viernes, 28 de septiembre de 2012

El cielo sobre la tierra

El collar de perlas cultivadas de mi madre tiene ciento siete cuentas menudas e imperfectas. Cuando está nerviosa, lo retuerce y mordisquea hasta que, demasiado a menudo, termina con el hilo roto y todas las perlas esparcidas por el suelo. Soy experta en recogerlas. Es como si jugaran al escondite. Se meten en las juntas de las losetas, se pegan como imanes a las patas de los muebles y, a pesar de la imperfección de su esfericidad, son capaces de rodar hasta otras habitaciones. Antes eran ciento quince, pero con tantos años -más que yo- y tanta rotura, es comprensible que alguna se haya perdido. Esta mañana, mientras hablábamos por teléfono, volvió a romper el hilo del collar; pero mi madre juró y perjuró que todo iba bien. 

Es alucinante cómo cambia el tiempo en esta ciudad. Ayer, la climatología dio un pequeño aviso de lo que iba a ocurrir hoy: ha llegado el otoño sin transición, tan de golpe que el frío aún no ha conseguido apoderarse del estudio, a pesar de estar rodeados de vidrio y de chapa sin la protección de un aislamiento térmico. Aún somos una burbuja de la temperatura de ayer.  Hasta que no estuve a unas calles de casa, no me percaté del frío; pero importó durante poco tiempo porque en cuanto apreté el paso, dejé de sentirlo, y porque la lluvia me tenía enajenada. Llovía torrencialmente. Hacía tanto que no había visto llover así, que era una novedad. Por las calles en cuesta, perpendiculares a Ángel Ganivel,  bajaban ríos de agua de lluvia, incapaces de ser tragados por los imbornales, la mayoría atorados por la suciedad que ha ido acumulándose durante una primavera y un verano de sequía. Los días que estuvimos en el País Vasco, nos llovió, pero era una lluvia mansa y tranquila en la que tenías que sumergirte durante horas para que te mojara. 

Cuando volví a casa, empapada, sudando y algo mohína porque mi juguete (la lluvia) casi había cesado, Guille hablaba con mi madre por teléfono. Intentaba convencerla para que pasara unos días con nosotros. Estaba dispuesto a salir en aquel mismo momento a buscarla.  Cuando colgó, me explicó. Aquella misma lluvia que me había servido de divertimento durante toda la mañana, causó estragos en el pueblo de mi madre -Villanueva del Rosario- y algunos de los alrededores. En esta ocasión ella se ha librado. Hace cinco o seis años, las cosas fueron distintas: otra riada derrumbó la tapia del patio y el agua entró en tropel por la puerta trasera, inundando la cocina hasta el techo y el resto de la planta baja, hasta medio metro de altura. Todos los muebles inservibles. Fingió (ahora sé, por el nerviosismos de esta mañana, que fue así) tomárselo con filosofía: "El seguro me va a pagar la renovación de la cocina, que le iba haciendo falta", dijo.

1 comentario:

  1. Conozco bién esa lluvia fina del país Vasco, llamada Sirimiri. Viví muchos años en Bilbao

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