles los vehículos que adeudan. El de los Hoarders aún no nos ha llegado (creo)... pero todo se andará, seguro.

    Mi abuela conoció bastante bien a la madre de Tanti. Aseguraba que incluso recogía los chicles usados de la acera. Supongo que será algo como una depresión: sabes que lo tienes, que es malo, pero no puedes hacer nada por evitarlo.

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  3. Yo creo q siempre se puede hacer algo, ponerse en manos de profesionales como en cualquier otra enfermedad... Pero eso en los tiempos de tu abuela y de Tanti era inviable, claro. Pobre mujer, pero sobre todo pobre hija, la Loquita.

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    1. Mil perdones, se me había pasado este comentario.

      Puede que no fuera tan malo que La Loca no tuviera tratamiento en la época en que vivió: seguramente se debería haber enfrentado más a castigos corporales (baños de agua helada y electro stocks) que a una curación real.

      La Loquita sí tuvo una vida muy triste: murió bastante joven, de un tumor cerebral que le fue diagnostica, por los síntomas, muchos años después de su muerte.

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