Me encanta mirar los mapas antiguos de las zonas rurales. Suelen estar llenos de nombres enigmáticos, como Cortijo de los Amargo, Casillas de las Tres Lunas, Casa de la Fuente del Piojo... ¿De dónde saldrán esos nombres? A veces la realidad frustra la imaginación y convierte en mundano lo poético. El cortijo de mi abuela se llamaba de las Tres Esclavas. Pero sólo hacía referencia al precio que había costado: tres pulseras de oro. El que estaba junto al de mi abuela, se llamaba el Cortijo del Aullido del Lobo. Ni licántropos ni canes. Lo llamaban así porque el viento al pasar por el pequeño espacio que había entre dos edificios, sonaba como el aullido de un lobo.

Ayer estuve midiendo un cortijo para hacer una ampliación. Ni siquiera tiene nombre. Ahora los cortijos se suelen identificar por el número de polígono al que pertenece y la parcela. Dos números, nada más. Está al sur de Torreperogil, un pueblo de Jaén. Allá donde se mire sólo hay olivos. Olivos y más olivos en formación y uniformados, creciendo, a pesar de la aridez de la tierra.
En el cortijo me esperaba el guardia. El trabajo de ese señor debe de ser lo más parecido al de un farero en mitad de una isla sin población. Como novedad, se alegró de tener compañía durante unas horas. Me siguió como un perrito faldero y se dejó utilizar para coger la punta de la cinta métrica en los exteriores, donde no funciona el distanciómetro.
Su trabajo es imprescindible en esta época del año de parón en las labores del campo, porque los cacos suelen visitar los cortijos cerrados para arramblar con todo lo que pillan. Desde generadores de luz a los ordenadores de las oficinas. El vigilante de ayer me contó que una noche escuchó el ruido de un camión acercándose y mucha gente. Cuando salió al exterior del cortijo, descubrió que tres sujetos intentaban arrancar de su anclaje un tractor antiguo que hay frente a la puerta de entrada como adorno. Hasta llevaban una carretilla elevadora para subir la antigualla al camión. Tuvo que advertirles que había llamado a la guardia civil para que salieran echando leches.
El vigilante se llama Ángel Moreno. Un nombre tan castizo choca con su acento y su aspecto. Le pregunté por qué se llamaba así. Porque quiero, respondió sin ser su intención la de mandarme al cuerno por mi curiosidad. La dueña del cortijo lo llamaba ángel porque siempre la estaba ayudando cuando los demás jornaleros se rascaban la barriga y sus compañeros lo llamaban moreno por su color de piel. Como necesitaba un nombre para legalizar su situación, decidió llamarse como ya lo habían bautizado los demás.