jueves, 12 de julio de 2012

En busca del camino de baldosas amarillas

Admiro mucho a mi tita Ana, tal vez porque me veo reflejada en ella, tengo sus mismos defectos y  mi madre es un lazo de unión que nos proporciona una forma de comunicarnos sin palabras. Mi tita Ana suele pasar temporadas más o menos largas con mi madre, hasta que se cansan la una de la otra y alguna se marcha, pero casi de inmediato se echan en falta y vuelta a empezar. Desde hace algún tiempo la suerte y la felicidad le están dando la espalda. Puede que desde que se casaron sus tres hijos. Lo hicieron el mismo año, uno detrás de otro, sin haber pasado por un periodo previo de convivencia en casa de la pareja. Se encontró, en pocos meses, de tener la casa llena de gente, a tenerla vacía. Le da miedo la soledad y le dan miedo las tormentas (en eso no nos parecemos), seguramente como consecuencia de las historias que mi abuela le contaba ella y posteriormente a mí (historias macabras de familias completas muertas por un rayo). El hijo mayor se marchó a Murcia, distancia demasiado grande para quien no tiene autonomía ni siquiera para desplazarse por los limites claustrofóbicos del propio pueblo. El hijo mediano fue a parar a Pizarra, y la hija, la menor, a Antequera. Mis primos han cambiado con el matrimonio, han sido fagocitados por sus parejas y ahora resultan irreconocibles. Las historias que cuenta, como si fueran epopeyas, de sus incursiones en el mundo extraño de los hijos, parecerían fantasiosas si mi propia madre no hubiera sido testigo de alguna de ellas. Un yerno que no trabaja, se pasa el día chateando, y es incapaz incluso de calentar su propia comida en el microndas, mientras mi prima se tira 10 horas de pie en una farmacia. Y una nuera que la llama de madrugada para, expresamente, no invitarla a la comunión de su nieto más pequeño. Quisiera protegerla. Pero, ¿cómo proteges a alguien de sus propios hijos?

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