domingo, 3 de agosto de 2014

Texturas

Desayuno: una tostada con panceta y tomate y un té negro con canela. El pan era un mollete auténtico, de esos que dejan un rastro de harina en los dedos al cogerlo y vienen envueltos en un papel como si fueran un caramelo gigante (me lo mandó mi madre de Antequera, donde está pasando unos días de vacaciones en la casa de campo de una amiga). Corto el tomate en rodajas muy finas y las coloco sobre la superficie del mollete, luego pongo la panceta y lo cubro con la otra mitad del mollete. Guille prefiere refregar el tomate por la superficie del pan, pero a mi me da un poco de asco la masa blandengue que se forma con la miga. Me encanta sentir en la punta de la lengua la suavidad del tocino y la aspereza de la carne  de la panceta, todo mezclado con la acidez del tomate. El té es muy aromático. Casi se puede saborear la canela antes de beberlo, sólo por el olor que desprende. Lo compro así, en una tienda que hay en la acera de los números pares de la calle Puentezuelas. Barranco, la casa de las especias. Merece la pena pisar esa tienda aunque sólo sea para ver cómo el dueño hace los paquetes con papel. (Preparación del desayuno: 5 minutos; tragármelo: 20, compaginándolo con la lectura de la prensa y la respuesta a algunos e-mails de trabajo).

Luego me fui a comprar manzanas. La frutería está a unos 500 metros de mi casa; pero hoy me contagié de la filosofía espacial de mis amigos de Trebujena (aprovechando que tenían que ir de Cádiz a Málaga, se pasaron por Lugo -y no es una exageración, lo hicieron-). Centro, Albaicín, Caleta, Camino de Ronda y vuelta a casa con bastante hambre por la camina. 

Almuerzo: pechuga de pollo rellena, ensalada, cerveza sin alcohol y sandía. Me encanta cortar el filete y ver el queso derramarse. O meterme en la boca los pequeños tomates empapados en aliño y morderlo para sentir el caldo me inunda mi paladar. Es un placer aplastar los trozos de sandía con la lengua para ordeñarlos de su dulzura. El filete y la ensalada los compro ya preparados en Mercadona. Sólo tengo que freírlo y aliñarla. (Preparación: 5 minutos; comerlo: 20 minutos, mientras veía un episodio de Urgencias -poco aconsejable para disfrutarla a la par de la comida: en el episodio de hoy no paraban de potar-). 

Cena: dos barritas de muesli y una manzana; pero eso ocurrirá pasada la media noche. Me encanta escuchar el crujido de la manzana cuando se le da un bocado.

El inventor - publicista (foto afanada de El País digital)


Hoy venía en El País digital un artículo titulado ¿El fin de la comida? Un sujeto ha inventado un alimento, supuestamente para sustituir las comidas normales, consistente en un polvo que proporciona todos los nutrientes necesarios y que sólo hay que mezclar con agua. En teoría sirve para ahorrar tiempo en cocinar, ir al supermercado y en comer. Pero, ¿no estaba esto ya inventado? Recuerdo los petates de mi padre cuando se iba de maniobras. Su despensa y su botiquín, se mezclaban. Llevaba pastillas para potabilizar el agua, pastillas para calentar los alimentos, pastillas para completar las dietas... y unas bolsas de polvos que se mezclaban con agua, se volvían a cerrar, se agitaban, y tenías chocolate caliente con complementos nutritivos (aunque sabía a medicina). 

También recuerdo unas galletas que se arrojaban desde los aviones en los países con hambruna. Un paquete de aquellas galletas sobraba para proporcionar a un adulto todo el alimento que necesitaba en una semana. 

En fin, supongo que el invento satisface los requisitos buscados, pero, si ni siquiera se tiene tiempo para comer, ¿se le puede llamar a eso vida?

5 comentarios:

  1. Si lo que se quiere es aprovechar las 24 horas del día para hacer algo, bastaría un yelco, solución fisiològica hipernutrida, un inhibidor de hambre y un reductor de ganas de ir al baño, junto con una buena dosis, incluido en el cóctel, de taurina o en su defecto cafeína. Lo he pensado en alguna ocasión.

    Para un casi hippie como yo, la vida hay que disfrutarla, y cada quien lo hace a su manera. Algunos disfrutan amasando fortunas a costillas de los demás, otros; dan su trabajo y su vida por los más necesitados; a mí, en lo particular me gusta disfrutar de la cosas pequeñas de la vida: comer algo delicioso, ir al baño, sobre todo cuando se ha aguantado mucho las ganas, sentir el frío de la silla al aplastar mis posaderas sobre ella; si hasta disfruto de hacer cola, aguantar calor en el transporte y subir y bajar escaleras porque ¡el ascensor del edificio de la oficina se haya dañado! Son seis pisos no más. He escalado el doble por gusto.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Podrías patentar tu invento. Conviértelo en una bebida isotónica y gástate un pastón de publicidad y en pagarle a quien maneja los blogs que hoy día deciden qué está in y qué desfasado.

      Si algún día vas a París y decides subir a pie la Torre Eifell, llámame. Siempre intento convencer a quienes me acompañan de subir hasta el segundo piso andando, o al primer piso (está sólo a ciento y pico metros de altura), pero de momento no lo he logrado.

      Eliminar
  2. No, para mi eso no es vida. Estoy de acuerdo con Arguiñano cuando dice que, la gastronomía es el mayor de los placeres con los pantalones puestos.
    Claro que, tampoco hay que llegar a extremos de vivir para comer, en vez de comer para vivir.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Vi un programa de un señor con obesidad mórbida. El hombre pesaba más de media tonelada (qué burrada) y para comer se metía en el cuerpo dos pizzas familiares, no recuerdo cuántas hamburguesas, una botella de refresco de las grandes y una tarta de queso completa. Yo necesitaría al menos una hora para beberme el refresco y seguro que no lo conseguiría. Es increíble a los extremos que llega la gente.

      Eliminar
    2. y pensar que ese hábito alimenticio es un círculo vicioso, una trampa mortal. Consumes muchísimo más de lo que gastas, y por lo tanto se vuelve grasa, que el cuerpo quiere mantener y te hacer comer aún más. Yo puedo engullirme dos litros de refresco como si fuera agua para un sediento, pero ten la certeza de que se habrá convertido en una comida más. No volvería a comer sino hasta al menos unas cuatro o cinco horas, después de eso.

      Eliminar