viernes, 6 de marzo de 2015

Dios nos lo da, Dios nos lo quita

Cuando era pequeña y mi padre acababa de morir, en el momento más inoportuno, fui consciente de la inexistencia de Dios, al menos de ese Dios que supuestamente arrastra a su seno a todo aquel que ha tenido un comportamiento acorde con sus mandatos. Necesitaba creer e intentaba convencerme a mí misma: si Dios no existe, ¿por qué se iban a gastar tanto dinero y tanto esfuerzo en hacer iglesias gigantescas como la de mi colegio -aún no conocía el significado de la palabra especulación-? Pero no podía mentirme: poco antes de dejar de creer en Dios había visto la película King-Kong. Para evitarme sentir miedo, mis hermanos me explicaron que el monstruo no era real, que lo habían hecho con plástico recubierto de piel y lo movían por medio de gatos hidráulicos. Si para una ficción podían construir un muñeco tan grande, ¿por qué no podían edificar iglesias gigantescas para albergar la ficción de Dios? 



La iglesia de mi colegio era grande, frugal en adornos, suelo de mármol blando y paredes blancas. La recuerdo siempre luminosa, pero gracias a la luz artificial. Tenía muy pocas ventanas, altas, cubiertas de vidrieras. Jamás entré cuando no tuve obligación de hacerlo. Ahora sí lo haría, al atardecer o de madrugada, para comprobar si las vidrieras proyectan sus colores en las paredes y el suelo. Mientras malgastaba las horas en funcionar como una autómata, levantándome, sentándome o poniéndome de rodillas cuando lo hacían mis compañeras durante las misas, entre otras cosas, pensaba que cuando me hiciera mayor y tuviera muchos conocimientos, las cosas dejarían de asombrarme. Pero la mente no funciona así, lo hace exactamente al contrario: cuanto más conocimientos se tienen, más se aprecia lo que existe bajo el sol. 

Por eso duele tanto leer que el Estado Islámico difunde vídeos en los que se ve a un grupo de fanáticos destruyendo estatuas en museos de Irak. Estatuas de 3000 años de antigüedad, consideradas como ídolos por los descerebrados. ¿De qué tienen miedo? ¿De darse cuenta de la caducidad de sus propios ídolos? ¿De percatarse que dentro de un milenio, tal vez de menos, sus dioses sólo serán mitos dignos de estar en museos? 

Hace unos días me alegraba que los yihaidistas fueran unos iletrados, porque escritores como Richard Dawkins y científicos como Stephen Hawking no tienen dibujada en sus espaldas dianas por su convicción de que el Universo no necesitó la ayuda de Dios para existir; la alegría fue breve: si son incapaces de respetar una irrepetible y efímera vida humana cuyo único delito es tener pensamientos diferentes a los suyos, ¿se puede esperar que respeten irrepetibles y milenarias estatuas? 

4 comentarios:

  1. Puedo entender, aunque no justificar, al menos de forma general, que se promuevan guerras por intereses materiales, pero creo que carece de sentido toda violencia por cuestiones de fe, cuando entiendo que ¡NADIE! puede demostrar que exista algo tras nuestra existencia.

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    1. Es asombroso el miedo que tienen al libre pensamiento del resto de personas, como si la creencia de otros dioses, o de ninguno, de los demás pusiera en peligro sus propias ideas.

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  2. Solo diré lo siguiente: la violencia es el arma de aquellos que no tienen la razón. O que tengan fuerza suficiente para hacer violencia.

    vivir y morir por la fe es, personalmente, algo digo de alabar, sea o no lo correcto. Pero matar por la fe, es algo tan irracional como la guerra misma.

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    1. Si alguna religión da vía libre a los asesinatos de los no creyentes (en realidad el Antiguo Testamento lo hace, común a las tres principales religiones monoteístas) debería, simplemente, estar prohibida. Por fortuna las tres religiones rectificaron este error. Lo llamativo es que aún hoy la gente mate por unas ideas -más o menos fantásticas-.

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