jueves, 23 de enero de 2014

Acogedora soledad

Somos animales de costumbres. Antes, cuando había más trabajo y me levantaba más temprano, en la cafetería donde suelo ir a desayunar, me encontraba siempre a las mismas personas. Ahora no es necesario madrugar tanto y voy una hora más tarde (a las 9). Pero hoy venía a la obra temprano el comercial de un sistema de luces especiales y tenía que estar para recibir el pedido (cada lámpara cuesta más de 3.000 euros, y con los tiempos que corren y la desaparición de material que ya hemos sufrido -¿para qué querrá alguien una puerta de resina, especial para laboratorio?-, mejor no correr ningún riesgo). Volví a toparme con casi la misma gente que antes. Hasta recibí la sonrisa de un par de personas que me reconocieron. 

No pude sentarme a la mesa de costumbre porque estaba ocupada por un hombre joven, parapetado tras una tableta (supongo que leería el periódico). Tenía pinta de ser uno de los nuevos habituales: el camarero le puso un café con leche y un pitufo de jamón, sin que hubiera abierto la boca. Yo tampoco tengo la necesidad de pedir, el camarero ya me conoce. 

A esa hora tan temprana, en la que la mayoría aún no hemos despertado del todo, las conversaciones son apenas susurros y la cafetería parece la sala de espera de un hospital. Esa armonía y tranquilidad se fue al garete cuando llegaron tres chicas. No había que esforzarse para seguir su conversación (habría sido imposible no hacerlo). Celebraban el cumpleaños de una de ellas (¿quién puede tomar una coca-cola para desayunar?). Fue fácil deducir que eran compañeras de piso. Ponían verde a una ausente. Se quejaban de que no daba palo al agua, se tiraba todo el día pintándose las uñas, no sabía ni pelar una patata... Supongo que casi todas las quejas serían exageraciones.

Fue un alivio que se enfriara mi té lo suficiente para poder beberlo y salir de la cafetería, volver a la soledad de mi apartamento para recoger algunos planos. Aquellas chicas me recordaron los desagradables años en los que sufrí una vida semejante a las suyas. Qué alivio que hayan pasado ya y sólo sea un recuerdo fácil de olvidar en cuanto otros asuntos más cercanos en el tiempo ocupan mi mente.  

4 comentarios:

  1. Caramba pues yo recuerdo esos años no como un sufrimiento precisamente, es curioso...
    pam

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    1. En la facultad lo pasé muy bien, y en la mayoría de trabajos que tuve (como camarera, no, eso fue una agonía). Pero con mis compañeras de piso, tuve auténticos problemas. Todos los años me topaba con una o dos que eran un castigo. Estaba acostumbrada a mis compañeras del internado, ya amaestradas, donde cada una cumplía con sus obligaciones sin protestar. En el piso siempre estaba la que no pagaba lo que le correspondía, pero se iba todos los meses de compras, o la que no sabía ni poner la lavadora, o se negaba a limpiar el cuarto de baño alegando que le daba asco... Me alegra, sobre todo, no tener que compartir piso con extraños.

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  2. Pues si, de compañeros de piso tuve a algún anormal, y otros que no me dejaron huella hasta el punto que no los reconozco si los veo ahora por la calle, pero también amigos y compañeros que sospecho no serían lo mismo si no hubiésemos vivido juntos, será que me quedo con lo bueno...
    p

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    1. Está muy bien con quedarse sólo con lo bueno. De algunas de mis compañeras de piso ni recuerdo el nombre. Sólo conservo la amistad con tres de ellas. Las demás han pasado por completo al olvido.

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