viernes, 9 de mayo de 2014

La muerte de la princesa

Poco a poco, involuntariamente, me están culturizando los participantes de los blogs que suelo visitar. Admito que antes andaba bastante perdida con lo que leía. Me dejaba guiar por dependientes de librerías que a veces sólo tenían voluntad de deshacerse del libro que acumulaba polvo en sus estanterías durante años (de lo contrario, dudo que hubiera terminado leyendo La Cruz de San Andrés, pongamos, de autor anónimo, aunque esté firmado por Camilo José Cela). Gracias a esos consejos que la gente da sin saberlo, ayer leí el primer cuento autobiográfico de Thomas Bernhard, titulado El Origen. Relata el encuentro del protagonista con el internado durante el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Alemania comenzaba a perder y Salzburgo era bombardeada por las tropas aliadas. 

No hace falta estar sumergido en una guerra para sentir el zarpazo del desamparo cuando a un niño o niña de corta edad se le arranca de su monotonía y es obligado a vivir durante días, eternos en la infancia, aislado de todo lo que estaba acostumbrado a tener a su alrededor. 



Si mi yo adulto tuviera potestad para proteger a mi yo infantil, me salvaría de aquella primera semana pasada entre extraños. El caos que se acababa de vivir en mi casa, me obligó a incorporarme al colegio cuando entre mis compañeras ya se habían formado los grupos de amigas y los profesores comenzaban a conocer las cualidades y defectos de cada una. De repente pasé de ser una princesita mimada por todos, a la que nadie deja de prestar atención, a convertirme en una molesta isla. 

Menos mal que esa semana pasó y con el tiempo el internado llegó a ser, por los muchos traslados de mi familia, en la única referencia de estabilidad en mi infancia y adolescencia. 

2 comentarios:

  1. Jamás he tenido una vida de internado, no sé si para mi dicha o desdicha, según leo en libros y veo en películas, una de las cosas que se sufren en los internados son los altercados y bromas pesadas entre alumnos, sobre todo de los abusivos. Tengo la suerte de no haberme topado con ninguno de estos, pues en donde estudié los más grandes (en estatura y masa muscular) más bien ayudan y apoyan a los pequeños. Lo de ser el más mimado, tampoco tuve ese problema, siempre fui la oveja negra de la familia, al igual que mi papá, con el tiempo o te acostumbras o te acurrucas. Yo ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario (es un decir de un difunto presidente) soy firme con mi punto de vista, respeto la opinión de los demás y le hago caso omiso a insultos y señalamientos, dicho de otro modo, tengo la cara más dura que un coco sin agua.

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    1. El mío era un internado exclusivamente femenino. No lo pasé tan mal como la gente suele contar; hasta le cogí cariño a algunas de nuestras cuidadoras. Se gastaban algunas bromas, pero no pesada, más bien ñoñas, inocentes. Lo único que me molestaba es que mis compañeras me llamaban Poncho (me llamo Rebeca) como burla. Ahora me sería indiferente, pero durante la infancia y adolescencia solemos ser muy susceptibles. También me molestaba mucho que confundieran voluntariamente mi logopeda con una loquera.

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