miércoles, 24 de octubre de 2012

La simbiosis de las féminas en flor

En el mismo momento que Agapito Fernández sufría la amputación de su miembro viril, Miguel el Pobre caía desde el tejado del cortijo de Miguel el Rico mientras encalaba los caballetes. Una caída desde seis metros, aparentemente sin consecuencias, de la que se levantó por su propio pie. Antes del anochecer, Miguel el Pobre moría en su cama en completa soledad y la mujer que siempre lo amó, con la que no pudo casarse por no tener donde caerse muerto, según la familia de ella, le guardó luto y lloró hasta el día que compartieron panteón. 

La sangre es muy aparatosa, y un pene seccionado en dos, desde el prepucio hasta el escroto (como si fuera una baguette dispuesta para la preparación de un bocadillo) es bastante parecido a un géiser de salsa de tomate. Agapito dejó un reguero desde el huerto de su tío hasta la mitad del camino al pueblo (unos 300 metros) donde el cura lo recogió en su coche y lo llevó a la casa del único médico del lugar, en mitad de tal griterío de dolor que alertó de que algo había sucedido incluso a quienes vivían en los arrabales más apartados. La rotura de la monotonía en un lugar donde nunca sucede nada, hizo que la mayor parte de los vecinos se congregaran a la puerta de la casa del médico. La explicación que se daba a los que iban llegando era: "Agapito se quedó sin pito", cantinela que habría acompañado a los descendientes del desdichado hasta el día de hoy, de haberlos tenido.

La muerte de Miguel el Pobre fue un daño colateral del escarmiento que quisieron darle a Agapito. Si su tío o el cura del pueblo, o ambos (nunca se supo con exactitud quién fue el culpable) no hubieran colocado una cuchilla de afeitar en el agujero que Agapito había practicado en una sandía  para satisfacer sus deseos sexuales, el infeliz no habría aullado de dolor al sentir la división de su virilidad y el grito no hubiera hecho perder el equilibrio a Miguel el Pobre, haciéndole caer desde el tejado. Si toda la atención de la parroquianos del bar no hubiera estado puesta en los dimes y diretes de lo ocurrido en el huerto de las sandias aquel medio día, alguno hubiera prestado atención al rostro marmoleño de Miguel cuando estuvo almorzando, e interesado por su salud. Y si el único médico local no hubiera tenido que acompañar a Agapito hasta Sevilla en el coche del cura para que no se desangrara, habría podido atender la llamada que Miguel hizo a su casa pasada la media noche.

Algunos quisieron ver en la muerte prematura de Miguel el Pobre un castigo divino por haber aceptado trabajar en la casa de Miguel el Rico. Cuando Francisca y Miguel anunciaron su matrimonio pocas semanas después de haber iniciado el noviazgo, nadie pensó, como suele ocurrir en estas ocasiones, que los forzaba a ponerse ante el altar la multiplicación de células dentro del útero de la mujer. Sabían de qué pie cojeaba el palomo, e incluso por quién sentía predilección. Se pensó que Francisca había aceptado la infelicidad en el matrimonio a cambio de una vida holgada y que el marido había tenido la desfachatez de ponerle como criado al propio amante. Semana a semana, mes a mes, quienes habían vaticinado un futuro desgraciado para Francisca, esperaban distinguir en su rostro la tristeza y verla apagarse poco a poco en soledad, pero después de únicamente dos meses, si se la miraba de perfil, además de una sonrisa radiante, lo que se distinguía era un vientre cada vez más convexo. Aquel primer hijo, Miguel de nombre, fue sietemesino, aunque nunca tuvo el don de sanar con las manos. Un año y medio después nació Purificación, otro año y medio pasó para llegaran a este mundo Fermín y Ana y otro año y medio transcurrió para que viera la luz por primera vez la benjamina: Francisca. Parecían un matrimonio normal, aunque al marido se le iban los ojos tras las camisas desabrochadas de los obreros y pasaba casi todos los fines de semana en Sevilla, en su piso de soltero, supuestamente trabajando.

