jueves, 11 de octubre de 2012

Del día que me quedé sin lágrimas

La lectura de Hablar Solos aviva los recuerdos de mi infancia. Del tiempo que mi padre estuvo enfermo y los acontecimientos que siguieron a su muerte. También hace evidente, aunque era una explicación que ya conocía, por qué mi padre me llevó a escuchar el Réquiem de Mozart cuando sólo tenía 6 años. Creo que fue en el Teatro Cervantes de Málaga. Es de las pocas entradas importantes de un concierto al que he ido que no conservo, aunque es posible que algún día, leyendo cualquiera de los libros de mi padre, la encuentre, porque él tenía la costumbre de meter toda clase de documentos y cosas entre las páginas de los libros. En una ocasión encontré las semillas de una planta en un papel de libreta perfectamente doblado. Sentí curiosidad y las puse en una maceta. Al poco tiempo empezó a crecer una planta. Resultó ser una adormidera. En realidad creo que fue cosa de mis hermanos. No sé si para burlarse o para que no me decepcionara, porque las semillas llevaban guardadas bastantes años cuando las plante, por lo menos cinco, y me extraña que soportaran tanto tiempo inmunes. 

Tardé mucho tiempo en darme cuenta de la muerte de mi padre, en notar su ausencia. Ya me había acostumbrado a que pasara largas temporadas en el hospital y que la casa permaneciera completamente silenciosa. Y antes de eso, antes de caer enfermo, también se ausentaba a menudo por los cursos que constantemente estaba haciendo o impartiendo. En realidad a quien echaba más de menos era a mi madre: la depresión la convirtió en un fantasma. Pasaron un año y tres meses y medio hasta que finalmente lloré por él. Ocurrió cuando volví a  casa por las vacaciones de Navidad. Nos habían dado las notas a primera hora de la mañana y permitido que nos fuéramos. Cuando llegué a casa estaba tan triste que comencé a llorar sin aparentemente razón. Mis hermanos, que no estaban acostumbrados a verme derramar lágrimas, ni siquiera había llorado cuando llegué a casa con todas la nalgas raspadas (quemadas) y sangrando por deslizarme, involuntariamente, por la ladera de una montaña (como si fuera un tobogán gigante), se asustaron tanto que estuvieron a punto de llevarme al médico. ¿Me había hecho alguien daño? ¿Me dolía algo? ¿Había sacado malas notas? -irían a arrancarle los pelos del bigote a la monja, uno a uno-... En realidad ni yo misma sabía muy bien por qué lloraba, hasta que estallé: ¡Quiero que venga papá! Como no sabían cómo consolarme, cerraron la puerta de mi habitación y dejaron que me desahogara sin apenas interrupciones. Ese día me trataron como a mi madre: de vez en cuando aparecía uno de ellos y me hacía beber líquido para que no me deshidratara u obligaba a comer algo. Lloré desde el medio día hasta media noche, cuando me quedé dormida. A la mañana siguiente ya no estaba triste y sabía que mi padre no iba a volver por mucho que llorara. 

2 comentarios:

  1. Sí, no hay que llorar mucho. No se si fue Kiplin quién dijo: Si llora por que no ves el sol, la lagimas no te dejarán ver las estrellas. Una cursilada pero creo que acertada.

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    1. Sí, tiene toda la razón: es malo llorar demasiado; aunque en aquella ocasión le saqué provecho: al día siguiente tenía los ojos como los de una brótola y mis hermanos se inventaron una alergia al café con leche -que no me gustó nunca, pero me hacían beber de vez en cuando- para explicarlo.

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