viernes, 3 de mayo de 2013

El momento

Son muy desapacible las obras cuando comienzan a caer las tardes prematuras de invierno y los obreros se marchan; pero el trabajo se demora y hay que quedarse para comprobar instalaciones que se ocultarán al día siguiente, tomar decisiones in situ o exigir al encargado que se corrijan defectos que son pasables para quien los hace, pero incómodos para quienes los ven. A las obras no conviene ir vestidos como si se fuera un muñeco michelín. Hay que subir y bajar escaleras de mano, trepar a andamios y deslizarse por las zancas sin escalones. Pero no importa cuánta ropa de abrigo se lleve, el frío de la obra siempre llega al tuétano de los huesos, la humedad que exhalan las paredes recién enlucidas impregnan las telas y hasta los calcetines parecen estar empapados; humedad que las corrientes de aire hiela, el viento que atraviesa la obra falto del impedimento de las ventanas aún sin colocar. En esos instantes sólo se desea que llegue el momento de sentarse en el coche y poner la calefacción para volver a sentir los dedos con lenta y martirizante lentitud.


Fachada principal de la Inmaculada (colegio de Antequera donde estuve interna una eternidad)

Recuerdo con desasosiego las primeras semanas en el internado después de las vacaciones de verano. El paso del tiempo se ralentizaba, los días se hacían eternos. Me asfixiaba el horario estricto, no sólo de las clases, también la imposición de a qué hora había que estudiar, merendar, jugar, ver la tele, cenar... independientemente de las necesidades del cuerpo y deseos de la mente. Los martes y los miércoles, agonizaba. Daba la sensación de que nunca llegaría el momento de salir del colegio, volver a casa, quitarme el uniforme que me estrangulaba como un cilicio y montarme en el columpio que mis hermanos me había hecho delante de casa, atando dos cuerdas a una tabla acolchada que había pertenecido a un reclinatorio  y a la rama más gruesa de un fresno gigantesco que ya no existe. Me gustaba mecerme con los ojos cerrados y la cabeza levantada hacia la copa del enorme árbol. Algunos rayos de sol conseguían burlar al macizo de hojas y yo era capaz de percibirlos como manchas rojas a través de los párpados.

Hay cientos de momentos que se anhelan y que tardan en llegar, pero llegan. Como Guille, que ha vuelto después de una eternidad ausente, exactamente cuando empezaba a castigarme el pensamiento de que ya no volveríamos a estar juntos nunca más.


2 comentarios:

  1. Soy tremendamente despistado, pero creo percibir un nuevo colorido de fondo.
    Amena y bien tramada la descripción la inspección de las obras al oscurecer en los días de invierno. Aunque nada tenga que ver, a mi me ha recordado mis tiempos a bordo de un buque de guerra, había que estar ligeros de ropa y ágiles de cuerpo, para trepar en las noches por esas escalas rectas y regresar mojados y tratar de descansar así después de algún ejercicio, pues sabías que al poco tiempo te lo hacían repetir y tenías que acudir como estuvieras. Tampoco quiero exagerar, no todas las navegaciones era así, solo cuando estabamos "jugando a la guerra", había otras incluso placenteras.

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    1. Efectivamente, antes estaba el fondo negro y las letras blancas (es que Guille, mi marido, aunque apenas es asiduo del blog, se quejaba: decía que al leer y levantar la vista, lo veía todo de color verde).

      En el destacamento donde viví también jugaban a la guerra. Lo hacían con armamento real. Esos días teníamos muy limitada la zona de juego.

      Debió de ser toda una experiencia hacer la mili en el mar.

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