Cuando la muerte convirtió a Miguel en un objeto frío, Francisca y los niños disfrutaban de unos días de playa en Cádiz. Llegó cuando ya estaba metido en el ataúd y sabían que se le había roto el bazo y desangrado silenciosamente sin derramar una gota de sangre. Francisca fue incapaz de ocultar quién era su auténtico marido. Lloró tan desconsoladamente durante todo el velatorio y el entierro, que salió a la luz lo que había podido ocultar durante seis años. Desde ese día todos la consideraron viuda, ella misma lo hizo al no mudar ni un sólo día de los que le quedó de vida sus prendas negras por alguna de color. Miguel y ella siguieron viviendo juntos, por comodidad, por costumbre o porque ya se habían encariñado el uno al otro. Un cariño fraternal en el que sobraban las habladurías de terceros.

Otra de las historias de mi abuela.

9 comentarios:

  1. ¡Al cuaderno! Buenísima, y muy bien escrita.

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    1. Tenía abandonado el cuaderno desde principio del verano. Muchas gracias por la palmadita en el lomo, me viene bien porque ando algo desquiciada por culpa de la dislexia.

      Ayer mismo me acordé de ti. Pasé por delante de la tienda donde hacen colchas tipo "viejo oeste" con trocitos de telas de colores y tienen puesta en el escaparate una muy original: cada cuadro es como un abanico abierto 90º. A ver si tengo suerte y puedo sacarle una foto antes de que la vendan.

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  2. .
    ¡Aaaaaayyyyy, qué dolóoooooooo! :-)

    ¡Viva la abuela y viva la nieta! Qué buenísimo.

    :-)

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    1. Hacía tiempo que no reía tanto. Yo solo sabía lo de ese desgraciado del "Pupas", que se cayó de espaldas y se rompió la punta de "cigüerzano". Claro, al parecer dicen, que en ese mismo instante se desprendió una teja y le cayó justo en ese sitio de la anatomía. Puede ser un caso verídico, como decía Paco de Gandía.

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    2. El pobre Agapito las debió de pasar canutas porque al principio le hicieron un remiendo en el aparato (imagino un costurón tipo Frankenstein) pero pilló una infección y se lo tuvieron que amputar in extremis (cuando ya esta más en el otro barrio que en este y a pesar de su férrea negativa).

      Gracias por los "vivas", señor Sap

      :-)

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    3. En mi casa se decía: "Eres más desgraciado que el Kiko, que se cayó de espaldas y se le rompió el pito". Conocíamos a varios Kikos, pero todos aseguraban tener su anatomía intacta. Aunque todos esos dichos y leyendas urbanas suelen tener un fundamento real. Otro dicho de mi casa (y no sé si también la de otros): "Va a llover más que cuando enterraron a Bigotes" (nadie sabía quién era Bigotes ni cuánto llovió ese día).

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  3. Felicidades atrasadas, inteligente y divertida Beca.
    Me encanta tu familia y sus historias. Insuperable tu pobre tía la recatada contando su tragedia x Skipe. Solo falta q me digas q tb hablas con tu abuela por la misma vía para pediros q me adptéis como miembro de vuestra familia ;)

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    1. Muchas gracias Montse.

      Pobre de mi tía. Tiene lo poco que pudo salvar en una de las habitaciones de la casa, esperando a que la única cuadrilla de obreros del pueblo acabe con las casas que quedaron incluso peor que la suya (no quiere llamar a los obreros de otros pueblos porque a éstos los conoce y les tiene confianza). Mi madre asegura que si una noche se incendiara la casa, mi tía, antes de ponerse a salvo, se vestiría por completo y cogería el bolso (y lo malo es que, me temo, no exagera).

      Mi abuela falleció hace bastantes años. Estas son historias que me contaba cuando yo, de niña, pasaba los veranos en su casa. La mayoría las tengo bastante olvidadas, pero me ayudan a recordarlas mis hermanos y mi madre, a quienes se las había contado antes que a mí.

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    2. Es curioso. Ese dicho sobre la abundancia de lluvia y el entierro de El bigotes, lo escuchaba yo en mi pueblo extremeño nada menos que allá por los años 50 y lo contaban personas mayores, o sea que se basa en algo que se pierde en la noche de los tiempos.

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