miércoles, 14 de agosto de 2013

No es lo mismo

El calor me aletarga, aletarga a toda la ciudad. Los comercios que no han cerrado por vacaciones están casi vacíos y bajo mínimos en personal. Muchas de las vacaciones de las empresas son forzosas: resulta más rentable cerrar y ahorrar en electricidad, agua y personal, que atender a los pocos clientes que no han podido escapar de una ciudad que parece diseñada expresamente para la primavera, el otoño o un invierno benigno.

Estos días que no tengo apenas obligaciones -hasta el lunes que traigan el transformador gigantesco del edificio del Campus de la Salud y entonces yo también podré escapar- vivo casi de noche para que no parezca que he sido picada por la mosca tse-tse, por culpa de la modorra que produce el calor. Cuando me acuesto pasadas las seis de la noche, mi intención es levantarme después de las diez, pero casi siempre es imposible. El tráfico comienza a desperezarse a las siete (algún vehículo especialmente ruidoso me despierta, pero de inmediato vuelvo a dormirme), a las ocho y poco el limpiador de los soportales de enfrente pone en funcionamiento la pulidora de mármol (me saca del sueño durante diez minutos)... las broncas de las señora de enfrente con su voz de pito -no tiene horario fijo-, alguna ambulancia... el vendedor de melones: Tres melones, cinco euros. Melones piel de sapo. Tres melones, cinco euros. Acérquense a la furgoneta parroquianas. Tres melones, cinco euros. Dulces, dulces dulces. De la Mancha, los mejores melones del mundo. Tres melones, cinco euros... Pregona sin cesar desde una furgoneta que parece tener querencia por la plazoleta que hay bajo mi ventana.


Cuando está Guille, el vendedor ambulante de los melones nos hace desternillar de risa y hasta que se acuerda lo imita llamándome parroquiana. Los ruidos menos estridentes sólo me despiertan a mí, pero pego la cabeza a su espalda y vuelvo a dormirme de inmediato, sin tregua para el enfado. Ahora es diferente. Meto la cabeza bajo la almohada y durante un rato sólo la pereza permite que mis instintos sádicos no escapen de mi imaginación. Pienso en hacer lo que mi vecina de abajo, cuando en la plazoleta se reúne un grupo ruidoso de adolescentes por la noche: los bombardea con cubitos de hielo, hasta que los echa (arma muy efectiva que no dejará evidencias si descalabra a alguno). 

Hoy he comprado sandia. La he troceado, como hace Guille. Pero no es lo mismo porque no ha existido el efecto sorpresa, la sensación de recibir un regalo al tener de forma inesperada un plato de fruta junto a mi mesa de trabajo. Sin Guille, nada es lo mismo. 

2 comentarios:

  1. En todo ese ajetreo ruidoso, solo ha faltado el camión de reparto del gas butano, que llaman la atención golpeado bombonas vacias y hacen un ruido ensordecedor, molesto. Siempre me he preguntado por que no los dotan de una flauta, por ejemplo. O como los "afilaores", con un chiflo que emite un sonido característico. Por cierto, también ha faltado ese personaje, que de nuevo se dejan ver con frecuencia, pero ya en coche. Los antiguos eran entrañables, recorrían todo el país en bicicleta y casi todos eran de la provincia de Orense, que la llamaba " A terra da chispa".

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    1. ¡Ja! Es verdad, el camión de las bombonas de butano es insoportable. Y las vecinas gritando a pleno pulmón: Niñoooooooo, súbeme una al 3 derecha. Por fortuna suelen venir un poco más tarde, cuando ya estoy levantada y supuestamente en funcionamiento; pero si estoy haciendo algo que requiera un mínimo de atención, me interrumpen y dejan K.O. hasta que se marchan.

      Ahora que lo menciona, hace siglos que no veo un afilador. Me encanta el ruido del chiflo con que se anunciaban, casi siempre era de pasta, de color verde fosforito por un lado y naranja por el otro. El último que vi fue en el pueblo de mi madre, hará cuatro o cinco años. Iba en bicicleta y por el acento, sospecho que era de tierras mucho más cercanas que de la remota Orense. Supongo que la filosofía de los bazares asiáticos, de comprar barato y tirar, está acabando con este gremio.

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