viernes, 10 de mayo de 2013

Entre álamos

Dios había castigado a doña Liliana con dos hijos que eran su mismo retrato y cuyas almas parecían esquejes de la de Jesús: la más desafortunada de todas las combinaciones posibles. Lo mejor hubiera sido que no se parecieran en nada a ninguno de sus progenitores, o, a lo sumo, que hubieran tenido el rostro del padre; pero doña Liliana nació estrellada, con tanta mala suerte que ni siquiera pudo retrasar un par de días el inicio de su agonía para hacerla coincidir con la visita mensual de sus hijos a la residencia. Le hubiera gustado tener a alguien junto al lecho mientras moría, y no sólo recibir las visitas fugaces de una auxiliar muy joven que parecía ansiosa, quizá porque Liliana iba a ser la primera persona muerta que viera en su corta vida. 

A Lilí el espejo siempre le ha devuelto la imagen de una chica flacucha y fea, pero desde que Carmelo la busca con la mirada y le roba caricias inocentes; su reflejo le miente y hay días que incluso sonríe, contenta con lo que ve. Carmelo es uno de los dos aprendices de la imprenta de su padre. La mañana que se conocieron la confundió con una limpiadora por lo desaliñada que iba; pero a Lilí no le molestó, imposible enfadarse con quien le había dedicado la más dulce de las sonrisas, llena de sorpresa y admiración al descubrirla leyendo las galeradas de Utopía. Sin pedirle permiso y después de exigir con un gesto que guardara silencio, Carmelo atrapó su mano y la arrastró por el laberinto de cajas preparadas para llevar a las librerías. Junto a la puerta de los camiones había un enorme contenedor ahíto de todos los desperdicios -papel, hilo, cola y cartón- que había vomitado la imprenta. Carmelo se zambulló en él. Un minuto sobró para que encontrara lo que buscaba: un ejemplar encuadernado del libro que había atraído la atención de Lilí. Ten. Tiene algunas hojas pegadas, pero es perfectamente legible. Lo van a tirar, pero es mejor que le jefe no se entere de esto. ¡Cómo le costó mantener la promesa!. El recuerdo de los colores que se habían alternado en el rostro de Carmelo al comprender quién era Lilí cuando su padre la llamó, acudía a su mente de forma traicionera y le hacía soltar una carcajada para las que casi nunca tenía una explicación creíble.

El almanaque dice que es primavera pero hace tanto calor que ni siquiera el ensordecedor canto de las chicharras consigue mantener alerta a doña Purificación, quien sucumbe, a pesar de sus esfuerzos, y acaba profundamente dormida sobre el mantel que han utilizado para comer junto al río Salado, olvidando su obligación de vigilar a la pareja de novios, quienes aprovechan para alejarse con sigilo hasta una alameda lo suficientemente cercana para escuchar la llamada de la tía de Lilí si despierta, y lo suficientemente lejos para tener intimidad. Carmelo le besa en la nuca desnuda y sudorosa dejando un tenue rastro de saliva que eriza el vello de Lilí al evaporarse. Es ella quien toma la iniciativa: se pone de puntillas y pega sus labios a los de su novio. Un intento muy torpe de imitar lo que ha visto hacer en el cine. El apretamiento de los labios, en lo que pretende ser un beso, no es placentero, pero los cuerpos quedan unidos y son capaces de sentir las formas, curvas, protuberancias y endurecimientos por el deseo, la abstinencia y la necesidad, del otro. Si Lilí hubiera sabido que este iba a ser el momento más feliz de su existencia, habría dejado que Carmelo le desabrochara el vestido, no habría apartado las torpes manos masculinas de los botones, más obligada por lo que se esperaba de ella que por sus deseos.

Liliana pudo rememorar ese momento una y otra vez durante 70 años, Carmelo sólo durante cinco días. Antes del siguiente fin de semana fue encontrado a los pies de la tapia del cementerio con la cabeza agujereada y un cartel en el pecho que ponía Chivato. Nadie puso en duda que lo habían ajusticiado los nacionales. Tampoco nadie dudó que Liliana era una mujer muy afortunada porque no tuvo que quedarse para vestir santos, como le vaticinaban todos. Después de tres prudenciales meses de luto, Jesús, el otro aprendiz de la imprenta, le pidió que se casara con él y Liliana aceptó sólo para evitarle a su madre la vergüenza de haber engendrado una hija solterona.

Padre, confieso que he pecado. No puedo irme a la tumba con el secreto que me ha atormentado durante cinco décadas. He dejado que el nombre de un hombre inocente continuara enlodado durante ese tiempo sólo para proteger a mis hijos de ser señalados como los vástagos de un asesino. Todo ocurrió poco después de haber tenido a mi segunda criatura. Jesús volvió del trabajo tan borracho que apenas podía sostenerse en pie. La imprenta que habíamos heredado de mi padre, bajo la gerencia de mi marido, se iba a pique con toda rapidez. Le afeé su comportamiento y él me aseguró que estaba en su derecho porque incluso había matado para conseguir aquel negocio que le estaba quitando la salud. 
Jesús odiaba a Carmelo. Sentía celos de él. No soportaba verlo caminar junto a mi padre, teniendo toda su atención, verlo participar en las reuniones importantes, aunque sólo era un aprendiz y escuchar felicitaciones por las ideas con las que participaba. Tampoco comprendía cómo yo sólo tenía ojos para Carmelo, que era muy poca cosa físicamente como hombre. Era él, Jesús, el guapo, el que seducía a cualquier mujer con su simple presencia. 
El día que ascendieron a Carmelo a capataz de las máquinas, Jesús, con la excusa de merecer una celebración el ascenso, consiguió que lo siguiera hasta el viejo bar del cementerio. Sus padres lo habían regentado hasta que los nacionales obligaron a cerrarlo para no tener espectadores cuando le daban el paseíllo a alguien. El plan inicial era tenerlo encerrado un par de días para que mi padre comprendiera que no era una persona responsable y de fiar; pero Jesús comprendió que el tiro le saldría por la culata en cuanto Carmelo delatara qué le había ocurrido los días que estuviera ausente y quién se lo había hecho. Volvió sobre sus pasos.Matarlo fue muy fácil. Se  había quedado dormido sobre la mesa de billar. Cogió uno de los palos, lo puso sobre el ojo derecho cerrado y lo hundió con furia. Nunca pensó que saldría impune por lo que hizo. He sido yo quien ha sido castigada durante todos estos años por tener que vivir bajo el mismo techo que un asesino, en la misma casa que el hijo de perra que mató al único hombre que me ha querido. Pero no quiero que me dé el perdón, padre. No tengo derecho a disfrutar del descanso eterno después de haber traicionado a quien tanto amé.


Otra de las historias de mi abuela (un pelín adornada).

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias. Me viene bien alguna que otra rascadita detrás de las orejas porque mi actual psicopedagoga es algo sargento y tanta crítica negativa termina minando la autoestima y consiguiendo resultados exactamente contrarios a los que busca (me siento como cuando tenía diez años).

      Eliminar