martes, 6 de agosto de 2013

Tórrido

La lluvia breve, salvaje y torrencial de la madrugada del jueves pasado no formó charcos ni refrescó el ambiente, sólo dejó manchas de barro en el suelo, como cráteres lunares sobre la superficie roja de los baldosines catalanes con los que está solada parte de la azotea. Ha pasado casi una semana y por fin, después de intensos días de trabajo, he podido regarla, haciendo que desaparezca los rastros del polvo del desierto que las corrientes del aire del sur arrastran desde tan lejos, corrientes de aire tan calientes que incluso con la mayor de las inactividades la piel se cubre de una capa de sudor pegajoso y denso. La lluvia duró unos cinco minutos y se evaporó en dos, convirtiendo el suelo en un radiador. La lluvia caída, la lluvia evaporada y el sudor me empaparon la ropa, y el viento la secó mientras corría de vuelta a casa a la vez que me lijaba las piernas y los brazos desnudos porque estaba cargado de partículas de polvo. Cuando salí de casa el viento apenas era una brisa, cuando volví, una hora y media después, era tan fuerte que parecía capaz de despedazar el toldo del balcón de los vecinos. La negligencia de dejar medio abierta una de las puertas de la azotea se cobró factura: el suelo estaba alfombrado con los documentos de un par de expedientes y todos los muebles cubiertos con una capa terrosa y homogénea que se detectaba al pasar los dedos sobre ellos. 

 Guille clasifica las relaciones sexuales en: hacer el amor, copular o fornicar, dependiendo de la información sonora que se les proporcione a un tercero involuntariamente (ninguna, alguna o mucha). Falsamente parapetados en el estruendo del viento del jueves, una pareja, a eso de las seis y media de la madrugada, mantuvieron relaciones sexuales. No fui capaz de ubicarla en la clasificación de Guille. Los golpes de las persianas, la agitación de las copas de los arboles, el ulular del viento entre los edificios... no amortiguaron los ambiguos quejidos de dolor-placer de la mujer. Temí escuchar una llamada de auxilio al final de cada lamento; se amansó el viento y se hizo el silencio. Los dos días siguientes busqué en el periódico local, en las páginas de sucesos, algún hecho que explicara los gemidos; por fortuna no lo hallé. 

2 comentarios:

  1. A ver si en ese caso se trataba de alguna inconformista compulsiva, (también se da por igual en los hombres), para quienes un amigo mio aplica siempre el dicho: Eres como la ratita Aurora, que cuando se la meten chilla y cuando se la sacan llora.

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    1. (Me ha hecho mucha gracia lo de la ratita Aurora).

      La señora en cuestión ha vuelto a gritar. Esa pareja tiene un horario para la fornicación -las cinco y media o seis de la madrugada- con pleno silencio -hasta las cuatro tenemos el estruendo de los camiones de la basura y después el ruido de la ciudad despertándose, sobre todo del tráfico- que inevitablemente se les escucha, pero como la parte femenina de la pareja -al tío no se le escucha- ha ido bajando en decibelios, sospecho que la cosa debía ser culpa de tamaños incompatibles.

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