jueves, 1 de septiembre de 2011

Reconciliación

Desde pequeña, desde que tuve 4 años, me enseñaron que la relación que iba a tener con las letras sería difícil, tortuosa y distante. A los 6 años, cuando parecía imposible que aprendiera a leer, intentaron convencerme que podría ser muy feliz realizando un trabajo manual, como peluquera o dependienta de una tienda de ropa (sospecho que ni siquiera de eso podría haber trabajado). Aunque yo ya sabía qué quería hacer desde muy pequeña: mi padre se ocupaba de las obras en el ejército y a mi me encantaba verlo manejar aquellos enormes planos que apestaban a amoniaco y había que tratar con mucho mimo porque se resquebrajaban de puro viejo. Con casi siete años aprendí a leer, para sorpresa y alivio de todos. Hasta entonces no me hicieron repetir curso por, supongo, pena o porque era muy buena en matemáticas. Mientras las demás niñas sólo sabían sumar, yo ya sabía multiplicar, a mis hermanos les divertía enseñarme cosas. Hasta me enseñaron los números romanos, los binarios y a descifrar los códigos de barras. Aprendí a leer, pero durante un tiempo mi  relación con las letras fue muy difícil. Me sentía satisfechas si conseguía superar por la mínima los exámenes. Muchos de aquellos "apta" que me pusieron en las notas, sé que no los merecía realmente; pero me conformaba con eso. "Es lo que hay", me decía. Hasta que en 4º me topé con Sor María.  Aquella monja me trataba con tanta indiferencia y distancia que pensé que le caía mal, y hasta entonces, en el pasado, sólo a una profesora no le había caído bien. Así que cuando un día sor María me pidió que leyera en voz alta la redacción que nos había puesto de deberes -sólo pedía que se leyeran las redacciones para alabarlas o para criticarlas-, imaginé que tendría que soportar las críticas de compañeras y de la profesora. La leí de mala gana, intentando imaginar con cada frase, qué había hecho tan mal que merecía el escarnio público.     Cuando acabé la profesora se limitó a decirme "muy bien", nada más. Aquel "muy bien" me descolocó por completo. ¡Era yo! Una analfabeta funcional hasta los seis años. 

Desde aquel día las cosas cambiaron. No es que dejara de sacar notas únicamente limitadas para superar la asignatura, pero sí me esforcé y comprendí que no tenía que limitarme a aceptar las limitaciones que me habían impuesto desde tan pequeña.

Hoy he recordado a este momento y a esta profesora que me trató con tanta indiferencia pero la que tanto significó para mí, porque he encontrado entre las páginas de un libro de cálculo avanzado una estampa de la Inmaculada con la siguiente dedicatoria en la parte posterior: 




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