viernes, 20 de diciembre de 2013

Estudio sobre la sordera

¿Qué no necesita un coche, pero sin ello no funciona?  A uno de los conductores que me llevaban del Destacamento al internado, le gustaba inventar adivinanzas para mí. Me las soltaba al final del viaje de ida, y espera que las tuviera resueltas cuando me llevaba de vuelta. Ésta en concreto, no fui capaz de deducirla. La respuesta es el ruido

El sábado por la tarde un bebé lloraba en una casa contigua a la de mi madre. Antes de pasar diez minutos, ya había en su puerta una vecina llamando para saber qué le ocurría a la madre. Nada importante. La mujer tenía problemas estomacales y dejó desatendido unos instantes al niño.

Mi cuñada la efímera (a los primeros indicios de encariñamiento mi hermano rompe la relación), nos contó que después de tener a su primer hijo (tiene dos), quiso recuperar la figura muy rápidamente y casi se mata de hambre. Dos o tres semanas después de regresar del hospital a casa, sufrió un desmayo por culpa de la anemia y estuvo más de una hora tirada en el suelo de su casa, semiinconsciente, mientras que el niño lloraba como un descosido. Hasta la llegada de su marido, no pudo ponerse en pie y atender al bebé.

Guille llama el piso de la fornicación al único con el que nuestra vivienda tiene medianería. Son apenas 1.50 m² de pared en común, pero que sobran para que conozcamos con todo detalle lo que ocurre en el dormitorio de los vecinos. La pareja de ese piso tienen dos tipos de momentos: el momento fornicación -que recuerda bastante a un partido de tenis en el que los jugadores acompañan cada golpe con un grito- y el momento quejoso -en el que sólo participa la chica y es una interminable letanía, puede durar horas, en la que se hace saber a ella misma (no se escucha a nadie más en la habitación) lo desgraciada que es. Horas y horas gimoteando y repitiéndose que es una desgraciada. Prácticamente he perdido la capacidad de escucharlos, a no ser que un tercero me lo haga notar. Me pregunto si es correcta mi actitud de indiferencia ante los quejidos de la chica -de la que aún desconozco hasta su rostro-. No es pereza, sólo miedo a molestar, a entrometerme y romper la ficción de intimidad que todos creemos tener entre las paredes de nuestra casa.



¿Estamos destinados a sufrir una sordera selectiva que nos aleja de las penalidades de los demás?

2 comentarios:

  1. No parece que sea este el caso de la ratita Aurora que ya conoce, puesto que prevalecen con mucho los casos de lamento de la chica. Pero es cierto, no sabemos como actuar, sobre todo en las ciudades. En los pueblos sigue siendo más frecuente el comportamiento de la vecina de su madre. Me pregunto: ¿ Más humanizado?. Supongo que, en la mayoría de los casos. sí.
    Por otra parte, en la vida "acolmenada" (que palabro me ha salido) de las ciudades, donde solemos desconocernos los vecinos, es complicado saber si ayudaríamos inmiscuyendonos o resultaríamos unos entrometidos. Pero es posible que, escudándonos en el anonimato, muchas veces pequemos de impasibles, insolidários.

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    1. A mí me gusta mucho el anonimato de las ciudades, y suelo tratar a la gente en consecuencia, pensando que la mayoría son como yo; aunque da miedo sospechar que se deja de ayudar a algunas personas que lo necesitan. Es muy complicado encontrar el equilibrio entre lo que exige la conciencia (inmiscuirse ante la menor sospecha de necesidad de ayuda) y lo que exige las sospechas (al considerar a todos deseosos de seguir siendo desconocidos para quienes los rodean).

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