miércoles, 23 de mayo de 2012

Rojo sobre rojo

Contaba mi abuela que en el cortijo donde vivían, apartado del pueblo, escondido entre los olivos, apenas se percataron de la Guerra Civil. Ni siquiera sufrieron los años de hambre de la posguerra. La única diferencia que ella percibió durante el conflicto fue que en mucho, mucho tiempo, a los niños del cortijo no los dejaron pisar el pueblo, ni siquiera para ir al colegio. Al principio, cuando la situación parecía temporal, únicamente dejaron que las vacaciones de verano se prolongaran; pero los meses pasaban y si un día la cosa tenía perspectivas de una pronta solución, de inmediato se comprendía que había sido un espejismo. En cuanto pasaron las fiestas navideñas, doña Dolores Caballero, la matriarca de la familia, quiso acabar con la ociosidad y las gamberradas de los niños. Al principio intentó ser ella misma quien les enseñara lo más elemental. A escribir, leer y algo de matemáticas; pero, aunque era una mujer de gran paciencia, entre su excesiva sinceridad y su incapacidad para comprender que los demás discurrían de forma muy distinta a la suya; como profesora se debía calificar de pésima. Raro era el día que no terminaba con toda la prole llorando a moco tendido. Iba a darse por vencida, a aceptar que hasta el final de la guerra los niños serían pequeños salvajes -resultaba peligroso que alguien se desplazara con regularidad del pueblo al cortijo y volviera cuando había caído la noche-. Pero tuvo suerte. A su puerta llamó el hijo del cartero del pueblo. El padre se había quedado sin trabajo (lo habían sustituido por un herido de guerra que a duras penas conseguía leer una dirección completa) y el hijo buscaba cualquier ocupación que le permitiera ganar algo de comida para llevarle a sus padres. Aceptó quedarse a pasar las noches entre semana en el cortijo. El viernes le pagarían (en comida, el dinero ya no tenía mucho valor) y él regresaría a pasar el fin de semana en la casa de los padres. Si el muchacho hubiera tenido un futuro, éste habría sido prometedor porque se le daba bien cualquier cosa que se propusiera. Mi abuela se enamoró de él. Su boca era enorme, como la de un sapo; la nariz parecía constantemente aplastada contra un cristal, una pelotilla de carne que apenas sobresalía del rostro; y los ojos estaban tan protegidos por los párpados que no eran más que dos rasguños. En conjunto era feo, pero mi abuela tenía la edad en la que las niñas comienzan a fijarse en el sexo contrario, y con todos los demás hombres de su alrededor, más o menos cultos, tenía una relación consanguínea. Los fines de semana, sin él pululando por allí, sin la obligación de obedecer lo que él impusiera, ni la posibilidad de verlo y escucharlo, se le hacían interminables. El último fin de semana del mes de octubre, sí fue realmente eterno. El hijo del cartero no volvió del pueblo. El martes tampoco apareció y antes de comenzar a oscurecer, Dolores mandó a uno de los aperos a preguntar a los padres o a buscarlo por los caminos -por si había sufrido un accidente-. Cuando el apero volvió, a mi abuela y al resto de los niños se les dijo que el hijo del cartero había encontrado un trabajo mejor y no volvería a ser su profesor. Durante la cena la matriarca lloró y mi abuela pensó que era de frustración.

Tuvieron que pasar dos años, regresar al pueblo prohibido, para que mi abuela conociera la verdad que le habían ocultado para proteger su inocencia. Al cartero y su hijo los sacaron de la cama una noche de sábado para darles el "paseíllo". Se les acusaba de rojos (y es posible que lo fueran) pero su delito, en realidad, sólo era haber heredado unas tierras junto a las del terrateniente del pueblo. Aunque nunca propuso comprarlas, las quería para vallar todo el terreno. En La Lantejuela, el pueblo de mi abuela, hubo una auténtica caza de brujas. Era suficiente una acusación para ser considerado culpable. Cualquiera podía convertirte en asesino sin mancharse las manos de sangre.

Cuentan, y no sé si es un inocente acto de venganza contra el verdugo, que cuando estaban cerca de la tapia del cementerio, el hijo no pudo evitar defecarse en los pantalones por el miedo, provocando risas y burlas crueles a uno de sus guardianes. Las burlas eran tan inhumanas que al padre le resultaron insoportables. Con una rapidez que no dejó tiempo de reacción a ninguno de los cinco soldados que los custodiaban, el hombre metió la mano en los pantalones de su hijo y recogió con la mano lo que tanto hilaridad provocaba al guardián, quien fue forzosamente silenciado por el nauseabundo sabor del miedo. Poco importa si la anécdota escatológica salió de la realidad o de la imaginación de quien no soportaba las injusticias. Lo que sí está confirmado es que a padre e hijo los asesinaron codo con codo, sin otra razón que el egoísmo de quien salió impune. 

6 comentarios:

  1. .
    Qué bien, BeKá; qué bien contado. Qué bien que estas historias, gracias a ti y a Internet, no se vayan a perder.
    :-)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Se agradece la rascadita detrás de la oreja, Sap. Es que en esto de la palabra escrita ando bastante insegura y a menudo no sé si me expreso con suficiente coherencia.

      Eliminar
  2. Soberbia narración, BK. ¿Guardas copia impresa de las historias de tu abuela?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me alegra que te guste. De las historias de mi abuela sólo guardo el recuerdo. De algunas, muy nítido; de otras, confuso y entremezcladas unas historias con otras. Para esas suelo recurrir a mi madre, quien incluso es capaz de nombrar uno por uno (por los apodos, generalmente) todo el árbol genealógico de las personas implicadas.

      Eliminar
  3. Guarda una copia en papel de las que tengas escritas, que no se pierdan. El papel, bien protegido, dura mucho, y no se necesitan dispositivos externos para leerlo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Me regaló Guille por el día de los enamorados un bloc muy bonito, con filigranas de pan de oro en las tapas que lo hace parecer un libro. No sabía en qué utilizarlo. Sin duda contener las historias de mi abuela es el mejor de los destinos.

      Eliminar