lunes, 6 de enero de 2014

Rojo sobre blanco

Me molestó tanto tener que hacer las maletas, que cuando hablé por primera vez esta mañana y mi voz sonaba normal (no ronca, ni rara, ni a punto de romperse: sin ningún indicio de enfado), me extrañé. Tengo ganas de volver a la normalidad del trabajo, pero quiero hacerlo desde aquí. Regresar, irme de nuevo lejos de Guille, se hace muy difícil. 

Obligado era echar una ojeada a los cajones, para asegurarme que no olvido nada importante que añore en cuanto aterrice. Los cajones están medio vacíos, llenos de cosas innecesarias que podríamos tirar, pero que seguimos guardando porque un día las compramos o nos las regalaron y siguen teniendo un valor sentimental. También hay alguna sorpresa, algo que he olvidado que tenía, como una vieja agenda de 2009 personalizada con mis iniciales que Guille me compró. El papel blanco y grueso, con los renglones apenas insinuados, invita a escribir. Una pena que ya no me queden historias de mi abuela (al menos, ninguna que recuerde). Lo utilizaré para los ejercicios de la dislexia. 

También he revisado las estanterías de los libros. Lástima que el peso de la maleta esté tan limitado. Asesinatos S.L., de Jack London (me gusta este título); La Defensa, de Nabokov; El Juego de los Abalorios, de Hesse; Córdoba de los Omeyas, de Antonio Muñoz Molina (la de viajes que ha dado este libro, y siempre lo voy aplazando); Campo Abierto, de Max Aub. 

En el piso de la Diagonal estamos como en un hotel, por un breve espacio de tiempo, sin penetrar en el interior de los muebles: con lo que utilizamos sobre la superficie, a la vista, sin desempaquetar del todo. Cuando no estoy en Barcelona, Guille prefiere quedarse en el piso de sus padres; por tener con quién hablar y con quién comer. Yo también lo prefiero porque me da miedo que le ocurra algo y no tenga un testigo que lo pueda socorrer. Los neceseres del baño están sobre la encimera de los lavabos. Los botes de los armarios están llenos de líquidos resecos. Cuando nos fuimos, nunca pensamos que la ida fuera tan prolongada y los regresos tan breves. 

El botiquín está oculto por la puerta del baño. Betadine, aspirinas caducadas, agua oxigenada, alcohol, Ibuprofeno, gasas, tiritas... (Somos más de golpes y cortes que de enfermedades). Me gusta que esté medio vacío. Recuerdo el botiquín de la casa de mi madre. Primero empezó siendo una caja metálica de Cola-Cao (mi madre la había pintado en blanco porque estaba oxidada, y dibujado una cruz roja en la tapa); luego, pasó a ser un cajón (al principio de la enfermedad de mi padre) y al final todo un armario (botellas de oxígeno, pañales, toda clase de morfina -en parches, en pirulís, en suero...-). 

Me sobra mirar nuestro botiquín  tan lleno de huecos, tan vacío como el cerebro de un político; para que se me pase el enfurruñamiento por tener que irme. 

3 comentarios:

  1. Bueno, el lado positivo: En granada... En su Granada. Me emocionan esos versos de Antonio Machado a la muerte de García Lorca.

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  2. Me faltó precisar la trágica muerte o crimen de García Lorca.

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  3. Sangre en la frente y plomo en las entrañas. Me encanta ese poema.

    Granada es muy bonita, y se vive bien. Es un sitio muy tranquilo. Aunque yo preferiría (si descartamos Barcelona), sobre todo en invierno, vivir en Málaga. Se adapta más a mi gusto por las temperaturas cálidas y el mar muy cerca. Recuerdo que cuando estuvimos buscando un estudio en Málaga y preguntábamos si tenía calefacción, los dueños se extrañaban porque realmente no la necesitan casi ningún día del año.

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