martes, 7 de enero de 2014

Descubriendo a Ito

Los regalos que más gustan son los que no se esperan, los que ni siquiera se imagina que se pueden recibir.

Hace unos días llamé a una de mis tías de Barcelona para felicitarle las Navidades. Habíamos tenido un breve encuentro unos meses antes por un asunto de la herencia de mi abuela, y no quise perder el contacto del todo. Me invitó a ir a su casa. Una invitación de esas que resultan incómodas y que se aceptan por obligación. Pensé que sería como un castigo porque mi familia materna y paterna han sido como el agua y el aceite desde la muerte de mi padre. Imaginé reproches más o menos velados. 



Mi tía viuda vive en el piso de su difunta suegra. Cuando llegué, escuchaba Fever cantado por Peggy Lee (en vinilo). Quiso quitar el disco, pero le pedí que lo dejara, y lo hizo; sólo bajó el volumen. Ahora, por asociación, se ha convertido en la banda sonora de la infancia de mi padre, porque es de lo que hablamos. Y me enseñó montones y montones de fotografías. Mi padre, muy niño, subido en el coche de bomberos de un carrusel; mi padre, de adolescente, con el pelo largo como una chica, montado en bicicleta; mi padre y sus hermanas comiendo perritos calientes en un restaurante francés; mi padre con un brazo escayolado... 

Para mi tía, su hermano aún es Ito. No Gabriel, o Gabi, sólo Ito. Sentía la misma necesidad de hablar de mi padre como yo de saber de él, de su pasado. Pero no todos los lutos, la tristeza, son iguales, y mi madre y mi abuela preferían no mencionarlo ni que se lo mencionaran. Una especulación: mi tía está convencida que el distanciamiento entre ellas es más culpa de la necesidad de no verse (porque el único vínculo que tenían era mi padre) que la de no haberse perdonado algún acto o palabras. 

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